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¡Son los impuestos, estúpido!

A principios del 2016, en los pasillos de las Naciones Unidas en Nueva York se respiraba un aire triunfal con la entrada en vigor de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Motivos no faltaban, a pesar de que el mundo seguía viviendo los estragos de la crisis económica, había una luz de esperanza con la adopción de un plan global con 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que abarcaban lo económico, lo social y lo ambiental.

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Esta es una opinión

Una gran serie de Netflix para entender el poder de las multinacionales.

Arte de "Dirty Money".

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Desde su entrada en vigor, se ha hecho evidente que alcanzar las metas planteadas requiere menos retórica y más políticas públicas efectivas que contribuyan a reducir la desigualdad. Y esto inevitablemente implica una inversión importante de recursos. Sin embargo, cuando los ciudadanos de distintos países se movilizan demandando mejoras en la calidad de la educación y la salud pública, pensiones decentes para las personas mayores o que se financie una verdadera transición ecológica, con frecuencia se enfrentan a la misma respuesta: la falta de recursos.

Si en el pasado esta respuesta lograba zanjar la discusión, hoy en día existe una mayor conciencia de que, incluso en los países más pobres, existen opciones que pueden explorarse para generar los recursos necesarios para enfrentar la miseria y la desigualdad. Una de ellas es buscar que las empresas transnacionales paguen los impuestos que les corresponden.

Las empresas han ganado la batalla cultural. Han logrado imponer la idea de que la única manera de incentivarlas a invertir en un país es estableciendo una baja tasa de impuesto sobre la renta de las sociedades (IRS). El resultado ha sido una desastrosa competencia fiscal a la baja con consecuencias devastadoras, especialmente en los países en desarrollo. Estos países dependen en mayor medida del impuesto a la renta de las sociedades. Por ejemplo, en América Latina representa 15,4% de todos los ingresos fiscales, en comparación con el 9% en los países de la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCDE).

Esta competencia les ha traído grandes beneficios económicos, que a las multinacionales no les basta. El sistema fiscal actual también les permite fijar los precios de las transacciones entre sus subsidiarias, garantizando que los beneficios sean gravados en los países donde los impuestos son más bajos y no donde realmente tiene lugar la actividad económica. Así, globalmente, más del 40% de los beneficios obtenidos por las multinacionales son trasladados artificialmente a paraísos fiscales. El costo de estas manipulaciones tributarias es de 240.000 millones de dólares anuales, según un cálculo conservador de la OCDE. En América Latina las pérdidas representan el equivalente de 1,5% del PIB.

Estas prácticas no hacen más que perpetuar la desigualdad. Si las empresas multinacionales no pagan lo que corresponde, no hay fondos para programas sociales, servicios públicos o infraestructura. Además, la carga de la recaudación fiscal tiende a recaer sobre la ciudadanía de pie, normalmente en forma de impuestos regresivos al consumo, como el impuesto sobre el valor agregado (IVA).

Mientras que algunos expertos fiscales, abogados corporativos y responsables políticos buscan mantener las discusiones fiscales a puerta cerrada, la buena noticia es que cada día incrementa el interés de la sociedad civil organizada en estos temas. A nivel regional y global, una red de ciudadanos, instituciones académicas, organizaciones feministas y activistas ha comenzado a movilizarse en contra de las injusticias fiscales.

Se está construyendo un nuevo discurso que aborda las fallas del sistema fiscal, proponiendo soluciones efectivas y viables para una fiscalidad más progresiva que combata los niveles históricos de desigualdad en que vivimos nuestra región siendo la más desigual del mundo.

En Latinoamérica, hemos visto desde movilizaciones exitosas eliminando el IVA a productos de primera necesidad para las mujeres (i.e. toallas higiénicas y tampones) a “youtuberos” explicando los ardides de las multinacionales para no pagar impuestos. A nivel global, un ejemplo es la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional (ICRICT), donde desde el 2015 se promueve un debate público amplio sobre el actual sistema tributario internacional. Estas iniciativas, entre otras, nos han hecho ver que la política fiscal no debe estar excluida del debate público.

La presión conjunta está empezando a dar sus frutos: por primera vez, un grupo de 129 países organizado bajo la tutela de la OCDE han pedido una reforma radical del sistema fiscal internacional, ahora con el respaldo del G20 y del G7. Se busca que las empresas multinacionales no sean consideradas como una multiplicidad de filiales independientes, sino como lo que realmente son: empresas unitarias que se benefician de un mercado global gracias a la integración de actividades que realizan en distintos territorios. Aunque no todos los países en desarrollo están representados en los debates, el nivel de participación actual representa una mejora sustantiva. En la primera ronda de negociaciones solo participaron las naciones ricas y un puñado de grandes países en desarrollo.

Hoy tenemos una oportunidad histórica para construir un sistema tributario más justo, que funcione en beneficio de todas las personas y no sólo para un grupo de accionistas privilegiados. Los gobiernos de los países en desarrollo deben hacerse oír en el debate global. Nosotros, las ciudadanas y ciudadanos, debemos seguir presionando, puesto que, sin justicia fiscal, no hay desarrollo. Parafraseando el famoso eslogan de campaña que ayudó a ganar a Bill Clinton en 1992, repitamos: ¡Son los impuestos, estúpido!


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