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11 Pasos

El nuevo enemigo interno de Donald (parte 2/3)

Necesitamos explicar a nuestras sociedades guatemalteca, centroamericana, latinoamericana, por qué llegó a ganar alguien como Donald Trump que empeorará la vida de tantos seres humanos. Nómada presenta, junto a algunos de los medios más prestigiosos de América Latina, la segunda parte de un especial de Diego Fonseca sobre Los Estados Unidos de Vladímir Trump.

P258

Manifestantes en Nueva York.

Foto: KTLA

Lea la primera parte: Viaje al realismo sucio de Donald Trump.

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El proxeneta Donald, nuestro líder religioso

Un cowboy. Un John Wayne. Un épico. Trump ganó contra todos.

Trump no construyó un GOP ideológicamente monolítico sino un movimiento a su medida. Un hombre contra el sistema que creó su propio sistema de reemplazo, uno que gira a su alrededor. Dije:

“[Ganó] Contra los demócratas, contra el Comité Nacional Republicano, contra las élites y barones de su partido, contra la oposición de la intelectualidad y los medios, contra la percepción global. Tendrá a su favor el Senado y la Casa de Representantes. La mayor parte de los estados. Decidirá —válganos el universo— la composición determinante de la Corte Suprema de Justicia, jueces que dictarán, por décadas, la validez de numerosas reivindicaciones sociales obtenidas y deseadas. [Trump] Tiene en sus manos la llave de un poder cuasi omnímodo. Si entiende bien ese mandato, tiene ante usted una oportunidad y responsabilidad únicas. Si lo entiende mal, y no soy figurativo, será una tragedia”.

En la lógica de Trump siempre se trató de ir por todo. La ley, para Trump, está escrita por la voluntad de sus cojones. Impondrá cuanto pueda y le dejen y aceptará los límites de la ley —¿a regañadientes, hasta que cambie la correlación de fuerzas?— cuando no tenga mayor remedio. No hay demagogo, autócrata, autoritario de manual, líder de secta que no busque crear un mundo a su medida.

Si serás líder populista, romperás los moldes de la organización para que la organización se parezca a ti. Fijas las reglas, pones la mesa de lo decible y discutible. Cuando estableces eso, mueves las fichas como quieres. Te ocultas, eres opaco, muestras lo que quieres, haces cuanto quieres. Forzarás al límite las posibilidades de la ley y empujarás a tus adversarios a callejones de difícil salida. Los imbéciles criminales que van por las calles asustando personas diciendo ser supporters de Trump son funcionales a Trump: preparan el miedo, lo difunden, crean un clima de tensión generalizado. Asustarán hasta someter la conciencia ajena o asustarán hasta que alguien les responda con igual o mayor violencia. Esos son los momentos del Gran Líder: la violencia es tanta en nuestras inner cities —ya decía yo en la campaña, ¿vieron?— que debemos intervenir con dureza. Y entonces pide por más fuerzas militarizadas en las calles, poderes para intervenir. El camino hacia el autoritarismo que desemboca en autocracia y fascismo nada más necesita que los buenos no hagan nada cuando los malos empujan la democracia al abismo.

En los actos de fe propios de las religiones y las organizaciones fanáticas, las fallas del líder se subliman, siempre, bajo alguna posible cualidad superior. Trump ofreció una parte de sí a cada grupo de seguidores. A los nazis del KKK, a los xenófobos y a los blancos más traumados les dio en ofrenda a los criminales, violadores y narcotraficantes mexicanos —y una ley para bloquear el ingreso de musulmanes—, todos listos para ser deportados o contenidos por un yuge, beautiful muro. Ofreció a la derecha militarista la promesa de barrer a ISIS con la determinación que, decía, no tuvo Obama ni tendría Hillary. A los conservadores religiosos entregó blableos de defensa provida. A los desempleados, entregó la promesa de empleo seguro. A los conservadores puros, su propia determinación y una Corte Suprema adicta para echar por tierra con el liberalismo de los últimos tiempos. A los cubanos, el fin del acuerdo con los Castro. Cerraría la canilla del gasto para placer de los fiscalistas; revisaría todos los tratados comerciales para la aprobación de cuanto blue collar creyese que eso será beneficioso. Policías de ciudad y policías de frontera se cuadraron frente al autoproclamado candidato de la ley y el orden. Una masa multitudinaria asintió gustoso cada vez que alabó a la Asociación Nacional del Rifle o los animó a defender su derecho de inventariar armas de todo tipo en casa. A todos, en definitiva, les puso enfrente una cornucopia de promesas que apelaban más a sus miedos y a sus deseos que a la razón.

Y funcionó.

