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11 Pasos

Así fue como me convertí en un cucurucho secular

Entre visitas con amistades rezagadas, maratones en Netflix, tertulias de horas y cierto aislamiento, concluyó otra Semana Santa. A primera vista, fue como muchas otras que he tenido en mi niñez y adolescencia. No solíamos salir en Semana Santa; a mi familia siempre le gustó el descanso y la paz que representa esta ciudad cuando se vacía. En estos años de mis “early twenties”, no ha variado mucho la rutina.

Cotidianidad Opinión P369
Esta es una opinión

Foto de Wikimedia Commons

Procesión de Jesús de los Milagros, Iglesia de San José

En cuanto al aspecto devoto, mi familia siempre fue mayormente laica. Salvo en mi niñez, nunca hubo tanta reflexión sobre el significado de la semana. Prefería pensar en la semana como una oportunidad para aprovechar a ponerme al día con lecturas atrasadas.

A veces, junto con mi hermano, nos sacaban a ver procesiones. No entendía muy bien en esa mi infancia católica a medias, el significado de ver la Pasión cuando la Resurrección era básicamente el cumplimiento o prueba por parte de Jesucristo de su promesa de vida eterna. O sea, no me gustaba ver imágenes ensangrentadas y a vírgenes llorando, cuando era más agradable pensar en la Pascua. Pero bueno, más que estos detalles teológicos que sólo no entendía tan bien, me molestaba más el dolor de pies de esperar horas entre la muchedumbre a que pasara la procesión. Como niño, me desesperaba.

Pasaron los años y crecí. Me volví un adolescente; especulé y cuestioné la existencia de Dios y de dogmas cristianos. La religión me parecía dañina y era de los pocos dentro de mis círculos sociales que abiertamente no creía. Seguía y sigo, admirando a Jesús, más como ejemplo de lo que debería ser una persona admirable y decente, a la divinidad que representa el ser hijo de Dios. Esto, en un entorno donde la mayor preocupación espiritual de mis compañeros era terminar su confirmación. En este tiempo de rechazo y conflicto, pasó una cosa bastante particular: me gustó ir a ver procesiones. Al no cambiar la dinámica de no salir para Semana Santa, nos volcábamos a la única actividad interesante que la capital ofrecía para esa época. La vista de procesiones. Caminar por las calles del Centro persiguiendo procesiones se convirtió en un verdadero placer. Ver la longitud de las andas, su decoración y las imágenes me daba y me sigue dando, mucha emoción. De repente, se convirtió en una tradición o costumbre. Sigo sin concebir al Viernes Santo sin presenciar las procesiones citadinas.

Hace dos años, unos amigos antigüeños de mis padres nos extendieron la invitación a ir a su casa el viernes a almorzar y ver las procesiones. No había tenido el gusto de ir y me apunté inmediatamente. Terminé yendo con mis padrinos, también amigos de nuestros anfitriones. Al llegar, se nos informó que era tradición de la casa cargar en las procesiones de ese día, huéspedes y anfitriones por igual. Hasta entonces, había tenido una vaga curiosidad por saber qué era la experiencia de cargar. Me parecía y realmente es, una forma de mostrar devoción y expiar pecados, una actividad propia de un creyente y no de un agnóstico como yo. Sin embargo, ya tenía el turno en la mano y me estaban midiendo para ver si no cabría como salchichón en la túnica. Sencillamente, decir que no no era una opción.

La procesión era la del Señor Sepultado de la Escuela de Cristo. Entunicado y ansioso, me aventé a la calle con los amigos de nuestros anfitriones, quienes me explicaron el teje y maneje de la Hermandad, la feroz competencia por los turnos de honor y otras vicisitudes relacionadas a la procesión. No me cupo tanta información en la cabeza y, mientras la procesaba, llegó mi turno. Con algo de miedo, esperé a la campana, doblé las rodillas y me erguí, con el peso del anda en el hombro izquierdo. Pesaba. Bastante más de lo que mis músculos cubiertos de tejido adiposo estaban esperando. Comenzó el tambor.

Con cada paso, me hallé en una situación extraña: tenía la impresión de que no aguantaría el peso, de que caería bajo el anda y que la procesión se iría al trasto por mi culpa. Pero caminando, viendo el cambio de turno, sintiendo el anda en el hombro, oliendo el incienso, pisando el empedrado – y con la pena de que un ser como yo destruyera tan lindas alfombras -  me sentí motivado. Todos los participantes bajaban la mirada y aguantaban el peso por fe. Aunque no la compartiera, podía sentirlo en el hombro y percibir lo que significaba ese acto de fe y contrición para sus participantes. Para ninguno era opción desfallecer.

