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Más allá de los pulsos de poder: ¿Cuáles son los límites de las Cortes?

Desde hace unos años, y particularmente en el marco de procesos legales, políticos y sociales puestos en marcha por la crisis institucional de 2015, Guatemala ha vivido cuestionamientos y confrontaciones entre los que sobresale un fuerte debate sobre los límites y funciones de los tribunales de justicia, tanto ordinarios como constitucionales. Se habla –entre otras cosas– de ‘politizar la justicia’ y ‘judicializar la política’, pero resulta que quien politiza y judicializa siempre es ‘el otro’, mientras las posturas propias siempre se presentan como apegadas al derecho y a la razón. Las del otro, en cambio, nacen del interés, del activismo, de la ignorancia, o incluso de la corrupción. Así, entre las urgencias coyunturales, las simpatías o intereses políticos, ideológicos o personales –en principio legítimos dentro de un sano pluralismo de opinión–, no es fácil identificar líneas más profundas y generales relevantes en el debate nacional, ni desarrollar las discusiones con la seriedad, serenidad y rigor que ameritan.

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Esta es una opinión

Manifestantes en defensa y en oposición a Iván Velásquez se increpan frente a la sede de la CICIG. Los policías y observadores impidieron que llegaran a golpes.

Fotos: Sandra Sebastián y Carlos Sebastián

A veces pienso que los guatemaltecos creemos ser un país, una sociedad, excepcionales y únicos, donde se producen situaciones y debates que en ningún otro tiempo y lugar se han presentado. Ciertamente tenemos peculiaridades –algunas muy fuertes–, pero lo cierto es que discusiones como las que hoy nos ocupan no son exclusivas ni nuevas, ni siquiera recientes. Debatir la función y límites de los órganos jurisdiccionales es algo que va al núcleo de otros debates importantes sobre la naturaleza y funciones del derecho, del estado y de la interrelación entre ellos. 

Pienso que buena parte de esa discusión se enfoca sobre aspectos de aplicación, interpretación e integración de la ley. Basta recordar aquellos dichos de ‘hecha la ley, hecha la trampa’, que si se juntan tres abogados hay cinco opiniones, o que la respuesta correcta en derecho es siempre un ‘depende’. Estos reflejan –entre la broma y el cinismo– algo que ha sido común en la práctica jurídica durante siglos y que no necesariamente muestra falta de rigor o de ética: Las normas, instituciones y principios jurídicos no siempre son claros o sencillos en su aplicación a un caso concreto.   

En general, la tradición jurídica de lo que algunos llaman ‘occidente’ se remonta al derecho romano de la antigüedad y a su uso y adaptación en la edad media. Si revisamos las fuentes escritas de aquellos siglos, veremos que ya existían discusiones y opiniones contrarias. Parte de la labor de los juristas, glosadores y demás estudiosos del derecho era dilucidar y fundamentar soluciones a partir de reglas incompletas, ambiguas o contradictorias. La oscuridad o insuficiencia de algunos textos jurídicos, la divergencia de opiniones razonables sobre su significado y alcances, no son inventos ni descubrimientos de activistas o políticos del siglo XXI.

La formación del estado moderno conllevó la unificación y centralización de la autoridad política y su monopolizar la producción de normas. Antes existía un pluralismo jurídico en que las normas se producían de modo disperso, desde distintos centros de autoridad y mediante la costumbre. La idea de estado moderno, en cambio, implica postular que el derecho queda limitado exclusivamente a la ley, entendida como legislación. Con doctrinas como la separación de poderes, la soberanía popular y la representatividad, se acentuaría aún más la idea de que la ley (el derecho) era obra exclusiva del legislador que el juez únicamente podía aplicar, no modificar ni crear. Además, la legislación se entendería como producto racional de la voluntad del legislador, una voluntad clara, completa y coherente. Al ser clara, no necesitaría interpretarse; al ser completa, no necesitaría integrarse, pues en ella no existirían lagunas; al ser coherente, no existirían en ella contradicciones (antinomias). Desde luego, la práctica demostró lo contrario. Pero la teoría respondió formulando reglas para aplicar, interpretar e integrar el derecho (la legislación), siempre dadas por el legislador y obligatorias para el juez, basadas en suponer esa racionalidad, plenitud y coherencia en la obra legislativa. Con eso se buscaba mantener el dogma de que, al final, la interpretación o integración hecha por el juez no era sino aplicación de la voluntad del legislador; que las lagunas y las antinomias no eran sino aparentes, pudiendo siempre resolverse según directrices dadas por el propio legislador racional. Este modelo exegético sería base de la educación jurídica durante décadas. 