Y lo hizo incluso a pesar de sí mismo. ¿Que era misógino? Pues las mujeres de Trump no se dejan tocar tan fácil y, además, decían ellas, así hablan los hombres, vamos. ¿Que su plan fiscal es dañino? Bueno, habrá que probarlo. A nadie le gusta pagar impuestos, a todos les gusta pagar menos impuestos y, después de todo, ¿acaso los otros lo hicieron mejor? ¿Y su falta de capacidad militar? Bueno, hay asesores y hay militares y hay Pentágono, ¿no? Y él es ejecutivo. ¿Acaso no hizo miles de millones? ¿Acaso no un ganador? Hizo billones en negocios como los casinos y la construcción, donde abundan los tipos duros. ¿Cómo dudar de que el bully no será el Bully-in-Chief contra los malos? ¿Que no cumple sus pactos, promete fantasías? C’mon, ¡es un jugador de póker! Un gran negociador. ¿No es brillante, acaso, sacar ventajas en un negocio? Mejor joder a que te jodan. ¿IRS? Aquí está tu sugar daddy: US$ 916 millones de deducciones, pérdidas suficientes para no declarar impuestos federales por una década. Take that from The Donald. ¿China, OTAN, México, todos esos que se benefician a costa de The Little American Guy? Ya verán cómo es un tipo duro en la mesa de negociaciones. ¿Que es un millonario que jamás hizo nada por nadie más que sí mismo, incluso cuando se trataba de filosofía? Hombre, ¿acaso no queremos ser todos millonarios? Es un self made man, un tipo como todos. Y como tal, insulta como todos, duda como todos, se rasca los huevos como todos, tiene errores, agachadas, mira traseros como todos, tropieza como todos. Trump, dirán, es uno de nosotros. No es parte del establishment político —ciertamente no lo es—, no quiere a Corporate America —y Corporate America lo ha humillado por su chabacanería circense. Donald J. Trump es un tipo que creció en Brooklyn, uno que supo hacerse su camino a pesar de todo y de todos. ¿Que su padre le dio el dinero para arrancar? ¡Pues ya hubiera querido yo que el mío hiciera lo mismo! ¿Que estafó a demasiada gente con su universidad? Bueno, you know, this is America, the home of the braves: aprende a defenderte o cierra el puto trasero.

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Al matadero como caballos con anteojeras

“La totalidad de los animales y una aplastante mayoría de los hombres viven sin sentir nunca la menor necesidad de justificación”, escribe Michel Houellebecq en Sumisión. “Viven porque viven y eso es todo, así es como razonan; luego supongo que mueren porque mueren, y con eso, a sus ojos, acaba el análisis”.

Tendemos a racionalizar todo, claro. Somos liberales: el mundo ha de avanzar por la ciencia y las ideas; la historia jamás acabará. Pero es posible que esa misma racionalización condene nuestros análisis. El voto de Trump pudo haber estado profundamente marcado por cuestiones más prosaicas que el análisis. De hecho, Trump es un candidato sin políticas: sólo tiene anuncios. Una vez que rascas la superficie, ninguna de sus ideas tiene más de dos centímetros de profundidad.

En el mito de Casandra, la mujer es una pitonisa incomprendida que anuncia las fatalidades sólo para ver que los hombres o no la entienden o la desoyen. La fatalidad liberal estaba allí pero sólo nosotros, los liberales, no la veíamos. Trump hacía campaña en pueblos chicos de Wisconsin y Michigan e iba a Pennsylvania, donde estaba cantado, cerrado con candado y con la llave revoleada lejos, que ganaría Hillary. Al cabo, esos son territorios de blue collars demócratas, es el norte y el oeste del país, no Texas, no Alabama y no el suroeste. ¿Qué tan estúpido eral tipo que viajaba a territorios donde no tenía chance de ganar? El efecto túnel es peligroso porque elimina el contexto y la perspectiva, y los liberales fuimos al matadero caminando como caballos con anteojeras: mientras las ciudades daban bien para Hillary, Trump subía a su ambulancia una armada de desdentados y heridos en los pueblos rurales que nadie quería recorrer.

Y he allí el punto: no importan. Sólo a los junkies políticos ideológicamente comprometidos y a los liberales interesan las cuestiones de fondo. El grueso de la población, he sostenido varias veces, tiene por principales actividades en su vida trabajar, consumir y emplear su vida social en familia y amigos. No tienen interés por las grandes cuestiones más allá de si esas grandes cuestiones, de algún modo concreto, afectan su realidad próxima. ¿Información, debate? What for? Basta tener lo mínimo para creer que uno no se pierde los grandes hechos. Para tomar decisiones importantes están los profesionales. Para eso elegimos congresistas, gobernadores, presidente cada cuatro años.

En los pueblos mineros de Virginia, en las fábricas de Michigan y las siderúrgicas de Pennsylvania quieren trabajos, no discusiones. Quieren pagar la renta a fin de mes y las cuentas del médico. En ciudades al limite de la resignación el cambio climático es un asunto demasiado lejano. La vida se decide pay check after pay check. Si Trump ofrece trabajo, bienvenido sea. Si Hillary ofrece un mundo sostenible, ¿eso paga la cuota escolar? Cuando un minero del carbón vota por Trump es porque ofreció, directa y simplemente, a lot of jobs. Cuando Hillary promete nuevas regulaciones contra industrias sucias para reducir el impacto del cambio climático y favorecer una matriz energética renovable, pone demasiadas palabras en juego pero el trasfondo se lee fácil: not a lot of jobs.

La defensa del medio ambiente es un lujo para el que tiene deudas, niños, un futuro no muy provisorio, está enfermo o demasiado viejo y su educación es apenas básica para la economía del siglo XX pero vive en el XXI cuando el mundo va para otro lado. Trabajo, no medio ambiente. Plata en el bolsillo, no palabras de oenegé.

Por pudor ideológico, parece, un liberal puede perder una elección capital. No es nuevo: lo he visto. Llamémosle el factor No-voto-a-Hillary-porque-soy-Susan-Sarandon. ¿Cuántos votantes de Bernie Sanders, aun cuando él mismo llamó a disciplinarse, le corrieron el cuerpo a la gris Hillary? A la izquierda no le gusta ensuciarse en el realismo político: prefiere las alturas de la Gran Verdad, del comportamiento correcto, del Buen Pensamiento y la Claridad de Ideas. Un intelectual liberal puede cometer el error de optar por el fragmento erróneo en la proposición lo perfecto es enemigo de lo bueno. Mientras, el mundo nos pasa por encima. Entre talkers y doers, el hacedor gana: nadie aguanta demasiado tiempo un discurso moralista. A los toros se los agarra por los cuernos, no se les convence con Habermas. Hay que salir a la calle y hacer algo. Ensuciarse en el barro de las contradicciones. Menos charla, más acción.

