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11 Pasos

Mis amigos, los vestidos

Un miércoles llegamos siete bañistas al matorral que conduce a la playa Cueva Las Golondrinas en Manatí, Puerto Rico. Donde termina el asfalto y comienza la maleza, nos recibe un señor mayor sin algunos dientes y con pinta de querer cobrar uno o dos dólares por estacionar nuestros autos en la vía pública. Yo que voy detrás solo alcanzo oír el final de lo que nos decía, algo así como: ahí la gente se quita la ropa.

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Atravesamos la maleza caminando, los siete uno detrás de otro en fila india. El trayecto está más o menos delineado, en cuestión de unos minutos llegamos al mar. El suelo de la playa es pedregoso, y el agua no tiene profundidad para bañarse cómodamente. La cueva en sí es muy bonita, pero quienes más la disfrutan son las golondrinas.  La corriente es traicionera y los erizos no permiten el paso descalzos.

Admirando la cueva y la línea del horizonte, pasa por mi vista periférica una figura humana sin contraste entre tono de piel y vestimenta alguna. Recuerdo las palabras del señor sin dientes, y resisto el hábito involuntario de voltear a mirar. Sigo con mi trámite de acomodar las cosas, tomar una cerveza, sentarme a conversar con mis amigos. Los vestidos.

Al cabo de una hora, calzo zapatos y subo por encima del techo de la cueva.  Allá arriba, las olas dan contra la roca con fuerza, y luego el agua se escurre por el suelo arrugado y filoso, dejando pequeños charcos aquí y allá.  Justo cuando más disfruto de a solas con el mar, una voz me grita.

-¡Mira! ¿Esta es tu primera vez aquí en esta playa?

Volteo y tengo frente a mí, bajo la sombra de unos árboles, al hombre sin contraste entre tono de piel y traje de baño.  Mantengo el metro y pico de distancia, y le contesto con la naturalidad de alguien que habitualmente vacaciona en colonias nudistas. Pero por dentro sospecho que este encuentro podría ser el preludio de un problema, y comienzo a tantear posibles soluciones en caso de que, en efecto, el acercamiento de este señor no sea precisamente bien intencionado.  La imaginación no me alcanza para concebir una salvación triunfal.  Las olas chocan fuerte contra la cueva bajo mis pies, y quien sabe si mis amigos me oyen desde acá.

Por suerte, el acercamiento del señor de bronceado uniforme desemboca en una amena conversación.  Me dice que mis amigos lo miran raro, pero que él y un pequeño grupo llevan 19 años viniendo a esa playa a tomar el sol tranquilamente. Desnudos. En resumidas cuentas, me aclara que los desubicados en esa playa somos nosotros, los vestidos.

Doy medio paso hacia delante (muy medido) accediendo a su plática, y le hago preguntas.  ¿Por qué comenzó a venir aquí hace 19 años?  Jeffrey –así me dijo que se llamaba— modelaba en una agencia en San Juan, y venían a esta playa retirada de la capital a broncearse sin marcas de traje de baño.  Jeffrey modelaba ropa.  Ya no.  Desde que tuvo un accidente de carro, en una corveta, ya no se broncea por trabajo.

Esa tarde conocí toda una serie de peripecias que la comunidad nudista de Golondrinas había enfrentado en años recientes, a medida que la playa se daba a conocer más. Bañistas llegaban y huían escandalizados. En más de una ocasión, ciudadanos pudorosos llamaron a la policía a poner la queja.  Incluso, la presentadora de un programa mañanero, Entre Nosotras, hizo un reclamo al aire, acusándoles además de actos sexuales en público, cosa que --dice Jeffrey-- es invento amarillista. El oficial que respondió a la queja televisada resultó ser un nudista de otra zona.  La semana siguiente, Jeffrey fue a encontrarse con el guardia y su esposa a tomar el sol en una playa nudista de Hatillo. Entre una anécdota y otra, Jeffrey me dice que debe regresar a donde dejó sus cosas… “no me gusta dejar la pistola sola”.

Jeffrey no es un nudista a secas, es un nudista armado.  Heme aquí, conversando con él, un miércoles después de Día de Reyes, como si mi pan de cada día fuese coleccionar armas y tomar el sol en pelotas. Lo sigo de regreso a la playa, bajando por un camino mucho más fácil que el que yo tomé para subir al techo de la cueva, trepando piedra como alpinista amateur. Abajo y a la vista de mis amigos, seguimos la plática.

Una vez llegaron dos mujeres y, como suele suceder, lo miraban raro.  Se fueron de la playa y al cabo de un rato regresaron buscando algo en la arena. Un algo que Jeffrey asumió debía ser importante, una no iba a irse y regresar por ese camino de maleza y uvas playeras para recuperar un papel insignificante ni cualquier porquería.  Con ánimo de ayudar, se les acercó, pero por cada paso que daba Jeffrey las mujeres daban cinco para alejarse. “Cuando se fueron, yo saqué mi detector de metales.”

Detector de metales. Jeffrey se broncea en la playa nudista con pistola y detector de metales.

Con dicho detector de metales, desenterró de la arena, bajo el agua, unas llaves de un carro. Salió a la calle buscando a las mujeres, que lejos no podrían estar sin las llaves de su auto.  Al verlo de nuevo, se asustaron y él las increpó: ¿Por qué tanto miedo a un hombre desnudo?

Tuvimos una larga conversación Jeffrey y yo sobre la desnudez en espacios públicos, y lo que supone para hombres y mujeres desnudarse en lugares donde no hay un código de normas preestablecido, como en el caso de una colonia nudista.  Fue inesperado ver que también él llegaba a sentirse vulnerable, si aparecían personas que reaccionaban agresivamente a su nudismo. Por eso tenía un machete escondido en el matorral.“Afilado como una hoja,” me dijo, modelando su arma blanca.  Modelo retirado, nudista golondrino se broncea frente al mar con pistola, detector de metales y machete.

Yo le di el beneficio de la duda al nudista que se me apareció entre el follaje, y me dio buen resultado la decisión.  Pero en un contexto cultural donde todavía queda mucho que madurar con respecto a género y sexualidad, es entendible que la gente se asuste al topar con los nudistas en Golondrinas.  El mes pasado, regresé a saludar a Jeffrey. Ese domingo de marzo, él vestía una zunga.  Se acordaba de mí.  Me contó que el domingo anterior hubo barbacoa en la playa y un juego de volleyball, los nudista contra los vestidos.

Patricia Benabe
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Original de Puerto Rico, residente en Nueva York. Documentalista. Escribe. Aficionada a la lectura y la foto. Acumula discos, millas de viajera frecuente, amigos, y papeles. Estudió literatura hispánica en Nueva York y guión en Madrid.


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