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Las pandillas son la suma de todos los miedos... y de todas las excusas

El artículo “Pandillas de Centroamérica: más peligrosas que nunca”, fue publicado un domingo: el día en que las familias se reúnen y, entre otras cosas, se lee el diario. La versión que circula desde el 7 de febrero en Guatemala es la traducción de un texto escrito originalmente en inglés por Douglas Farah –uno de los analistas norteamericanos que ha colaborado con el conocido sitio informativo insightcrime.org– y aparece en un momento en que la coyuntura política pareciera necesitar, una vez más, de uno de sus principales recursos distractores: el miedo.

Cotidianidad Opinión P258
Esta es una opinión

Tenemos que encontrar una salida a este problema que no implique dejar una alfombra de cadáveres.

Foto: Carlos Sebastián

Los artículos de autores como Farah resuenan no sólo en los medios nacionales centroamericanos, sino también en los corredores de Washington en momentos en los que se discuten temas clave relacionados con la seguridad y los desembolsos de los Estados Unidos para la región. Campañas presidenciales, procesos electorales, el nombramiento de un nuevo ministro de gobernación o seguridad o la necesidad de cubrir el destape de una crisis política, son momentos en que el fantasma de las pandillas reaparece en noticias, artículos, fotografías de portada con el icónico pandillero de cara tatuada, notas en los periódicos y en los noticieros sobre acciones policiales desarticulando clicas, historias que, cuanto más espeluznantes, mejor cumplen su acometido. Nada más necesario, entonces, que recordar que siempre hay un mal mayor, que las cosas pueden ser peores y para eso existen los íconos de la inseguridad –en este caso las temibles maras y pandillas– como representación de la causa única para todos los males de la sociedad.

Farah se empeña, como en otros de sus artículos, en referirse a las pandillas utilizando un lenguaje inflado y sensacionalista, plagado de categorías militares y obviando proveer cualquier tipo de evidencia para sustentar sus afirmaciones; con ello contribuye de manera efectiva a la reafirmación del ícono con frases como la “rápida expansión” de las pandillas y su “oleada de salvajismo”. Al mismo tiempo alude a los “altísimos ingresos” de las pandillas y a que éstas constituyen hoy en día un “ejército de ocupación” en reemplazo de las “estructuras estatales inoperantes”. Además del lenguaje, este tipo de artículos afirma de manera categórica, pero sin evidencia alguna, una serie de relaciones causa-efecto (pandillas-violencia-migración; pandillas-narcotráfico; pandillas-ineficiencia estatal) orientadas no a explicar un fenómeno, sino a hilvanar diferentes problemas a través de un solo hilo conductor, que es el ícono en cuestión. En este caso: las pandillas.

El concepto ‘ícono de la inseguridad’ se refiere al símbolo que en el discurso público simplifica y unifica las complejas causas y expresiones de la situación de inseguridad de un país y que, por su amplia difusión mediática, es aceptado sin mayores cuestionamientos. El ícono de la inseguridad es efectivo en despertar el pánico social y contribuye a legitimar cualquier acción, proveniente de cualquier lugar, que esté orientada a reducirlo o a extirparlo de la sociedad. Para los gobiernos, estos íconos son útiles para dos fines: justificar su ineficiencia y, a la vez, hacer visible su acción ante un público que espera ansioso una muestra de su preocupación por el problema. Dado que estos íconos aluden al pánico moral, no se espera una reacción suave ante ellos; al contrario, la expectativa esta puesta en la fuerza, la intolerancia y la represión. Con el tiempo, cualquier alternativa es desplazada sin importar sus resultados y sus defensores son incorporados al ícono que se combate. Al final, la relación que produce la constante reafirmación de los íconos de la inseguridad es suma cero: o se está contra aquellos que materializan el ícono o se es parte de ellos. Adicionalmente, se producen dos problemas mayores: por un lado, la exacerbación de las características de un fenómeno hace que éste se distorsione al punto de ser transformado en otra cosa, impidiendo así comprenderlo en toda su magnitud y complejidad; y por el otro, al concentrar todas las causas de un problema en un solo fenómeno, se contribuye a que no sean observados otros de igual o mayor importancia.