Al otro lado, entre quienes han vivido de trabajos y un modelo de país —de economía, de ideología, de nación— que se evapora, el escenario no precisa demasiadas explicaciones. Ellos enfrentaban de manera pragmática —cortoplacista, sí, pero práctica— una situación que los liberales biempensantes adoradores de las estrategias sostenibles no contemplamos: muchos no toleraban la prepotencia, el sexismo y la estupidez ignorante de Trump pero igual lo votaron porque ofrecía ideas simples y reconocibles. Trabajos para quien no tiene, dinero para blindar fronteras que creen necesario amurallar, prohibiciones a extranjeros que suponen peligrosos, matrimonios de hombres y mujeres y no de John y John —más cuando no saben si John es realmente John y no Rachel.

Trump habló el lenguaje de la calle y del locker room, de las reuniones de amigos y de un tipo común que no sabe nada de política pero ha hecho dinero y no tiene compromisos: como tal, se supone que puede hacer mucho y que, como empresario, será ejecutivo. Él lo dijo: él es un doer, los demás son talkers. Y al americano promedio, convénzanse, le gusta que se hagan las cosas pronto y sin demasiado debate.

Al frente, Hillary: aburrida, larga, explicativa, señorona, maestrita, petulante con un tipo como Trump —uno que habla como yo, Joe, ex soldador en Michigan. Hillary da peroratas de balances geopolíticos, compromisos con aliados globales, equilibrios, consensos, acuerdos: todo eso toma tiempo, todo eso no provee soluciones ya. Hillary tiene ideas complehas que requieren explicación —la razón—; Trump tiene dos o tres ideas sencillas de digerir dichas en un lenguaje poco complicado. Y las repite siempre, y no gasta demasiadas palabras. Fast food político. Y es divertido, y ella no. Y es nuevo, y ella no. Y es hombre, y ella no. Y es tramposo, pero ya nos confesó que lo era, eh; ella mentía y no dijo nada hasta que la descubrieron. Crooked Hillary. The Donald, my man.

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La magia realista de Donald Trump

Escribí en “El realismo mágico de Donald Trump”, durante la campaña electoral:

“En julio, poco antes de la Convención Nacional Demócrata, Newt Gingrich, uno de los explicadores oficiales de Donald Trump, se sentó con CNN a discutir las estadísticas de crimen en Estados Unidos. La presentadora recordó que las cifras mostraban una tendencia a la baja pero Gingrich defendió su idea de que, en realidad, las personas se sienten más amenazadas. «Lo que yo digo es igualmente verdadero», dijo con la misma porfía de su jefe político. «Yo voy con lo que la gente siente; usted vaya con los teóricos».

“Newt Gingrich es un sofista pero tiene razón: Trump ha demostrado que la realidad es una ficción que sólo precisa de la fe de sus seguidores para convertirse en verdadera. Gabriel García Márquez definió al realismo mágico como un hecho rigurosamente cierto que parece fantástico. La campaña de Trump funciona al revés: su «magia realista» consiste en fantasías que parecen ciertas a ojos de sus creyentes. Tal vez por eso las frases que Trump más reitera sean llamados a la fe. «Confíen en mí». «Créanme».

“Como si alguna vez hubiera leído a Kant, Trump crea una realidad con su palabra, pero es una realidad turbia. En la doctrina trumpiana no hay revelación sino ocultamiento, abunda la manipulación, escasea el sentido común. Predomina la forma sobre el fondo.

“La campaña de Trump es un ejercicio de credulidad carismática, una estafa masiva. Está dirigida a las emociones de sus creyentes, no a la razón. Por eso cada vez que la prensa y Hillary Clinton procuran comprender la lógica de su juego de timo, Trump se ríe en sus caras: «They still don’t get it».

“Las ideas de Trump parecen provenir del universo bizarre. En su campaña no hay espacio para fórmulas, métodos, políticas: sólo la promesa de un fin sin importar los medios. Allí está la idea de repatriar casi US$ 5 billones de dólares de ganancias corporativas y hacer crecer el país a casi 4% cada año para crear 25 millones de nuevos empleos, algo si no imposible al menos improbable. Es un proyecto mesiánico donde el líder todo lo sabe y no se discute. «No me pidan que les diga cómo los llevaré allí», dijo en un mitin. «Nada más déjenme llevarlos».

“Y el engaño funciona. Al decir de Gingrich, los seguidores sienten a Trump y él sabe cómo hablarles: simple, al nervio y a la sangre.

“Pero si la ausencia de razón puede ser audaz, el delirio suele ser fatal. «Yo soy su voz», dijo Trump en la Convención Republicana, ante el rugido de la masa. «Yo puedo arreglar esto solo». Trump no es un político bondadoso sino un demagogo brutal, adorado por la derecha más retrógrada del país. ¿Qué puede pasar cuando el mayor ejército del mundo quede al mando de un mesías inestable que se cree infalible?

“América Latina tiene una larga tradición de líderes portadores de verdades reveladas. Vengo de un país, Argentina, que en 2016 cumple setenta años marcado por una fe política, el peronismo, que parece inagotable. Desde el primer gobierno de Juan Perón, en 1946, su movimiento se erigió como una fuerza mística que resistió persecuciones y perduró estirando sus fronteras ideológicas. Ya cadáveres, Perón y Evita se volvieron figuras de culto, Algo similar sucedió en la última reencarnación peronista, el kirchnerismo. Cuando murió Néstor Kirchner en 2010, sus sucesores montaron a su alrededor una religión de consumo rápido, bautizaron calles y escuelas con su nombre y hablaron de él como un ánima presente.

