La Brigada, Mixco

El hijo de la mamá constante

Una madre de cuatro hijos y esposa de un pandillero preso de la Mara Salvatrucha, lucha porque su hijo mayor, de 17, se salga de la pandilla.

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Textos: Elsa Cabria y Ximena Villagrán
Fotos: Carlos Sebastián y Sandra Sebastián

“El problema viene de la casa: se han dedicado a engendrar pero no a educarlos”
Sacerdote en Santa Rosita, zona 16

“Los padres tenemos la culpa de que nuestros hijos se arruinen o triunfen”
Sara Zelaya, residente en La Brigada.

“Los niños están solos, los papás ven a sus hijos dormidos y así las pandillas jalan a los niños en la calle”
Patricia Carpio, directora Escuela Mezquital I

“El daño no está en las pandillas, está en los hogares”
Elubia Velásquez, coordinador Glasswing en El Mezquital, Villa Nueva

“Eso [la violencia] empieza desde la casa”
Brayan Ramírez, joven de El Carmen, Santa Catarina Pinula

Antonio huyó de la casa. Su madre, Sheila, se fue detrás con su padre y su cuñado a poner la denuncia a la subestación de policía de la colonia donde viven en Mixco. Una patrulla fue a buscar al adolescente con la familia. Pidieron ayuda a unos soldados.

Cuando lo quisieron agarrar, Antonio echó a correr, dice su mamá chocando sus manos marcando la velocidad del rayo. “Oiga, su hijo parece conejo, debería de ponerlo en una maratón”, dice que le dijeron los militares.

Eran más de las doce de una noche imprecisa de 2015 y la familia decidió regresar a la casa. Pero al ver la cama vacía de su hijo, se puso un suéter, una chumpa y una gorra y echó a andar sola en su búsqueda. Cruzó por el mercado Belén, bajó por la avenida que recorre la ruta de la camioneta 40R, la más peligrosa del área metropolitana, hasta llegar a la colonia 1° de julio.

–¿Por qué estás llorando?, le dijo un charamilero.

–Mi hijo se fue de la casa, le respondió.

–¿Y era bueno?, le volvió a preguntar el vagabundo.

–Sí, es buen niño.

El hombre le dio Q10 y Sheila siguió caminando. Entonces, le habló a Dios.

–Diosito lindo, con todo lo que yo te amo, devolveme a mi hijo, todo va a cambiar.

Sintió pasos detrás suyo. Eran más de las tres de la mañana y un muchacho con pantaloneta blanca, playera blanca y calcetines altos se le quedó viendo. Era su hijo. Y la fue a abrazar.

Desde 2013, Antonio está metido en la Mara Salvatrucha (MS). Técnicamente, no ha salido, aunque ya no lleva la cabeza rapada y los pantalones caídos y anchotes. Como su padre, que está preso desde que él tenía tres años. Como su tío, que está muerto. Como dos primos de su mamá, que están presos. Todos son de la mara, dice Sheila.

Mamá constante

Mamá Constante. Así le dicen a Sheila, madre de cuatro, en la escuelita donde su hijo pequeño estudia primero básico. A las once de la mañana, esta corpulenta mujer de 34 años, sale de la cocina del centro, sale con la cola de pelo apretada y pants y platica con la cocinera sobre su vida. Hoy su hijo pequeño no está, pero ella se la pasa en la escuela. Por eso le dicen ese apodo.

No tiene amigas en el centro, pero confía a ciegas en las maestras y en la directora, las conoce a todas. “Yo a veces aburro: estoy en la puerta y pregunto: ‘mire seño, qué dejó de tarea, cómo está mi hijo”. A Mamá Constante la conocen por ese apodo hasta en el instituto de sus hijos porque a veces llega a estar con ellos en el recreo.

“Yo les digo: no quiero que acaben con su vida”.

Mamá Constante tuvo para elegir cuatro escuelas en la colonia Belencito, pero ella prefirió la escuelita de La Brigada. Es donde estudió ella, porque vivió en la colonia diez años, y donde estudiaron todos sus hijos. “A mí no me importa nadie”, dice desafiante, “sólo me importan mis hijos”.