Desde 1803 en Estados Unidos, mediante el fallo de la Corte Suprema en el famoso caso Marbury vs. Madison, se fue desarrollando la figura del control de constitucionalidad como consecuencia lógica de la supremacía constitucional: ninguna ley, ningún acto del poder público, puede contrariar la constitución, y es inválido si lo hace. En el siglo XX, Hans Kelsen diseña un sistema de revisión constitucional mediante un tribunal especializado. La influencia de los sistemas americano y europeo de control constitucional difuso y concentrado se extendió por todo el mundo.

Los horrores que vivió la humanidad en las guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX condujeron a un esfuerzo por evitar futuras confrontaciones y –especialmente después de la segunda guerra mundial– asegurar la vigencia a nivel global de derechos humanos fundamentales. Esto llevó a la creación de sistemas regionales y un sistema universal de derechos humanos, con diversos órganos y modelos de control. La guerra fría –que fue muy caliente en algunos lugares, incluyendo Guatemala– supuso nuevos retos para la vigencia de los derechos humanos, que adquieren mayor relevancia en el discurso y la acción a partir de la década de los setenta. 

A lo largo del siglo XX se produjeron cambios notables en la concepción jurídica y política de las constituciones y los derechos humanos. El constitucionalismo moderno (que nace con las revoluciones americana y francesa) planteó las constituciones como herramientas para organizar racionalmente un poder público limitado. La organización estatal existe precisamente para garantizar los derechos fundamentales. Pero más adelante se vio que el propio estado podía violar esos derechos que constituían su razón de ser, por lo que el lenguaje de los derechos humanos pasó de ser una legitimación del estado a ser una herramienta utilizable contra los estados, por encima de ellos. Esto, desde luego, implica modificaciones en la concepción tradicional de la soberanía. Una parte importante de estos cambios es la relevancia que adquieren los fallos y pronunciamientos de los órganos competentes en materia de derechos humanos, como algunas instancias de la Organización de las Naciones Unidas o –en el caso regional para Guatemala– la Corte Interamericana de Derechos Humanos. 

En el pensamiento jurídico se desarrolla la corriente llamada ‘neoconstitucionalismo’, que ve las constituciones como dotadas de una visión ética que exige la justicia como criterio de validez del sistema jurídico. Las constituciones pasan a ser amplias, desarrolladas, incorporando diversos preceptos, principios y valores de carácter preceptivo, aplicables directamente no sólo a toda acción del poder público sino también a las relaciones entre particulares. A su vez, actualmente no se cuestiona que la legislación es insuficiente para resolver por sí misma todos los casos y problemas que se suscitan en la vida práctica. Sin embargo, algunos consideran que más allá de esa frontera se habilita legítimamente la pura discreción del juez, mientras otros opinan que, al pisar ese terreno, el juez sí puede y debe encontrar métodos para fundamentar sus decisiones prácticas del modo más razonable posible. Surgen entonces las llamadas teorías de la argumentación jurídica, que buscan tal fundamentación racional aun admitiendo que puede arribarse a respuestas distintas. Otros intentan renovar posturas más tradicionales que apelan al llamado derecho natural, en sus distintas versiones. 

En Guatemala, las ideas que subyacen al estado moderno se introdujeron con fuerza a partir de la llamada revolución liberal de 1871. Como parte de esa ‘modernización’ del estado se promulgaron codificaciones legislativas para reemplazar las leyes que habían estado vigentes durante la colonia, los primeros años de independencia y el régimen conservador. La codificación en Guatemala –al igual que en otros países– fue no sólo una herramienta de modernización técnica sino de transformación política e ideológica. El Código Civil de 1877 estableció normas para la aplicación, interpretación e integración de la ley, erigiendo la legislación como fuente única del derecho con exclusión de la costumbre y la jurisprudencia. En el siglo XX estas normas se trasladaron a las diversas leyes orgánicas del poder judicial. Algunas de ellas (o sus equivalentes) continúan vigentes en la actual Ley del Organismo Judicial que data de 1989. La influencia del enfoque racionalista y exegético está presente ya desde la exposición de motivos del Código Civil de 1877 –obra de la Comisión encabezada por Lorenzo Montúfar– y, de forma quizá más marcada, en la obra Instituciones de derecho civil patrio de Fernando Cruz, que se convertiría en una importante base de la educación jurídica en el país.  