“Es común en América Latina afirmar que nuestros dirigentes pueden hacer de cada nación un lugar más iconoclasta que Macondo pero Trump ha demostrado que también hay caudillos en la 5ta Avenida de Manhattan. “Los gringos nos han ganado”, me dijo Alberto Trejos, el ministro de Costa Rica que negoció el último tratado de libre comercio latinoamericano con Estados Unidos. “En Cien años de soledad, García Márquez inventó diecisiete Aurelianos Buendía con una cruz de ceniza en la frente, pero Trump supera toda ridiculez”.

“En algún punto, los americanos y los latinoamericanos no somos tan distintos. Mientras en América Latina los nacionalismos de izquierda movilizan a los crédulos con una pasión patriótica sobreactuada —una cierta fe—, en Estados Unidos, todavía una sociedad puritana, la credulidad religiosa es consubstancial a la política. De hecho, la Constitución misma postula que los hombres son iguales porque “el Creador” lo dispuso, así que en tiempos desesperados la sociedad estadounidense suele ver a su presidente como un mesías capaz de salvar la integridad nacional. Sin ir muy lejos, Oprah Winphrey, sacerdotisa de la iglesia catódica, dijo que Barack Obama era «The One».

“El peligro de Trump es su egolatría descontrolada que no reconoce dogma, institución o límite. Los valores son secundarios a su propio yo: Trump pide que no crean en ideas sino en él, como si fuera la síntesis de la sabiduría, rey o dios. En América Latina sabemos cómo es dejar en manos de caudillos incontrolables el destino colectivo. Y lo sabían también los Padres Fundadores de Estados Unidos cuando decidieron eliminar la figura del derecho divino de los reyes de la Constitución. «Virtud o moralidad son resortes necesarios del gobierno popular», escribió en esos años George Washington. El problema: ni virtud ni moralidad habitan la fe de Donald Trump”.

*

La gente votó a Trump con las vísceras, la verga, el cheque del próximo mes, dios de su lado, la vagina, la tradición y la familia, la avidez, el deseo, el fusil de asalto en el closet y el cráneo caliente. No que no piensen: pensaron en quitarse de encima a los políticos profesionales que, sienten, viven en el mundo burocrático de Washington DC bien pagados por sus impuestos. No pensaron demasiado las consecuencias de las ideas —no políticas— de Trump, pero eso habla también de que el estado de cosas pudo no dar para más: si no pensaron no era que no supieran o supusieran, tal vez era que no les importaba porque estaban, ante todo, demasiado enfadados.

La ignorancia es antes un asunto de voluntad que de incapacidades, al cabo. Quizás eligieron no saber más. Quizás nada más les bastaba saber que lo que creían era lo adecuado y correcto, aunque no fuese verdadero. De modo que, como muchos, decidieron dejar en manos del líder las decisiones importantes, como tantas otras veces. Pero esta vez es un líder distinto, un outsider, uno que habla, es, como ellos: un americano que quiere ganarle al sistema. ¿Que la decisión les costará? Seguro, pero ya llegará el tiempo de preocuparse por eso. Trump tendrá un tiempo de gracia, como todos, antes de que le caiga encima un enojo conocido. Mientras, le han dado la diestra por un rato. “Somos americanos”, decía el General Custer protagonizado por Bill Hader en Night at the Museum. “Nosotros no planeamos, ¡hacemos!”.

Y si bien el enojo puede primar, los enojos no se limitan al rechazo al establishment y sus políticas. Hay enojos raciales, contra los extranjeros en general, contra los grandes empresarios, contra Washington, contra los políticos profesionales, los latinos, los mexicanos en particular, cualquier musulmán, los negros. Algunos podrán ser justificables, otros son simplemente aberrantes. Pero Trump fue el vector ideal para reunir todas esas demandas: un hombre sin un cuerpo ideológico definido, un oportunista. Alguien que hará lo necesario para llegar, ganar y permanecer. Alguien que un día dice blanco y poco después hallará la excusa cromática para presentarlo como negro.

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El cartero trajo una postal sepia de Alemania

En 1922, en el primer texto escrito por The New York Times sobre Hitler, el periódico

habla acerca de la emergencia del político bávaro —Hitler llevaba apenas un año como jefe del Partido Nacional Socialista alemán— en un texto que procuraba restar peso a las acusaciones de xenofobia y racismo que comenzaban a crecer. En 2015, el diario republicó el texto, apenas cuatro meses antes de que Donald Trump lanzase su campaña presidencial creando a los mexicanos como sus enemigos principales. Los dos párrafos centrales del texto de Hitler en 1922 son los siguientes:

“Varias fuentes confiables y bien informadas confirmaron la idea de que el antisemitismo de Hitler no era tan genuino o violento como sonaba, y que sólo estaba usando la propaganda antisemita como un cebo para atrapar a masas de seguidores y mantenerlos entusiasmados, entusiastas y en línea para el momento en que su organización estuviera perfeccionada y lo suficientemente poderosa como para ser empleada eficazmente con fines políticos.

“Un político sofisticado atribuyó a Hitler una peculiar habilidad política para acentuar el antisemitismo, diciendo: «No se puede esperar que las masas entiendan o aprecien sus objetivos más finos. Debes alimentar a las masas con bocados o ideas más crudas, como el antisemitismo. Sería políticamente incorrecto decirles la verdad sobre dónde realmente los estás guiando»”.