Las pandillas existen, son violentas y cometen crímenes, eso nadie lo pone en duda; lo que aquí se quiere discutir es el recurrente uso de la versión sensacionalista de las pandillas, el contenido que esa imagen transmite y las consecuencias que tiene. Las pandillas han sido usadas múltiples veces con fines políticos electorales o bien para demostrar que una nueva autoridad ha resuelto un problema. Recordemos aquella propaganda electoral de 2010 en donde el entonces candidato presidencial Otto Pérez Molina aparecía junto a dos pandilleros ofreciendo mano dura contra las pandillas. Al final, ¿quién significó un mayor daño para la sociedad?. ¿El ex presidente Otto Pérez Molina –hoy en prisión– o esos anónimos pandilleros que hace diez años ofrecía eliminar con la mano dura? Recordemos también a Salvador Gándara, Ministro de Gobernación durante el gobierno de Álvaro Colom, quien anunció con bombos y platillos el fin de los asesinatos a pilotos del transporte urbano gracias a la captura del pandillero apodado el Smiley. Este joven de 21 años fue presentado a la sociedad como un “antisocial”, “desestabilizador del gobierno”, “el cerebro de los asesinatos de pilotos” y su persecución y captura tuvo una amplia cobertura mediática. Al final, los asesinatos de pilotos no cesaron, el Smiley fue absuelto en el 2012 por falta de pruebas y Salvador Gándara se encuentra procesado por actos de corrupción.

Dado que es posible que durante los próximos meses seamos testigos de un repentino auge de la cobertura noticiosa sobre pandillas, vale la pena abrir el debate a una visión más critica sobre el fenómeno y la forma en que éstas sociedades lo abordan. Se trata de pensar desde una perspectiva más social para entender el fenómeno de las pandillas.

Partamos de un principio: pandillas existen en cualquier país del mundo y han existido desde siempre. Ser parte de ellas es una de las tantas formas a través de las cuales los seres humanos nos asociamos entre aquellos que consideramos iguales. Esta necesidad de asociación no es muy diferente de la que nos motiva a formar parte de un club de fans de artistas o equipos deportivos, de un círculo religioso, de una fraternidad, etc. Las pandillas tienen ritos, símbolos, lenguaje, creencias, mitos, héroes y mártires, memoria y tradiciones orientadas a construir una identidad que se diferencie de la identidad de otras pandillas. Toda pandilla también define un territorio: el patio de una escuela, una calle, una cancha de fútbol, una esquina, un barrio y ofrece protección a sus miembros a cambio de sacrificio, exige lealtad y solidaridad. Son las mismas reglas que rigen la vida en sociedad, pero de una forma desnuda, cruda y sin solapamientos morales.

El cine, la literatura y las tradiciones urbanas, incluso episodios de nuestra infancia, están plagadas de historias de pandillas. Por ejemplo, se podría escribir la historia de los Estados Unidos siguiendo la historia de sus pandillas: Padillas de Nueva York, Once upon a time in America hasta West Side Story y Mr. T (el primer personaje representando al pandillero afroamericano llevado a una serie de televisión, El Equipo A), entre otros, han sido parte de sus íconos cinematográficos y musicales. El señor de las moscas, un clásico de la literatura norteamericana, básicamente nos habla de la tendencia natural del ser humano a formar pandillas.

Ser parte de una pandilla no constituye un problema en sí mismo. De hecho, los Estados Unidos está plagado de pandillas de todo tipo –y no sólo de migrantes–; sin embargo, esto no implica que éstas sean un problema de seguridad nacional (como en nuestros países), ni que se estén matando entre ellas (al menos no tanto, como en nuestros países), ni que la policía las está matando (al menos no tanto, como en nuestros países).

¿Por qué entonces en El Salvador, Guatemala y Honduras las pandillas se convirtieron en el peor mal de la sociedad y son, consecuentemente, tratadas como tal tanto por sus Estados y sociedades así como a nivel internacional?

