Con el tiempo, la práctica me enseñó que no es así. Por la naturaleza de la entrevista, necesitaba quedarme a solas con el reo así que decidí enfrentar mi miedo y confiar. Conforme pasaban los minutos, la mirada y la expresión de aquel hombre “agresivo” se tornó más suave. Nunca sabré si eso pasó realmente o si fue que mi percepción cambió al quitarle de encima mis propios prejuicios iniciales. El caso es que el muchacho no me agredió de ninguna manera; simplemente me brindó su relato, se sintió escuchado y tratado con respeto a su dignidad como persona. Se fue agradecido conmigo sin saber que la más agradecida en ese momento era yo. Me había dado una gran lección.
En otras ocasiones, conversé varias veces con un guardia del sistema penitenciario. Me acuerdo que se llamaba Francisco y siempre me hablaba de su familia, de lo lejos que estaba de su pueblo y de su anhelo porque su hijo se graduara de nivel medio. También me contó anécdotas de cuando él era estudiante y de las oportunidades que no tuvo, pero que ahora lucha por darle a sus pequeños. Las personas que a veces creemos violentas, como este tipo de guardias, por ejemplo, son nada más que eso. Son personas con trabajos difíciles desempeñando funciones que los hacen parecer muy duros, pero que al llegar a su casa, se despojan de las armas y de sus uniformes y son seres humanos sensibles con las mismas preocupaciones y frustraciones cotidianas que todos experimentamos.
Lamentablemente, a veces andamos por la vida con un filtro de miedo, a la defensiva o con una mirada catastrófica que nos hace atacar antes de ser atacados olvidando que, en esencia, tenemos más similitudes que diferencias.
Ahora, más a menudo, la violencia se disfraza de confrontación, descalificación, humillación e incluso burla. Seguimos sin tolerar que otros piensen diferente a nosotros. Basta ver los comentarios en las redes sociales donde se pierde la perspectiva original y las personas terminan atacándose por uno y mil motivos ajenos al punto inicial. Lo más preocupante de toda esta violencia es que genera un mundo hostil el cual heredamos a nuestra niñez. Todos los adultos somos, directa o indirectamente, los responsables de la sociedad en la que se forman las niñas y los niños.
No se trata de agradar a todos, pero bastaría con no molestar al vecino, con evitar hacer lo que no nos gustaría que nos hicieran, con no prestarnos para chismes en el ambiente laboral, con no prestarnos a denigrar la imagen de las personas. Bastaría con dedicarnos a vivir nuestra propia vida, y esto ya implica un desafío bastante grande.
Siempre podemos elegir el camino de la no violencia y no digo que sea el más fácil, pero al despojarnos de tantos pesos negativos, definitivamente el camino es más ligero.
Roberto Sáenz /
la regla de oro, no hacer a los demás lo que no nos gustaría que nos hicieran, sin embargo esta regla puede ser que tenga sus matices, ya que hay quienes gustan de que les traten mal. En el fondo todos somos humanos, vecinos de una misma tierra y alumbrados por un mismo sol, cada quien con su cada cual, y sí con emociones y sentimientos, sueños y anhelos. interesante reportaje.
Ernesto Sitamul /
Los prejuicios, nuestros prejuicios, nos hacen mucho daño, que a veces se traduce en una conducta defensiva frente a los demás. Hay que veces que esos prejuicios son inducidos por información (empírica o mal intencionada de terceros) que determina mi comportamiento que respecto a otra persona. Incluso, se da el caso, cuando coloquialmente uno dice: fulano de tal actuó así, porque o andaba buscando quién se las debe, sino quién se las paga.