Tras la elección, la prensa americana empezó cree que Trump, como el Reich, entrará en razón. Que la realpolitik se impondrá. Que el Partido Republicano no dejará que tome decisiones perjudiciales para su propio futuro como fuerza política. Que tal vez, tal vez, su racismo “no era tan genuino o violento como sonaba” y que se trataba de propaganda “como un cebo para atrapara mesas de seguidores y mantenerlos” y blablablá. Yo, también, en ocasiones me fuerzo a creer eso. Es una reacción casi natural de supervivencia: si Trump lleva a cabo su minuciosa cosmogonía del odio, esta nación se parecerá a la nación distópica de la serie “The Man in The High Castle”, donde la Alemania nazi no pierde la guerra sino que la gana y convierte a Estados Unidos en una sucursal de sus crímenes contra la humanidad. Aun no sé si mi deseo porque Trump no sea quien ha demostrado demasiadas veces que es —que no sea, que no sea, ruego que no sea—, aún no sé, digo, si mi deseo es producto de un optimismo institucionalista indestructible o de una estupidez igualmente irremediable. Los intelectuales, académicos, periodistas y políticos alemanes de la década de 1930 también vivieron bajo una ceguera autoprovocada ante Adolf Hitler —y otra vez, no temo a la comparación.

Ellos también creyeron por buen tiempo que Hitler podía entrar en razón. Y eso sucedía porque ellos eran parte del sistema a preservar: ¿quién que no viva dentro de esa sociedad desmoronaría el estado de cosas que necesita mejoras pero va en el camino correcto? ¿Qué cromagnon puede dudar que los homosexuales merecen idénticos derechos, que el aborto debe practicarse de manera segura, que la mujer tiene absoluta potestad sobre su cuerpo, que la salud debe ser barata y extendida, que es moralmente imperioso, porque la misma Constitución lo dice, que esas pobres almas que llegan como migrantes, con o sin papeles, merecen la misma oportunidad que nuestros abuelos irlandeses, italianos, alemanes? Pero ese es el punto de vista de las élites y las clases medias liberales —los paréntesis de las costas—, no del interior profundo de Estados Unidos, no del ejército de Orcos que rodea a Trump, ni de sus generales pardos. Mucha gente que votó a Trump está fuera de ese mundo perfecto. Los liberales no pueden entender cómo alguien podría echar un cerillo a ese mundo de promesas sanas y dedicarse a contemplar su quemazón sin inmutarse.

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El buen salvaje

Trump ganó en el campo, donde el mundo se ve muy distinto al mundo de las ciudades, y’all. (Nada menor: no ganó en ninguna ciudad con más de un millón de habitantes.) El cosmopolitismo es asunto inherente a las polis, que por algo las lleva en el nombre. En el campo el mundo es más recio y limitado. Pensamos eso a menudo: volver a la naturaleza como una expresión de una simpleza pura, incorruptible, que nos quite de los infinitos subterfugios, las insoportables capas de realidad que impone la vida citadina.

¿Es así? En realidad, el campo es brutal y se expresa con una, digamos, sugerente naturalidad sórdida. En el campo hay trabajo en el día y descanso en la noche, no una sofisticada vida diurna entre inversiones especulativas que pueden cambiar tu vida en minutos y Martini por la noche porque tu vida cambió en minutos. Esa aparente simpleza es tosca y horrenda en muchos modos por abyecta y agresiva a los ojos del urbanita. En el campo hay utilitarismo como en cualquier parte, sí, y flojera como en cualquier ciudad e intolerancia e ignorancia y egoísmo y avidez y codicia. Si no hay buen salvaje tampoco hay virtud elevada en el campesino, per se. Esa peregrina idea progresista de que los pobres y los obreros y los campesinos son reservorio de alguna cualidad superior es tan estúpida como estúpida fue la creencia de los estrategas de Hillary de que había estados industriales donde el triunfo estaba asegurado.

He vivido en el campo y conozco los límites correosos de su universo. Cuando un extraño llega a una ciudad pequeña, es una mosca en la sopa; se singulariza, es señalado, se habla de él a las espaldas. Pronto se construye una mitología del raro y distinto basada en rumores, pequeños retazos informativos, la distancia insidiosa del chisme. Ahora imaginen por un instante a esos mexicanos y salvadoreños marrones entrando al bar blanco del pueblo después de trabajar en los campos de alfalfa. O sólo caminar por la misma acera o comprar en el mismo supermercado ramplón que un viejo operador de grúa en Peoria, Illinois. Y piensen cómo esos extraños que llegaron siendo pocos empiezan a aumentar en número y se hacen más visibles, ahora en las calles del centro de la ciudad. Y ya no están solos: tienen mujeres, y tienen hijos: se están reproduciendo. Ahora supongan que ustedes se quedan sin trabajo o que la ciudad se afea y que alguien, un ser moralmente subnormal, dice que es culpa de esos individuos marrones que no nacieron ni crecieron en la misma tierra que usted. Haga crecer ese loop, zambúllase de a poco en la intolerancia. Vea Fox, participe de una iglesia presbiteriana de pastores blancos como usted. Sintonice The Apprentice por la noche para descansar, porque, vamos, leer cansa y NBC es liberal. Descubra —Ma’, come here, look at this— que el señor de The Apprentice, ese millonario insensible con el fracaso que te dice la verdad sin sedantes, se lanzará a presidente. Look, ma’, come here. Véalo bajar por la escalera mecánica y, minutos después, decir que México envía su peor gente —criminales, rappists, narcos. Y escúchelo prometer que los quitará a todos de esta tierra y que usted, buen americano, tendrá su trabajo de vuelta. Ma’, oh my good! Look at this guy!