La mayoría de analistas y políticas de seguridad se concentran en la dimensión criminal de las pandillas. Para ellos, los pandilleros son criminales por naturaleza, independientemente si han cometido o no algún delito, y la forma de enfrentar esa situación es a través del imperio de la ley y la fuerza. Esto ha llegado en la región a extremos nunca antes vistos, que bordean lo absurdo, además de violar derechos humanos fundamentales. Se ha transitado de leyes antipandillas, políticas de “mano dura”, “súper mano dura”, hasta llegar a sentencias de cortes constitucionales que las definen como organizaciones terroristas. En otros ámbitos, las pandillas han sido declaradas organizaciones criminales transnacionales y se obstruye cualquier iniciativa de prevención o rehabilitación que involucre a dichos “criminales”. Otra consecuencia de esta visión ha sido la proliferación de la limpieza social y las ejecuciones extrajudiciales de pandilleros.

Las causas que dieron origen a las pandillas son diferentes de aquellas que explican su transformación. Es decir, los pandilleros no nacieron siendo criminales ni todos sus miembros lo son. Es el contexto social y económico de exclusión y marginalidad creciente lo que explica que grandes grupos de la población encuentren en las pandillas una forma alternativa de sobrevivencia. Estos países se caracterizan por la precariedad de sus instituciones públicas, fallidas en proveer servicios a la mayoría de la población y en hacer prevalecer de forma legítima derechos y obligaciones ciudadanos. Estas instituciones son, por el contrario, muy exitosas en garantizar la acumulación privada vía corrupción o bien a través de beneficios a sectores específicos que van en detrimento del mismo Estado y del resto de la sociedad.

En estos países coexisten diferentes órdenes sociales: uno institucional formal, lejano y a la vez agresivo para la mayoría de la población; y otro, informal, generado e impuesto por actores violentos allá donde al Estado no le interesa o no puede llegar. En ese contexto, las pandillas constituyen, en mayor o menor medida, un orden social y de vida desde la marginalidad y la exclusión, y es allí donde hemos fallado como sociedad.

Sin embargo, para llegar a esto se recorrió un largo camino que inició durante los años ochenta y que ha tenido diferentes momentos de inflexión. Las pandillas nacieron en los barrios y zonas populares, se transformaron lentamente por influencia de múltiples factores, diferentes en cada país. Lo importante aquí es que las pandillas han sido agrupaciones dinámicas y flexibles que se han transformado como reacción a un contexto social que, durante las últimas tres décadas, en lugar de superar, ha profundizado la marginalidad, exclusión, pobreza y represión que dio origen a largos conflictos armados internos. Durante los años ochenta y noventa, lo que hubo sobre las pandillas fue indiferencia. Ni los gobiernos, ni las sociedades, ni la cooperación internacional se preocuparon de que las pandillas emergían como resultado de décadas de violencia, pobreza y exclusión. Para los primeros años del dos mil, los gobiernos de post-guerra debían dar cuenta de una creciente criminalidad y de una sociedad que demandaba servicios sociales. Los gobiernos ya no tenían la excusa de los conflictos armados ni de la firma de la paz para justificar su ineficiencia. La ola de políticas y leyes antipandillas contribuyó decisivamente a la transformación de las pandillas llevándolas a una posición defensiva, ya no sólo frente a sí mismas, sino frente a una sociedad que cada vez más las condenaba a muerte sin ningún tipo de derechos ciudadanos y que comenzaba a utilizarlas como chivo expiatorio de todos sus males.

La insistencia en abordar el fenómeno de las pandillas únicamente desde la perspectiva criminal ha llevado también a la radicalización de las políticas de seguridad, la limpieza social y el descontrol de las fuerzas de seguridad para enfrentar el problema. Mientras más se edifica la imagen de las pandillas como la suma de todos los males de la sociedad, más se radicaliza la sociedad misma. Se aplaude la muerte de pandilleros, proliferan los grupos de limpieza social, se queman centros carcelarios de pandilleros (como lo ocurrido en Comayagua, Honduras, en 2012) o se masacra jóvenes pandilleros o supuestamente pandilleros como ocurre en El Salvador.

Un pandillero de El Salvador una vez explicó con toda simplicidad el tema del control territorial de las pandillas: “Se dice que somos un problema porque nos hemos tomado los territorios, cuando fueron ellos (el Estado) quienes hace años los dejaron abandonados”. Más que ser “fuerzas de ocupación”, como las define Farah, las pandillas nacen y se reproducen en los territorios de la marginalidad social y económica; es ahí donde demarcan el espacio simbólico de su protección, de su identidad, memoria y poder. Las pandillas no “toman” una comunidad, las pandillas son el resultado del contexto en donde las comunidades coexisten. Una vista más cercana al mundo de las pandillas revela que la supuesta brecha existente entre comunidad y pandilla es relativa. Las pandillas son parte de la comunidad, son familia, amigos, hijos y padres, y constituyen el eslabón más excluido del tejido social, incluso al interno de las mismas comunidades. De esa cuenta, pelear por el territorio se convierte en un asunto de sobrevivencia.