Hace quince años, se quedó sola con ellos. Su marido entró en prisión por robo agravado. Y ya dentro de una prisión de máxima seguridad, le salió otro proceso por homicidio culposo. Fue condenado a 34 años. Él la apoya porque trabaja de panadero y repostero en la cárcel y hace serigrafía. Pero hace nueve años, Sheila empezó a viajar a México. Tres visas tuvo. Iba a comprar mercadería de aseo personal y la vendía en Guatemala. “Me cegaba el dinero”, dice culpable esta mujer que fue madre por primera vez a los 19.

Hubo un tiempo en que también vendió productos de higiene personal de puerta en puerta, recuerda mientras muestra su último pasaporte. Y para sacar a sus hijos adelante, tenía que viajar constantemente. “A mí me gusta experimentar, ser libre”, dice entusiasmada.

Por su trabajo, dejaba a sus hijos solos durante semanas. Aunque vivían con la abuela y con la tía de los menores, ella sentía que no era lo mismo. A los 14 años, Antonio ya fumaba marihuana y tomaba, andaba en la calle con muchachos como él que le estaban entrando a la MS. Hace dos años, su mamá fue consciente: “Estaba perdiendo a mi hijo”.

Sheila se casó antes de que su pareja entrara a la MS. Por eso conoce bien el esfuerzo que su hijo Antonio trata de hacer ante los ojos de su madre. Cuando su marido ingresó a Fraijanes II, ella iba mucho a visitarlo. Ya no. Pero él sabe qué pasa con sus hijos fuera y los mantiene alejados de la MS. “En ese sentido él es gente, sus homies son bien aparte, ha tratado de mantenernos a nosotros a distancia”, dice ella, que es muy crítica de las pandillas por los cuatro familiares que ha perdido.

La noche que Sheila perdió a su hijo Antonio durante horas no era la primera vez. Y no iba a ser la última. Una noche, hace casi un año, le pegó tan fuerte en un regaño que le dejó hinchada la rodilla y llegó la policía de la gritadera. Unas horas antes, ella estaba en México, llamó por teléfono y uno de sus hijos le dijo que Antonio estaba dormido. Pásemelo, insistió. Fijate, mami, que se fue de la casa, le dijo. Abandonó México a toda prisa y cuando llegó a las seis de la mañana, ya estaba él en casa. Qué tal, mami, le dijo Antonio, aquí estoy, fresco, recuerda su madre remarcando la ese.

Del coraje, mandó a su hijo mayor a comprar agua y revisó su mochila. Tenía una bolsa grande de marihuana, dice haciendo el gesto de un puñadito. “Era porque él andaba con malas personas y le habían dado la bolsa para que él la cargara”. Le dio una paliza tal que cuando llegó la policía les espetó: “¿Qué quieren: que él vaya a matar a alguien o que lo mate yo? Es mi hijo”.

El año pasado hizo su último viaje. Fue a Tampico, en Tamaulipas. Cuando regresó, dejó las maletas y preguntó por Antonio. No está, mami, le dijeron sus hijos. Salió a buscarlo y lo encontró con unos chavos que no son buenas personas, dice ella. Dejó los viajes y se quedó en casa. “Si me voy, tengo dinero. Pero y el dinero de qué me va a servir si no voy a tener a mis hijos cabales”. Ahora tiene el mismo trabajo y cobra el mismo salario. Dejó en manos de otras personas para que sean ellas las que viajen a México y luego distribuye los productos entre los vendedores locales.

Una llamada telefónica interrumpe la conversación con Sheila.

–¿Aló? Tocá mijo, tocá la puerta, aquí estoy adentro de la escuela. Estoy ocupada. Vaya, hijo. Te tardaste mucho, no te viniste en bus. Va está bueno, tocale ahí (el timbre), vaya mijo.

De pequeño, Antonio le decía a su mamá que él nunca la iba a dejar. El adolescente que huyó tantas veces es un flaco de 17 años que entra chiveado a sentarse junto a su mamá una mañana de junio de 2017. Tiene cara de niño bueno, salvo cuando mira de frente. Con su pelo café de medio lado, parece niño de confirmación, con la camisa abotonada hasta arriba y su pantalón formal de tela. Pero si mira a los ojos, observa con la picardía del que ha vivido más rápido de lo normal. Les digo que te logré rescatar a tiempo, dice Sheila al presentar a su hijo.

