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Nos vamos del Tercer País Seguro

Es como si me estuviera preparando para mi muerte. Vacío los gabinetes, organizo mis pertenencias, les digo adiós a mis compañeros, sigo mis rutinas, pero ahora con cuenta regresiva: Es la penúltima vez que voy a comer falafel en La Sexta, es la última vez, y así.

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Esta es una opinión

Foto: Carlos Sebastián

La nostalgia es omnipresente. Casi me ahoga. Las pláticas se vuelven tediosas y me canso de escuchar a mí mismo: Sí, me voy, sí, regreso a Suecia, sí, han sido diez años en Guatemala, ajá. Se me acerca gente con la que nunca tuve mucha relación, se calientan viejas amistades. Cierro ciclos y quizás ellos también. 

Para algunos tal vez es un alivio que me vaya. Para mí también es así, en parte. Nunca me desvinculé de mi sociedad de origen. Siempre seguía presente el regreso como una posibilidad y a veces un deseo. Con mucho tiempo en el exilio, aunque sea voluntario, el país de origen de uno tiende a volverse algo exótico, un poco peligroso y a la vez muy atractivo: ¿Será que me atrevo a regresar? ¿Será que es para mí? He vivido con esa curiosidad muchos años y reconocerlo es un alivio. Regreso a Suecia, me dejo llevar por esas ganas de también estar ahí, pero eso también significa apagar un fuego que tenía latente en mí todo este tiempo. Se resuelve un conflicto, se satisface una curiosidad. ¿Y ahora cómo no morir en la monotonía?

Estas dudas existenciales se contrastan en lo más extremo con las verdaderas preocupaciones de millones de guatemaltecos que cada día consideran abandonar sus hogares y arriesgar sus vidas para migrar hacia el norte. Personas que realizan viajes peligrosos y angustiantes con razones muy bien fundamentadas y encima son perseguidas, rechazadas, encarceladas, deportadas, a veces torturadas, vendidas, violadas, y hasta asesinadas. La falta de interés del Gobierno de Guatemala por los derechos humanos tanto en el país como para los migrantes guatemaltecos en el extranjero se siente como una patada en el pecho, y ahora resulta que el gobierno además se ha vendido a Trump para impedir el paso y aplastar a los sueños también de migrantes hondureños y salvadoreños. La solidaridad centroamericana se desvanece ante los caprichos del imperio.

Volviendo al pedacito de universo que me queda frente a la nariz, siento que se acerca el fin, los últimos pasos caminando sobre tierra maya, el despegue del avión, la última vista de Guatemala desde el aire. Desaparezco de esta tierra con la esperanza de haber sembrado algo que le pueda servir a alguien, algo que quizás abone a las luchas, o que por lo menos no contamine. No hacer daño es a veces lo más que podemos aspirar como inmigrantes de la cooperación internacional. Que no haya hecho nada para complicar las cosas para la gente buena que se queda. Porque así es cuando uno se muere: Te vas y la gente buena todavía se queda, lidiando con tus cagadas o sembrando en tu compost. Al morir desaparece el pequeño universo de pensamientos y deseos que eras tú, pero todo sigue igual para el universo grande que nos rodea a todos, a menos que la cagaras muy feo. 

Y así como un fallecido espera volver a la vida metafóricamente en los recuerdos de sus amigos y familiares, así guardo yo la esperanza de un día poder volver a Guatemala. Es decir, volver a la vida como el zombie sueco. 

En cuanto a lo demás, trasciende la noticia que la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) también se va del país, pero no se preocupen. Llegará el día que se acabe con la corrupción y la impunidad en Guatemala, porque la lucha seguirá, porque la lucha nunca dependía de cooperantes ni de apoyo internacional. 

Aron Lindblom
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Antes era inmigrante sueco en Guatemala.


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