Pero que sea el campo el que saltó es una circunstancia. Esa aparente liviandad de los habitantes rurales no es producto de un condicionamiento genético. No nacen estúpidos. La pobreza material puede condicionar la pobreza intelectual, y viceversa. Blanco, pobre y campesino no es epítome de los males de Estados Unidos. Una es una condición genética y nadie es culpable de nacer con un color determinado; las otras dos, pobreza y ruralidad, son marcadores económicos, producto de ciertas condiciones. Un liberal honesto debiera comprender eso: la ignorancia es asunto de voluntad, sí, pero en ocasiones esa voluntad ya motivada no permite escapar a las condiciones en que se da la vida. La falta de acceso a una educación moderna es un drama profundo del interior de Estados Unidos y en especial de las comunidades pobres. “En una era que ha puesto la identidad en el centro de la vida política, esa vida (rural) no es algo que cuente”, escribe Adam Theron-Lee Rensch. “Muy a menudo, la clase liberal no la ve como una identidad positiva que valga respeto o entendimiento, sino que desecha sus políticas como reaccionaria y militante o ridiculiza brutalmente sus visiones como ignorantes o repugnantes”.

Los cambios políticos no son un acto de magia ni una revelación divina. Cuando el Tea Party emergió, sentó raíz tanto en las ciudades como en los pueblos rurales. El Partido Republicano, que vive un proceso de medievalización que si no los enorgullece los erecta, ha alimentado la radicalización de un discurso torpe, anti-intelectual, bruto por donde se le mire. El primitivismo de sus dirigentes y su adscripción a la fe antes que a la razón tiene caldo de cultivo suficiente. Estados Unidos es la mayor economía del planeta, pero grande no significa necesariamente bueno. El país más poderoso del mundo exhibe uno de los peores resultados educativos entre las naciones desarrolladas. Sus jóvenes son, comparativamente, menos sabios o más ignorantes en ciencia, literatura, matemáticas e historia que otros muchachos de otras partes del planeta. La fe de los americanos puede estar desvaneciéndose, dice The Pew Center, pero tan lejos como en 2014 todavía cuatro de cada diez estadounidenses creía que dios había creado la Tierra diez mil años atrás. La traducción asusta: personas adultas que tienen creencias propias de niños de seis años están, en buen número, entre quienes deciden al hombre que comandará la mayor fuerza armada de la civilización.

“No somos una sociedad de ángeles”, escribió Leon Wieseltier.

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Detrás de todo gran hombre, hay una [calificativo] sociedad

¿Está la idealización del self made men detrás del voto a Trump? Sin ninguna duda.

¿El espíritu del pionero que se enfrenta a los elementos y a los adversarios en condición de inferioridad? Nada más vean lo que fue la primaria republicana —todos contra Trump— y la elección general —todos contra Trump.

¿Hay un deseo oculto o explícito de ser millonario o pasarla bien entre sus votantes? Por supuesto. ¿Envidia y admiración? Yup. ¿Entonces también hay tirria porque, mientras duró la fiesta financiera, todos comieron y bebieron pero los más ricos la enfardaron más que los menos ricos? Así es. ¿Y con la crisis los más ricos siguieron bien mientras The Little Guy of Main Street la pasó canutas? Un solo dato: dos de cada tres dólares de nuevos ingresos fueron al 1% más rico —o sea, sí.

Caramba, ¿y también hay machos machitos machérrimos que festejan que haya metido el colgajo de su entrepierna en el tajo entre las piernas largas de mujeres bellas? Diablos que sí.

¿Racistas? (¿Acaso la Luna no es un satélite?)

¿Misóginos? Obvio.

¿Gente que quiera joderse al IRS, pagar menos impuestos o ninguno por años, jactarse de ello mientras habla de cuán rico se ha vuelto? Sí, sí, sí y sí.

¿Hay adoradores del hombre fuerte? Muchos.

¿Quien odia a los extranjeros? Yup.

¿A todos los extranjeros, a algunos extranjeros, a extranjeros que no son blancos sino extranjeros marrones o negros o asiáticos? Sí, a todos esos extranjeros-extranjeros.

¿Hay quien no odia a los extranjeros y no es racista y es buena gente y podría haber votado a Hillary o, más, a Sanders? ¡Sin dudas!

¿Hay mujeres que toleran en sus maridos lo que toleraron en Trump? Hay.

¿Y tipos que grab the pussy? Sí.

¿Hay gente que votó a Trump porque no estuvo Sanders? Con relativa probabilidad.

¿Y mujeres que no votarían jamás a otra mujer? Sí.

¿Y quienes no votaron a Hillary por ser Hillary? Indudable.

¿Hay nazis? (¿Acaso el día tiene no veinticuatro horas, el minuto sesenta segundos?)

¿Violentos capaces de dañar a otros? También.

¿Hay una bolsa de deplorables? Sí, y otras bolsas que no.

¿Hay gente que quiere ver presa a Hillary? Sí, y vociferan.

¿Hay imbéciles? Sí, y hay gente inteligente —la inteligencia tiene muchas formas.

¿Hay negros? Poco, pero es inevitable que no haya.

¿Y latinos? También —tres de cada diez hombres lo votaron— y hay también musulmanes y musulmanas.

¿Hay ignorantes? Muchos.

¿Hay gente que tragó hiel por cómo es Trump pero igual lo votó? No tenga ninguna duda. ¿Hay gente que dijo que no lo votaría o que votaría a Hillary e igual lo votó? Así es: son el shy vote, el voto vergonzoso.