Antonio está en el cuadro de honor de su colegio. Antonio está amenazado de muerte.

Antonio no es su verdadero nombre. Tampoco Sheila es el de su mamá. Pero la amenaza es real. La intención de este joven de salirse de la MS no podía ser tan simple: de la pandilla uno sólo sale si se mete en la iglesia, si acaba en el hospital o muerto. “Está amenazado de muerte porque él no quiso quedarse con ellos, él tenía amigos entre comillas”, dice su mamá.

Desde la amenaza, que no aclara cuándo fue, el hijo de Mamá Constante sale casi siempre en bus de su colonia, ya no va a pie. “Por precaución, sólo por precaución”, insiste la mamá.

El hijo permanece con la vista anclada en el pupitre. Habla poco, pero conciso.

–¿Por qué te metiste en la MS?, le preguntamos.

–Esa vida es tuanis, esa vida es la mejor.

–¿Por qué es tuanis?

–Esa vida es bonita. Pero a la vez prefiero seguir estudiando y tener dinero por cuenta de bien.

Este chavo que dice querer un futuro, lleva dos años tratando de salir de la pandilla. “Me ha costado”, admite mirando al piso. “Este año me propuse tratar la manera de cambiar y de saber agradecer lo que mi mamá me ha dado”, agrega el joven de casi 18 que estudia perito mecánico y automotriz. “En realidad, a veces les hablo todavía…”, dice dejando por una milésima de segundo un silencio.

Su mamá está sentada junto a él, entonces reformula la idea: “Pero después de la semana pasada ya no, porque tuve unos problemas otra vez con mi mamá y para evitar todo eso, mejor ya no les hablo”, dice.

Sheila comprende por qué su hijo mira tuanis a su pandilla. Ahora mantiene una relación de lejos con la MS, pero también ella estuvo ahí. “Yo [a mis hijos] les hablo claro: esa vida es muy bonita porque nosotros la vivimos jóvenes, pero ahora estar en esa situación es decir: ah, me van a matar. Yo les digo a ellos: quiéranse”, dice aunque la MS le ayudó económicamente cuando su marido entró en prisión.

“Yo no sólo digo: mi hijo es marero, yo le voy a apoyar (…) Si nosotros ya sufrimos, por qué vamos a permitir que haya sufrimiento en otra familia”, reflexiona esta madre que mantiene a sus hijos en la casa.

La mamá de Antonio cree que ha cambiado. “Él tenía aspecto de malandrillo: pelón, con sus playerotas, sus pantalonetonas”, evoca con la sonrisa cómplice de su hijo. “Yo le dije: mira vos sos el papá, sos el ejemplo, no queremos que los bebés vayan a vivir lo mismo que nosotros”.

Mamá Constante a veces no tiene para comer. Le pasó a principios de junio. “Estudien, les digo. Somos pobres, porque a veces nos conformamos con lo que tenemos. Yo les digo: ustedes ambicionen, no miren para atrás”.

En 2015, Antonio fue por primera vez a un encuentro de la iglesia evangélica Lluvia de Gracia. Alguien le había regalado unas pulseras días antes de la actividad y el pastor al verlas, le dijo que estaba amarrado. Lo invitó a dar testimonio de su vida difícil. Bailó, cantó y tras hablar de sí mismo, vomitó una bola de pelo. “Ahí andaba todavía en la calle”, dice el hijo adolescente. “El encuentro sí me ayudó bastante, pero igual no cambiaba la mentalidad que tenía… Hasta ahora”.

–¿Prefieres la pandilla sabiendo lo que representa?

–No. Los homies están mientras estás bien. Cuando estás mal, ahí es donde ya viene todo a cambiar.

El hijo de Mamá Constante quiere ir a la universidad a estudiar ingeniería mecánica.

–Y mire, aquí está. A veces, se porta rebelde, pero es mi hijo.



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