El otro aspecto que requiere una perspectiva crítica es el vínculo de las pandillas con el crimen. El argumento dominante es que las pandillas son criminales por naturaleza y sólo tienden a una mayor incidencia y expansión en la violencia y la delincuencia. Una perspectiva más amplia y asentada en el análisis social, argumenta que la mayor incidencia de las pandillas en la economía ilegal y el delito depende de las oportunidades que el país ofrece para ampliar el margen de participación en dichas actividades. Las oportunidades de participación en la economía ilegal, al igual que la sociedad en su conjunto, se estratifican de acuerdo a las cuotas de poder y prerrogativas que las personas y grupos sociales tienen. Por ejemplo, un exmilitar con acceso al poder que ofrece la administración pública puede llegar a controlar varias y extensas redes de corrupción, incluso siendo Presidente de la República. Empresarios con suficiente poder económico pueden contratar bufetes de abogados que facilitaran la evasión de impuestos y el lavado de dinero que eso requiere. Narcotraficantes pueden acumular dinero y poder para comprar (o aniquilar) voluntades que garanticen la rentabilidad de su negocio. Esta cadena desciende por toda la estructura política, social y económica, de tal manera que cada grupo se adapta con sus posibilidades y limitaciones. El acceso al mercado laboral no garantiza el no participar en la economía ilegal. De hecho, los ejemplos anteriores dependen de un acceso bastante sofisticado al mercado laboral, para entonces acceder a la economía ilegal.

Ahora bien, hay grandes grupos de la sociedad que no pueden acceder al mercado laboral o acceden en condiciones precarias, de explotación y ausencia de toda garantía de respeto de los derechos laborales. Es decir, la población que vive en la marginalidad. Y las pandillas son parte de los últimos eslabones de la marginalidad. Para nadie es un secreto que a las personas, especialmente jóvenes, provenientes de barrios y colonias catalogadas como “rojas” se les niega el acceso a un trabajo por el solo hecho de vivir en esos lugares. En estos países no se necesita tener un tatuaje en la cara para ser perseguido por la policía y ser expulsado del mercado laboral. Esta situación de vulnerabilidad socioeconómica ha persistido por generaciones completas sin presentar una mejora significativa, llevando a más personas a buscar formas de subsistencia a través de la informalidad económica, del auto empleo y, en casos extremos, de la economía ilegal.

En efecto, la extorsión, el robo y la venta de drogas al menudeo son actividades ilícitas en expansión pero, a diferencia de como lo plantea Farah, no son exclusivas de las pandillas. Los ingresos generados por las pandillas, a diferencia del crimen organizado, pasan por un extenso sistema de redestribución que abarca desde los líderes en prisión hasta sus miembros en los barrios. La pandilla es un ente colectivo, un grupo que sustituye las estructuras básicas de la sociedad dañadas por décadas de violencia.

Para Farah, el hecho de que las pandillas cuenten con automóviles, teléfonos satelitales y drones las hace ser sofisticadas organizaciones criminales. Todos éstos son artículos a los que se puede fácilmente acceder sin que eso signifique ser un sofisticado criminal. Si las pandillas se han hecho más violentas y han ampliado su nivel de participación en la economía ilegal no se debe a una “razón maligna” inherente a todas las personas que forman parte de ellas. Más bien, ha sido la incapacidad del Estado de generar condiciones favorables para la inclusión social, especialmente de aquellos grupos marginados y excluidos tanto económica como socialmente. Por el contrario, la opción ha sido el uso de las políticas de mano dura (formales e informales), que, si bien son rentables políticamente, sólo han incrementado los niveles de violencia y han sido un factor que explica la “sofisticación” de las actividades delincuenciales de las pandillas y sus estrategias de sobrevivencia: cambio de códigos de vestimenta y lenguaje corporal, evitar el uso de tatuajes, mimetización en diferentes estratos sociales, etc.

