Por disposición tomada en la Conferencia de Yalta, en el cual los Aliados sellaron el destino de los países ocupados de Europa al final de la II Guerra Mundial, Berlín quedaba en el centro del campo socialista. Era, por lo tanto, una especie de isla capitalista rodeada de tropas hostiles del Pacto de Varsovia y atravesada por el famoso muro, de cuatro metros de altura, construido en 1961.
La comunidad latinoamericana de Berlín, en aquellos días, era minoritaria; formada sobre todo por estudiantes universitarios, uno que otro artista o intelectual y soldados puertorriqueños del ejército norteamericano.
Berlín era en ese momento la capital del espionaje mundial y también, uno de los puntos neurálgicos de la Guerra Fría. Ocupada por varios ejércitos (ruso, francés, norteamericano e inglés), la parte occidental de la ciudad prosperaba y resplandecía. Era una urbe de arquitectura impresionante y fríos glaciales en invierno. Abundaban principalmente los turcos, los árabes y gente venida de todas partes del globo. A pesar del aislamiento, Berlín era cosmopolita y dueña de un movimiento cultural intenso. Con frecuencia la visitaban artistas e intelectuales importantes. El Estado promocionaba un Berlín abierto y multicultural. Tuve, entonces, la suerte de conocer a intelectuales y escritores de todas partes del mundo. Entre ellos recuerdo con especial aprecio al novelista chileno José Donoso, al poeta salvadoreño Roberto Armijo, quien me invitó a París y nunca pude cumplirle la visita. Alguna vez tuve también el honor de saludar a Augusto Monterroso.
El muro, sin embargo, era una realidad cotidiana imposible de olvidar. En un par de ocasiones viví en apartamentos situados muy cerca de ese paredón infranqueable. Todas las mañanas, al salir de casa, me tocaba ver aquella mole gris, atrás de la cual había alambradas, minas antipersonales, torres de vigilancia, soldados y perros. El muro era un inmenso obstáculo de cemento y piedra construido para que nadie abandonara el territorio comunista. Muchas personas, a lo largo de las décadas, perdieron la vida tratando de rebasar aquella muralla.
Si, en aquellos días, uno conversaba con un alemán o extranjero, casi todos coincidían en que el muro era una infamia y tarde temprano caería. Pero los cálculos más optimistas daban al muro varias décadas para mantenerse en pie. Ningún sociólogo, politólogo o científico social fue capaz de vaticinar o, al menos, sospechar que el muro caería en muy poco tiempo y de manera súbita. Sucedió como si la realidad hubiera dado la razón al filósofo Karl Popper y su escepticismo en relación a las posibilidades de conocimiento verdadero por parte de las ciencias sociales. No hubo marxista, a pesar de sus pretensiones de objetividad científica, que pudiera prever el final del bloque socialista y la caída del muro. Esos acontecimientos fueron, literalmente, una sorpresa para todo el mundo.
La caída del muro, en 1989, se precipitó con la estampida masiva de habitantes de Alemania Oriental hacia Hungría donde, en ese momento, era posible refugiarse en embajadas occidentales o irse por bosques y montañas para escapar de la dictadura del proletariado. No había manera de detener a aquellos que huían. El Telón de Acero se derrumbaba sin remedio. Los políticos de Alemania Occidental repetían que la gente de los países comunistas, al escapar por decenas de miles, estaba «votando con los pies». Era evidente.
Cierto día, en medio de aquella crisis diplomática y política, que amenazaba con convertirse en crisis militar, un funcionario de la Alemania comunista dio unas declaraciones nerviosas y ambiguas que dieron lugar a un malentendido de proporciones históricas. El hombre insinuó que ya era posible viajar legalmente al extranjero. Después de esto, esa misma noche, la gente empezó a arremolinarse a ambos lados del muro, sobre todo cerca de la Puerta de Brandenburgo. En unas cuantas horas el muro cayó a martillazos y golpes de pico. En los días siguientes, ya garantizado el paso en la frontera, era común ver grandes cantidades de alemanes del Este pasar al Berlín capitalista. Parecían, sin exagerar, sonámbulos risueños o curiosos salidos de alguna película de horror. El gobierno del canciller Helmut Kohl les regalaba un poco de dinero por persona, como bienvenida. Lo que más hacían aquellos hombres y mujeres, en cuanto cruzaban las fronteras improvisadas, era recorrer las calles sin ton ni son y meterse en los restaurantes, almacenes o supermercados a comprar —con frecuencia por primera vez en su vida— un jugo bien fabricado, una pasta de dientes de calidad, una medicina o alguna chuchería imposibles de encontrar en la Alemania comunista. Durante varios días todo Berlín explotó en una fiesta callejera llena de incredulidad, esperanza y alegría.
Con el tiempo, y luego de la «deutsche Widervereinigung» (reunificación alemana) en 1990, grupos nazis empezaron a aterrorizar por todo el país a la población extranjera. Con frecuencia llegaban en la madrugada a quemar viviendas de inmigrantes. Varias familias perecieron carbonizadas. A veces estos grupos daban palizas gratuitas en la calle a cualquier que no pareciera ario puro. Se hizo evidente, y quedó demostrado, que la mayoría de esas pandillas nazis procedían de la ya extinta República Democrática Alemana. O sea, el sistema marxista-leninista había logrado estimular el resurgimiento de grupos extremistas de derecha en su propia población y ahora se dejaban sentir. Era un problema inesperado. Pero, justo es decirlo, el comunismo estimula al fascismo y viceversa. En cierto sentido, se necesitan mutuamente.
En lo personal, esta etapa ya no la pude soportar. A pesar de la sólida democracia alemana, ser extranjero era cada día más peligroso o, al menos, angustiante. Ya un par de veces me habían atacado en las calles y salí ileso de milagro. Decidimos, con mi pareja de aquel entonces, partir hacia Inglaterra donde estudié y viví una década. Al volver a Berlín, tres años después, apenas la pude reconocer. La ciudad era otra. Berlín es actualmente una ciudad próspera, dinámica, llena de una vida cultural envidiable, donde la ciencia, el arte y el deporte florecen en libertad.
Cuando cayó el muro pensé, como muchos, que eso sería el fin del ideal marxista. Me equivoqué. América Latina ha revivido aquel sistema despótico. Toda Latinoamérica está amenazada por el Foro de Sao Paulo con el apoyo chino y ruso. Por eso es imperativo que nuestras clases políticas sean honestas y verdaderamente democráticas. Por eso es imperativo que nuestras clases políticas sean honestas y verdaderamente democráticas. Si no es así lo podemos lamentar. La mala administración y la corrupción significan abrir la puerta — ¡todavía más!— a la insatisfacción o desesperación de las masas. Los casos de Guatemala y Honduras son emblemáticos. Si los países latinoamericanos quieren evadir tanto a la extrema izquierda como a la derecha fascistoide (Bolsonaro, en Brasil, es un ejemplo) se debe dar paso a políticos demócratas y capaces, dispuestos a luchar por el bienestar de sus poblaciones y no por el suyo propio. Eso plantea la urgente necesidad de marginar del poder a los irresponsables que convierten el Estado de derecho en Estado de desecho. Estados Unidos, a pesar del gobierno populista de Trump, está consciente de esto. Es necesario, pues, inhabilitar a los «políticos» que más parecen miembros de la Cosa Nostra que honorables representantes del pueblo.
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