Y, más temprano que tarde, se acabó. Sonó la campana y cambié con el siguiente cucurucho. Caminando de vuelta a la casa, estaba gratamente aturdido por la experiencia. Pensé bastante en ella. Recordaba las lecturas que había hecho recientemente de Spinoza y, sobre todo, de Miguel de Unamuno, con respecto a la experiencia religiosa. Y llegué a estar en paz con el hecho de que la gente creyera – aunque claro, no cambiaría mi agnosticismo y pasión por la laicidad del Estado. Sólo llegué a entender que estos ritos dan un significado trascendental a la experiencia humana, dando consuelo a muchas almas que no conciben al final de la vida como el final de la existencia.

Pero más allá de la reflexión teológica, me encantó el sentido de comunidad que representa. Son pocas las actividades en Guatemala donde realmente se observa un esfuerzo de personas de todo estrato socioeconómico organizándose por un fin común y lícito. Existe un sentido de propósito en el acto de organizar una procesión y llevarla  a cabo y se vuelve tangible con el peso del anda en el hombro. No había sentido eso antes. Aunque fuera por una serie de creencias que me parecen cuestionables, me hizo sentir muy bien el colaborar en un acto de devoción que tiene significado para otros, y me sentí feliz por haber encontrado una tradición de mi país con la que me identifico.  Descubrir una actividad tradicional que puedo compartir con mis demás connacionales y amigos me dio un gusto enorme. Es uno que pretendo repetir cada año, por contradictorio que sea.

Por eso que me convertí en un cucurucho secular.

Martín Berganza D.
/

Nacido en el 93. Estudiante de cuarto año de Derecho, muy a su pesar. Mantiene una relación amor-odio con su país, siempre con una intensa curiosidad y deseo de entenderlo. Adora la literatura y la historia. Intenta aprender a vivir. @MB1193.


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COMENTARIOS

RESPUESTAS

    Elías /

    15/04/2019 11:32 AM

    Bonito relato. Sin embargo, lograron lavarte la sheca. Pero bien; sigue adelante.

    ¡Ay no!

    1

    ¡Nítido!

    Ángel Ardón /

    09/04/2019 6:22 PM

    Buenísimo artículo. Soy católico porque me hace bien creer en algo y en alguien, sin embargo participo muy poco de los actos religiosos propios de la Iglesia Católica y hasta cierto punto estoy en contra del concepto de religión. Si hay algo que amo apasionadamente de la Iglesia Católica guatemalteca es la posibilidad que nos da de vivir uno de los actos de fe más grandes del mundo, como lo es la Cuaresma y Semana Santa guatemalteca. Amo tanto estas tradiciones que me molesta cuando alguien las insulta, sin embargo, ante este artículo me quito el sombrero pues lo redactó un verdadero profesional que aun siendo agnóstico abordó el tema con total empatía. Saludos.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!

    Roberto Silvestre /

    02/05/2017 10:28 AM

    Excelente artículo, cautivante lectura.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!

    Christian Díaz /

    26/04/2017 8:30 PM

    Que excelente forma de contar esa experiencia, soy católico pero lo de las procesiones me es indiferente como lo decía en el artículo el sentido de la semana santa es la pascua, sin embargo la forma en que un agnóstico cuenta el cómo se sintió lo deja a uno con un buen sabor de boca, es una tradición propia del país y la devoción y el amor con la que viven muchas personas estás actividades es de respetarse por lo menos a los que lo hacen con devoción y no sólo por moda.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!

    Fernando González /

    26/04/2017 4:02 PM

    Excelente articulo. Me atrapo y no me soltó hasta terminarlo.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!

    Marco Miguel /

    26/04/2017 2:01 PM

    Yo soy creyente, odio las procesiones pero no dejás de tener razón, es parte de la búsqueda del hombre por transcender por sentirse parte de algo más grande que se llama de Iglesia, Yo si creo que los creyentes debemos estar con los pobres y encontrar a ese Dios en el otro, otros países son creyentes y sin procesiones y creo que son más coherentes con su fé.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!

    Emilia Castañeda /

    26/04/2017 12:52 PM

    Me gustó mucho tu artículo, comparto el sentir.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!

    Mishelle /

    26/04/2017 12:41 PM

    Gracias por compartir la historia de tu incoherencia. ¡Ojalá más cucuruchos lo aceptaran! En lugar de pretender en un par de cuadras que profesan una fe que en verdad no viven en el día a día. Me gustan tus motivos, pero no olvidemos los motivos de aquellos que con verdadera devoción participan de estas expresiones populares de fe, que como católica practicante, espero que sean la mayoría. Gracias por escribir!

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!

    Flor de María /

    26/04/2017 9:47 AM

    Lo entendíste, de ninguna manera lo hubiese explicado mejor!

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!



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