Hablar de pérdidas resulta difícil, porque describirlas siempre representa algo diferente para cada persona. Perder a un ser querido, por muerte o por una pelea que conlleva una separación física y emocional, terminar una relación de pareja, perder a una mascota son las más comunes. Lo cierto es que en un marco más amplio, las pérdidas pueden ser incontables que resulta imposible creer que un ser humano se quede “vacío”. Lo que se perdió una vez fue lo mismo que “llenó”.
¿Quién era cuando tenía todo? ¿Mantengo esa esencia aún después de perder ese “todo” que me contenía? Las pérdidas producen ese efecto transformador que le permite a la persona evaluar la situación en la que estaban y re-significar su propia vida. Algo se rompe, pero también algo nuevo florece.
Años después de un divorcio, ambos afirman que no son la misma persona que fueron durante el matrimonio. Luego de una ruptura, una de las partes podría decir que estar en esa relación le enseñó aspectos pendientes a trabajar en sí mismo. Quizás perdiendo al “otro” es como uno se reencuentra.
Y así, una lista de nunca acabar de pérdidas en las que cada persona sustrae lo mejor de la pérdida per se y se apropia de los aprendizajes para superar eso que una vez llenó y aportó a la propia esencia.
El efecto de la cultura es inevitable. Crecemos en una sociedad en la que se nos enseña que nos debe definir todo lo externo: la gente y sus opiniones sobre nuestras vidas, o por adquirir cosas materiales. Como si el valor humano pudiese definirlo un carro del año o una casa enorme en una zona cotizada de la ciudad.
“El amor todo lo puede” o “hay que soportar cualquier cosa de la familia porque la familia es primero”, dicotomías poco sanas que se transforman en creencias arraigadas en nuestra psique que fomentan dos cosas. Primero, que se nos olvide que nuestra paz es primero, que está bien alejarse de personas que sólo se dedican a hundirnos porque tenemos derecho a ponernos de primero. Y segundo, por creer que lo externo nos define, experimentar una pérdida resulta catastrófico y nos deja en un pozo sin agua. Indiscutiblemente se podría mejor si se tuvieran más herramientas para manejarlo.
Sin sentido y sin “externalidades” para definirnos, nos veremos obligados a comenzar a llenarnos nosotros mismos. Viktor Frankl lo ilustró mejor: “cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, nos encontramos ante el desafío de cambiarnos a nosotros mismos“.
De las pérdidas, lo que rescato es su simbolismo y su manera particular de alertarnos que “perder mucho” significa la fuerte necesidad que tenemos de “dejar ir”. En presencia de mucho caos –tal como inestabilidad emocional, relaciones poco sanas, poca paz interna–, perder cosas es algo constante. Puede oscilar desde lo más banal, como anillos, prendas y artículos materiales. Estos representan algo para nosotros y al momento de “perderse” indican que su función con nosotros ya fue cumplida. Y también pueden llegar hasta “perder” personas: por decisión propia o porque simplemente se comparten planes y circunstancias diferentes.
Ya sea en ciclos cerrados o inconclusos, lo cierto es que todas estas pérdidas comparten una misma enseñanza: mientras más buscamos aferrarnos, más necesitamos soltar. Primero, la persona debe elegir responsabilizarse para llenar todas las carencias que siente tener. Luego de haberse hecho cargo, se dará cuenta que lo externo que aporta positivamente a su vida no es necesario para definir su propia felicidad. De lo contrario, siempre habrá un enganche que no dejará espacio para entender que lo que nos completa solo puede estar en nuestro interior.
Que no se entienda esta publicación como una forma de propiciar el egoísmo. Lejos de eso, las personas adecuadas agregan un valor sustancial e importante en la vida. Sin embargo, aquí pongo en discusión la capacidad que tenemos de apropiarnos de nuestra propia fuerza para manejar lo que perdemos de una mejor forma. De manejarlo más sano, menos catastrófico. Sabiendo dejar ir, pudiendo cerrar círculos y seguir manteniendo un equilibrio. Somos capaces de hacernos cargo de las emociones que experimentamos y de permitirnos sentirlas en su momento.
Ángeles Martín lo explicó así: “Mientras el sujeto no expresa el caudal de sus sentimientos detenidos, la despedida no tendrá lugar, no será una despedida sincera. Solo cuando el sujeto ha agotado la expresión de sus emociones inconclusas está preparado para decir adiós”.
La felicidad comienza cuando se sabe decir adiós.
Norberto Pérez Arellano /
Excelente publicación Valeria, interesante la reflexión sobre el efecto cultural, así como el análisis de nuestras propias carencias ante una pérdida. Felicidades
Maria /
Me encantó