¿Hay abuelos adorables, buenos papás, hijos aplicados? Hay personas impecables, decorosas, dignas. ¿Hay gente harta? Hay. ¿Frustrados, agobiados, gente que no pensó bien? Hay, y en buen número. ¿Hay gente a la que no le importó nada? Aha.

¿Y, seguro, hay gente que fue capaz de tolerar todas las cualidades execrables de Trump, que son muchas, y extrapolar una sola buena y, por esa sola, exclusiva, razón, votarlo? Donald Trump ganó y todo lo que necesita una persona para votar a alguien es una sola, exclusiva, razón —buena o mala, la que sea.

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Trump ha descorrido un velo o, de otro modo, levantado la alfombra bajo la cual se escondía, solapado, un discurso sectario, el siempre agazapado sentido del oportunismo y el individualismo de la cultura norteamericana. El fascista interior está ahora suelto; el self made man que aborrece del Estado interventor campea por las calles; el espíritu de los pioneros, que no quieren límites, parece resurgir.

Quedémonos en el punto más crítico. Nadie se vuelve racista de la noche a la mañana, ¿de acuerdo?, y Trump ha mostrado el verdadero rostro de una enorme porción de Estados Unidos. Trump ha dado voz a un animal por demasiado tiempo al acecho. Es altamente probable que la mayoría de los votantes de Trump no sean racistas y que muchos no tengan grandes problemas con nadie —es increíble que tengamos que poner este tema en la mesa—, pero los conservadores extremistas tienen la llave para ir donde quiera porque Trump no les ha puesto límites. Con los más machos y enojados —Lock her up!— han sido los más gritones y desvergonzados. Si Trump, como presidente, no condena los brotes racistas ni la violencia, naturaliza esos comportamientos como lo ha hecho durante la campaña. Sólo que ahora ya no es un candidato entre varios o uno de dos sino que representa al Estado, es su símbolo, imagen, primer prescriptor. Y si el presidente hace la vista gorda, yo, su votante, entiendo que, si no está bien, tampoco está mal maltratar a latinos, insultar a los negros, arrancarle el hiyab a una chica musulmana.

Es muy difícil determinar cuán racista es el elector de Trump —cuánto lo es cualquier persona—, cuán anti inmigrante, anti musulmán; cuánto odia a los latinos y cuántos kilos de machismo lleva encima. Nadie llena un formulario de aduanas con esos detalles ni los declara al fisco cada año: tengo tres octavos de nazi, dos tercios de intolerante y 75% de misógino, ¿cuánto debo?

Pero están allí y, en menor o mayor grado, esos votantes aceptaron tales condiciones también en Trump o, al menos, no parecieron molestarles de modo suficiente. Todas esas personas decidieron votar a Donald Trump a pesar de Donald Trump, conociendo con cabalidad de su indecencia y deshonestidad. No les importó poner en la Casa Blanca a un hombre con la moral de un paramecio. En un acto colectivo de negación, la sociedad americana determinó que un hombre incapaz dirigirá sin idoneidad la mayor economía del mundo, el mayor ejército del mundo, la mayor democracia del mundo. ¿Qué esperan de él? ¿Qué sea un “roba pero hace”? ¿Suponen que las aberraciones de Trump no los tocarán porque, quién sabe, no son latinos o lo son, pero tienen papeles? ¿Acaso las mujeres suponen que el desprecio de Trump por su género no les toca a ellas? ¿No les importará que quiera prohibir el ingreso de musulmanes? ¿Es porque ellos son cristianos? ¿Qué condición los hace presuponer invulnerables a un sociópata narcisista?

Que las personas estén frustradas y enojadas no hace automáticamente buena su elección. ¿Cómo es posible que 60 millones de estadounidenses —una Argentina y media o una Colombia y media— hagan la vista gorda a la brutalidad de Trump? Los demócratas e independientes que querían un cambio podían haber votado a Bernie Sanders pero para unos él no era una opción al inicio y para los otros no lo fue cuando sólo quedaba Hillary. Todos, sin embargo, tuvieron la misma opción que republicanos moderados, mujeres blancas, blue collars y latinos: un momento de decisión, privado y personal, para pensar. Pudieron elegir no votar, pudieron elegir votar a Jill Stein o a Gary Johnson. Anular sus votos. Protestarlo. Pero eligieron votar a Trump, y aunque la bronca haya sido elevada durante la campaña no fue un estado de shock emocional que les impidiera pensar qué estaban haciendo, válgame el infierno.

Decidieron votar a Trump a sabiendas, fue su determinación. Estos votantes no son geranios, no son un guepardo, no son amebas: son, cree uno, homo sapiens. Somos animales, pero nuestro rasgo distintivo por sobre el resto del reino es nuestra inteligencia. Y esos animales inteligentes decidieron desoír todo lo demás del mismo modo que nosotros nos cegamos a ver el rojo de su enojo y desesperación. Eligieron entonces al bigot por una sola razón —al cabo, identitaria— frente a todas las otras razones que pudieran decir algo en contrario de ese bigot. Al cabo, sólo es necesaria una razón cualquiera, no millones, para tomar una decisión. Que eligiesen a Trump legitima el discurso de Trump así no compren la totalidad de él. Trump no será un presidente por fracciones, un presidente apenas determinado por esa sola decisión por la cual lo voté. No gobernará a medias: será él, haciendo cuanto pueda para hacer lo qué, Donald J. Trump, quiera hacer. Todo él.

Elegir es un acto de responsabilidad, y no hay disculpa en eso. Tomas la decisión, lidias con sus consecuencias. Y cuando esa decisión es la elección del líder de una nación, haces objeto de esas consecuencias incluso a quienes no votaron como tú.

