Cuando documentalistas de temas sociales nos disponemos a contar una historia, a menudo nos perdemos en el análisis más amplio del contexto y acabamos con un ensayo o mapa conceptual lejano a una historia personal que apele a las emociones, que invite a la empatía. Para contar esa historia empleamos una estructura narrativa, y esa estructura nos pide que dejemos de lado pedazos del ensayo para perfilar un personaje con un deseo u objetivo a lograr. Al personaje se le entrecruzan una serie de obstáculos y peripecias que nos mantienen al filo del asiento hasta saber si nuestro héroe logra su cometido o no. Eso, en resumidas cuentas, es el modelo de guión que predomina en el cine. Matthew Heineman, el director de Cartel Land, domina esta técnica: sabe cómo posicionar las piezas para cautivar atención, para lograr suspenso, emoción, sobresalto.
La cámara viaja en manos de su director en el asiento trasero de una camioneta, cuando hombres armados les interceptan en la carretera y abren fuego. La cámara pierde foco y se quema la imagen mientras todos salen de la camioneta a refugiarse. Ya albergados retomamos el foco, algo sacudidos por lo que acaba de pasar. Por asumir riesgos como ese, el IDA le galardona este año con el premio de valentía por asumir riesgos en busca de la verdad.
¿Busca la verdad esta película?
A mis ojos, Cartel Land arranca con una premisa ingenua. Nos presenta con peso de protagonista al personaje del Doctor Mireles –líder de las autodefensas en Michoacán. Tal como haría un western clásico, nos lo muestra como el ciudadano correcto, ético y moral, que deja el consultorio médico de lado para tomar la justicia en sus manos, en vista de que el Estado es incapaz de proteger a sus ciudadanos de la violencia. Lo vemos atendiendo pacientes, en la piscina con su esposa, hijos y nietos. Es el bueno de la historia.
Luego suceden una serie de peripecias: al Doctor Mireles lo meten a la cárcel, no por falla o defecto moral. Se nos deja asumiendo que el arresto sucede porque comienza a pisar callos de intereses tan oscuros como importantes. El bueno sigue siendo bueno, y en él recae el hallar el elixir de la historia. Un señor bajito y panzón apodado Papá Pitufo toma las riendas de las autodefensas michoacanas, y poco después de ese cambio de mando, las líneas divisoras entre los buenos y los malos de la película se vuelven difusas. No queda claro quién juega el rol de narco, quién el de autodefensa, quién el de policía o militar.
Éste debió ser el punto de partida de cualquier proyecto narrativo que pretenda aludir –con valor–una verdad sobre el crimen organizado, no el punto de inflexión a media historia, como pasa en Cartel Land.
Además del tiroteo en que el narrador estuvo en riesgo de recibir un balazo, a lo largo de la trama atravesamos una serie de tiroteos más donde no queda del todo claro quién le tira a quién, ni por qué. Se vuelve, como su material promocional señala, «el salvaje oeste». Territorio apache. Sálvese quien pueda. En una entrevista con Sundance: Meet The Artists, dice Heineman que el mundo en que se lleva a cabo la historia de Cartel Land –es decir, México– es un mundo sin ley. Que no hay cosas que se toman por sentado viviendo en Nueva York, cosas como carreteras, trenes y policías.
Él afirma que no existen leyes quizá porque no las puede ver, ni las encuentra nadie en su documental. Porque Cartel Land retrata la violencia que existe en un nivel muy superficial de un problema que cala profundo en las definiciones más fundamentales de una sociedad civil. En tanto nos alejemos de la superficie y cavemos más profundo, encontraremos que se trata de un asunto de negocios. Política y negocios. Ganancias y dinero. Lo realmente valiente sería seguir el dinero que genera y mueve el crimen organizado. Tocar puertas a ejecutivos, empresarios, abogados, jefes de Estado.
Mi problema con Cartel Land es que su punto de partida es muy simplista. Calculadamente simplista. Llevamos años viendo una amplia producción de libros, notas de corto y largo aliento, programas de televisión y películas en el cine, como para invitarnos –a estas alturas– a partir de la premisa de que en el tema del crimen organizado hay buenos y hay malos. Que los malos son muy, muy malos, empíricamente malos. Y los buenos son muy buenos, y cualquier solución al problema del narco estriba en que el bueno se mantenga incorruptible operando en una definición de bondad que sólo es legible en el contexto de los cuentos de hadas. O los westerns clásicos. Pero no en la realidad.
La verdad está en la realidad.
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