En materia constitucional, la influencia y desarrollo de las tendencias indicadas se puede observar, en diversos grados, en las constituciones que tuvo el país a lo largo del siglo pasado: las reformas constitucionales de 1927, las constituciones de 1945, 1956, 1965 y 1985. En ellas también se reflejan aspectos fundamentales de la historia nacional, como la revolución democrática de 1944, la contrarrevolución o liberación de 1954 y el conflicto armado interno, el retorno a la democracia con énfasis en la apertura política y la protección de los derechos humanos en 1985. Ya desde la Constitución de Cádiz, las constituciones en Latinoamérica han sido también programas políticos, legitimadoras de regímenes, instrumentos de cambio social. La actual Constitución Política de la República de Guatemala adopta un decidido enfoque a favor de los derechos humanos (individuales, cívicos, políticos, económicos, sociales y culturales), disponiendo además la preeminencia de los tratados internacionales en la materia sobre el derecho interno, y ampliando a su máxima expresión el ámbito de procedencia del amparo. 

Quizá pueda afirmarse que el país ha ido reflejando tendencias globales en materia constitucional y de derechos humanos, pero acogiéndolas internamente desde una tradición intelectual más anclada en el siglo XIX. Desde una mentalidad legalista, formalista, habituada a buscar una supuesta solución única y correcta querida por el legislador, es difícil comprender modelos más realistas de la complejidad del derecho, de su aplicación, interpretación e integración. Las facultades universitarias desempeñan, obviamente, un papel fundamental en la formación de la cultura jurídica. Por otro lado, también es cierto que corrientes como el neoconstitucionalismo, al asignar gran preponderancia al rol del juez, se exponen a cuestionamientos de legitimidad democrática: ¿Quién elige a los jueces? ¿Qué representatividad tienen los jueces? ¿Son una élite profesional que decide temas de trascendencia nacional sin mandato popular directo? En la judicialización de los derechos sociales y otros temas, algunos han visto el fracaso del sistema para mediar y desarrollarlos en la arena política –en los parlamentos, los gabinetes– que es donde en principio corresponderían. Este tipo de debates es hoy común en otras partes del mundo, incluso en países con más sólida tradición democrática y jurídica. En Guatemala, además, incluyen el grave cuestionamiento sobre la legitimidad de los sistemas electorales y de designación de magistraturas, que hoy son de amplio conocimiento y difusión.    

Guatemala tiene el doble y complejísimo reto de abordar debates importantes en materia jurídica, política y social, que no le son exclusivos, pero haciéndolo a la vez que trata de resolver factores nacionales que sí le son propios y que por sí solos plantean obstáculos significativos, incluso peligrosos. Todo puede instrumentalizarse en las luchas de poder, incluso los legítimos y sanos debates de la teoría jurídica y la filosofía del derecho. Pero mientras no estemos dispuestos a reconocerlos y abordarlos con la seriedad que merecen, no pasarán de ser eso: meros instrumentos en la confrontación de todos contra todos, armas puestas en nuestras manos cuyo origen ignoramos. Si el derecho promueve valores como la paz, la libertad, la justicia, nos debemos muchísimo más a nosotros mismos, a nuestros conciudadanos, a las generaciones futuras.

