Mi pasión siempre fue trabajar con mujeres y temas enfocados en la educación.
Después de algunas experiencias laborales, encontré la oportunidad de mi vida en una organización enfocada en crear oportunidades para mujeres indígenas empobrecidas de zonas rurales, relacionadas con mejor educación, acceso a salud y acceso a servicios financieros. Era la fórmula perfecta para romper ciclos de pobreza y crear un sistema sostenible y de empoderamiento para ellas, mi sueño hecho realidad.
Lo interesante de este programa era que el equipo de trabajo estaba conformado en su totalidad por mujeres indígenas, requisito indispensable para poder trabajar y comunicar con la población meta que era maya hablante. Era un grupo comprometido con su comunidad y perseverante para trabajar duro por una sociedad más justa y con igualdad de oportunidades.
Ese compromiso nato, que provenía de sus propias experiencias de vida, daba un sentido de empatía pues eran de las mismas comunidades como las beneficiarias del programa y hablaban el mismo idioma. Ellas conocían más que nadie las necesidades de su entorno.
La organización creció, era un programa muy exitoso. Se crearon más puestos de trabajo, plazas claves y gerenciales. Crecieron también las esperanzas del equipo de liderar este programa, así como el compromiso. Hasta allí, todo era increíble.
El tiempo pasó y los puestos claves se fueron ocupados por personas ladinas, extranjeras y hombres, y con estos nombramientos se desvanecieron las esperanzas del equipo.
¿Por qué ellas no ocuparon esos cargos? Porque no hablaban inglés y tampoco tenían el conocimiento ni las competencias necesarias para desempeñar estos puestos. Esto no fue una responsabilidad de la organización, sino de un sistema de educación fallido. Además de su mala calidad, la “educación” –si así debemos llamarla–, no guarda relación con las competencias laborales que exige el siglo XXI.
Entonces comprendí que las cosas seguirían así. La realidad no iba a cambiar, las personas jamás iban a lograr una posición más alta por la falta de formación y la mala educación recibida. Los cargos de toma de decisión y con mejor remuneración siempre iban a estar destinados para los mejor preparados, y esto no era para las mujeres indígenas de mi comunidad.
Esta realidad es más cruel y desalentadora cada año. Los datos proporcionados por el ministerio de Educación acerca de la evaluación de graduados del año 2017, reflejan logros que solo el 32.33 por ciento aprobó lectura y 9.60 por ciento, matemática. ¿Cómo pretendemos que este país cambie con estos resultados? Si a esto sumamos la pobreza y pobreza extrema en que vive el 59.3 por ciento de los guatemaltecos –en Sololá, el 80.9 por ciento– la situación es deprimente. Tampoco podemos esperar una respuesta de un gobierno débil, ineficaz y corrupto.
Mis esperanzas sigue, mi pasión de trabajar para las mujeres y la educación continúa. Ahora dirijo un programa con un modelo educativo basado en desarrollar seis competencias – pensamiento crítico, excelencia, capacidad de innovar y emprender, voz empoderada, resiliencia y capacidad de crear redes interculturales–. Esto va acompañado de una formación semanal intensiva e intencional a educadoras sobre estándares educativos, desarrollo de contenidos, evaluación formativa, gerencia de clases, creación de grupos estratégicos a través de su nivel de aprendizaje, entre otros.
La población atendida en su totalidad son niñas indígenas de las comunidades de Sololá, los resultados son increíbles y creo que en una década, muchas de estas niñas podrán ocupar puestos claves y tomar decisiones.
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