El delito es una acción individual y debe ser juzgado como tal. El crimen organizado, al igual que la corrupción, es el resultado de diversas acciones criminales individuales hechas de forma coordinada por un grupo de personas. En el caso de las pandillas, tanto las leyes antipandillas como la percepción de la población, atribuye al grupo social la acción criminal, es decir, el solo hecho de ser o parecer pandillero constituye en sí un delito o un hecho social digno de ser castigado, sin tener evidencia de la comisión de un delito individual. Por esa razón, en nuestra sociedad el ícono de la inseguridad se materializó en leyes destinadas a reprimir grupos sociales en lugar de acciones criminales individuales.

¿Hasta dónde se insistirá en alimentar la persecución de grupos de la población en lugar de atender las causas que los empujan a la violencia y la economía ilegal? En El Salvador, la larga trayectoria de la “mano dura” solamente ha tenido una pausa de 18 meses que permitió reducir los homicidios a niveles nunca antes vistos. Si el objetivo es salvar vidas, entonces se alcanzó. Actualmente, al contrario, el objetivo parece ser acabar con las vidas. En Guatemala, la tolerancia a la limpieza social permeó instituciones y gobiernos. La misma situación ocurre en Honduras, donde la muerte es el mejor recurso para resolver los problemas.

Parece que no aprendemos nada y que una vez más la balanza se inclina a fortalecer la idea de que acabando con las pandillas se acaba con las extorsiones, los homicidios, las violaciones, los robos, el lavado de dinero y hasta el narcotráfico y la migración. El miedo social se convierte en odio social y las pandillas han sido representadas por analistas y medios de comunicación como la encarnación de dos poderosos miedos: el miedo al crimen y el miedo a la marginalidad.

Para encontrar una salida a este problema sin dejar una alfombra de cadáveres, vale la pena que nos volvamos a preguntar: ¿Son las pandillas el mal de estas sociedades, o son el resultado de los males de estas sociedades? Parafraseando a Einstein, evitemos esta locura de hacer lo mismo una y otra vez y esperar con ello resultados diferentes.

Ojalá que el debate permita que analistas como Farah y los medios que los reproducen den cabida a otras perspectivas para dejar de tirar a matar, como gatilleros de medios y centros de análisis.

 

* El artículo “Pandillas de Centroamérica: más peligrosas que nunca” puede encontrarse siguiendo este enlace.

Otto Argueta
/

Historiador, interesado en buscar en la historia explicaciones a problemas presentes, especialmente aquellos relacionados con la inseguridad, el crimen y la violencia. Curioso por conocer de todo gracias a una incorregible dispersión de intereses.


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COMENTARIOS

RESPUESTAS

    HOYPORHOY /

    18/03/2016 4:15 PM

    Efectivamente hay un interés velado en simplificar nuestros problemas sociales a lo más evidente y fácil de atacar. No nos olvidemos que somos un pueblo poco educado y por décadas se nos ha enseñado a mirar hacia otro lado, además de culpar, estigmatizar y penalizar todo lo que se sale de la "normalidad". Creo que efectivamente los ataques recientes son o han servido como distractores. Es importante no dejarse engañar o confundir por algunos pseudo periodistas/analistas que nos venden lo mismo con otro empaque.
    Gracias por el análisis.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!

    Pedro Marroquín /

    15/03/2016 5:56 PM

    Tu artículo peca de lo mismo que criticás: falta de referencias y fuentes fidedignas, hacés relaciones causa-efecto.-causa y sacas conjeturas muy subjetivas. Todo sociólogo querrá ver la fotografía más amplia y que incluya mas elementos para su análisis y no una mera simplificación del problema como lo hace en el artículo de insightcrime.org. Lo que me parece raro, es que nómada igual ha utilizado información de insighcrime.org para describir el tema del narcotráfico y como está vinculado con los políticos locales (la mayoría de veces sobre Baldizón y otros personajes locales). Al final no todo lo que se dice en insighcrime.org es malo, o si?

    Volviendo a los hechos, no se sorprendan que justamente hoy se desate el debate sobre las pandillas, el motivo: el asesinato de un pobre maestro en Santa Rosa.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!



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