Juan Pablo Gramajo
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Abogado y Notario, doctorando en Derecho. Docente universitario, geek y amante de la música. Fan de Doctor Who y de la torta chilena. Tratando de encontrarle sentido a un mundo y un país cada vez más complejos, sin perder la esperanza. Le gusta hablar charadas y meterle cabeza al asunto


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COMENTARIOS

RESPUESTAS

    Francisco Ramírez /

    06/09/2020 9:18 AM

    Para los Guatemaltecos comunes que no dependemos de las llamadas "cortes", es un mundo de complejidades políticas y jurídicas, enredadas entre si.
    Un grupo de Magistrados que llegan a un puesto sin generar un solo centavo, es un desperdicio perpetuo.
    Algún día los Guatemaltecos despertaremos para exigir verdaderas Cortes, comprometidas con el desarrollo de nuestro país.
    Si por décadas la CSJ y CC no han generado cursos para nuestro país, entonces simplemente ya conocemos la respuesta.
    Puestos públicos, que representan Millonarios presupuestos para asegurar a sus familias, es igual que un Congreso de la República u otro puesto público.
    Los Guatemaltecos que madrugan para llevar el pan a su mesa, qué producen recursos para el Estado son los menos beneficiados de una justicia fallida.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!

    Guillermo Maldonado C /

    28/08/2020 2:43 PM

    En realidad, para los jueces el límite de la función jurisdiccional está previsto en la Constitución y las demás leyes. Y, cierto, debido a la vindicta pública, suelen politizarse los casos de alto impacto y a través de los medios de comunicación se trata de influir en la opinión de los ciudadanos en defensa de los intereses que están en juego. Muchas veces sin importar el daño causado a las víctimas, a la sociedad o cualquier bien jurídico tutelado. Por ello, no gracias Licenciado, los derechos económicos y sociales también son susceptibles de discutirse en los órganos jurisdiccionales y no mediarlos en gabinetes o parlamentos políticos. Por eso, si la Corte de Constitucionalidad dice que los diputados deben nombrar magistrados de reconocida honorabilidad, es porque así lo establece la Constitución y no se necesita un sofisticado sistema interpretativo para entenderlo. ¿Y quien nombre a jueces y magistrados? Lo dice la misma Constitución. Vistos y considerando, el abuso de poder es el que genera problemas, sobre todo si viene de altos funcionarios públicos; no hay un conflicto entre las Cortes, sino que hay un Congreso que se niega a cumplir las sentencias y directivas que la Corte de Constitucionalidad dicta en el ámbito de sus atribuciones regladas. Somos millones de ciudadanos que acatamos a diario tales disposiciones. Nosotros no podemos abusar del poder, estamos sujetos a las leyes y el poder coercitivo del Estado nos las impone. En este escenario, si tal fuera el caso, haciendo un símil [burdo por cierto]con el derecho consuetudinario sajón, el de los precedentes del constitucionalismo estadounidense, James Madison lo encarnan los diputados sediciosos del Congreso, y William Marbury los magistrados de la Corte de Constitucionalidad, cuyos fallos son irrespetados con abuso de autoridad. Para la jurista María Virginia Andrade, “…El Juez Marshall concluyó con su formidable proposición relativa a las Constituciones escritas: «Ciertamente, todos aquellos que han adoptado Constituciones escritas, las consideran como la ley suprema y fundamental de la nación y, en consecuencia, la teoría de los gobiernos de esta naturaleza tiene que ser que un acto de la Legislatura que contradiga la Constitución es nulo. Esta teoría esta esencialmente vinculada a las Constituciones escritas, y consecuentemente, debe ser considerada por esta Corte como uno de los principios fundamentales de nuestra sociedad». Jonson sintetiza la argumentación de Marshall en los siguientes principios: a) la Constitución es una ley superior; b) por consiguiente, un acto legislativo contrario a la Constitución, no es una ley; e) es siempre deber del tribunal decidir entre dos leyes en conflicto; d) si un acto legislativo está en conflicto con la ley superior, la Constitución, claramente es deber del tribunal rehusarse a aplicar el acto legislativo; e) si el tribunal no rehúsa aplicar dicha legislación, es destruido el fundamento de todas las Constituciones escritas…”. Eso es lo que están haciendo en la actualidad la mayoría de los diputados y, con cinismo se pavonean y hacen gala de que lo prioritario para ellos es la piñatización de préstamos y fondos públicos. ¡Esa es la única calamidad publica que nos agobia! No de la que se valen para actuar en despoblado, con premeditación, alevosía y motivos fútiles y abyectos…

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!



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