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Occidente está en declive y Estados Unidos, bajo cuya bandera se ha erigido el último medio siglo, es una maquinaria oxidada pintada de cuando en cuando, cada vez a mayor costo, sin poder ocultar completamente la herrumbre. Los Estados no tienen la capacidad ya de sostener las demandas sociales: Europa lo sabe, en no más de dos décadas lo verá frente a su rostro América Latina. No se podrán pagar pensiones en el futuro nada mediato y, antes de eso, veremos a los hospitales colapsar, las infraestructuras depender cada vez más del auxilio de benefactores y buitres y las cuentas fiscales habrán de requerir maquillaje o privatización o un mecenas o vaya a saber qué para sobrevivir a la ficción de que los Estados aún pueden ocuparse de sus ciudadanos sin que las fuerzas políticas internas, sobre todo las afincadas en las regiones más ricas, empujen a secciones enteras de un país a un inaudito proceso de secesión.

Es triste que la fábula de nuestra época resulte la progresiva dilución de la civilización. Triste que no hayamos aprendido nada de las catástrofes humanas del pasado. Trump es un emergente, una casualidad y una causalidad, un punto más en la progresiva derrota que se auto infligen las clases políticas —travestidas en organizaciones profesionales de cortesanos que legitiman su lugar, muchos aun con vocación pero demasiados con demagogia barata— y, con ellas, las democracias representativas.

Amigos liberales: las encuestas no son votos. Hillary no lo hizo tan mal —de hecho, ganó el voto popular— pero la estrategia de dejar regiones y estados sin atención porque eran del palo en una competencia electoral volátil gana el campeonato de la estupidez política. El discurso biempensante deberá ganar color y calor, no cientificismo frío. Pocos disputan que Bernie Sanders podría haber ganado a Trump —disputa, por otro lado, de absurdo consuelo: nunca sucedió— pero es cierto que el Partido Demócrata deberá hallar figuras que conecten tanto racional —que Hilary haya ganado el voto popular dice que la sociedad aún cree en ciertas ideas— como emocionalmente. Sanders acarreó a miles de jóvenes liberales y acercó a la política real a activistas y pensadores de izquierda que vieron que el aparato del Partido Demócrata, como el del GOP, tenía fronteras porosas y resultaba proclive a un take over de fuerzas masivas capaces de instalar un liderazgo. En el estricto sentido de ideas y sangre nueva, el Partido Demócrata necesita más Bernies Sanders y Elizabeths Warren. Si la nueva figura renovadora se llama Michelle Obama eso sólo lo dirán las elecciones de medio mandato de 2018, cuando la esposa del presidente Obama podría tener amarradas alianzas suficientes para avanzar con una candidatura —que, para no ficcionar las especulaciones, aún debe definir.

Tengan presente que Trump es producto de la incapacidad política para estar a la altura de la Historia. Se coló como agua por las grietas que la dirigencia no supo llenar, renuente a relacionarse con las personas, sorda al reclamo, ciega a las evidencias. Nuestros políticos han perdido la habilidad de convencernos de que la nación —ese invento de subjetividades, himnos, banderas y canonjías que funcionó por un par de siglos— puede todavía mantenernos a todos tirando para el mismo lado. Se ha hecho arduo convencer a las personas con la promesa de un país mejor en el futuro a cambio del sacrificio presente ante una ausencia espantosa de prescriptores institucionales creíbles y cuando a diario se les exhibe un mundo de fronteras culturales abiertas donde lo profano y lo sublime llega por la vía del intercambio de información 24/7. Trump ha medrado en un redil gigantesco y desamparado, no como lobo sino como macho cabrío disruptivo. El hombre de las manos pequeñas parece haber demostrado que tiene algo más grande que ofrecer que los demás.

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El enemigo interno

En su primer tweet tras reunirse con Obama, Trump escribió: “Acabamos de tener una muy abierta y exitosa elección presidencial. Ahora manifestantes profesionales, incitados por los medios, están protestando. ¡Muy injusto!”

Curiosamente, no dijo nada de los sucesos denunciados en varias ciudades donde hombres blancos amenazaban a negros y latinos con la esclavitud o expulsarlos. Trump cuestionó a sus opositores, pero dejó hacer a esas fuerzas de choque tanto como en el pasado. Recién un día después retrocedería y, celebraría que “pequeños grupos” de manifestantes expresasen su disenso.

Muchos en la prensa liberal —yo incluido— chillamos con aquel tweet. Que ya es presidente y nunca fue un niño indefenso. Que no es serio. Man up. Y está bien, es lo correcto: ese tipo de comportamiento no debe ser tolerado. En verdad, es un acto de hipocresía de un hombre caprichoso e inmaduro de 70 años quejarse de quienes protestan su presidencia cuando él mismo, en 2012, a poco de la reelección de Barack Obama, hizo saber su intolerancia sin reservas. “No podemos dejar que esto pase. Debiéramos marchar a Washington y detener esta farsa. ¡Nuestra nación está totalmente dividida”, tuiteó primero y, apenas cuatro minutos después, “¡Vamos a pelear como el diablo y a parar esta gran repugnante injusticia! El mundo se nos está riendo”.

Del mismo modo, es incorrecto que Trump no cuestione, repruebe y censure de inmediato a las bestias que, sueltas de correa, salen a perseguir y denigrar a otras personas. Un presidente debe estar a la altura de su cargo como estadista, no provocar mayores divisiones. “Déjeme decírselo de otra manera, Sr. Trump: usted tiene la obligación de reparar las heridas que usted mismo provocó”, escribí en “Señor Trump, olvídese del muro”. “La primera magistratura no da derechos especiales sino obligaciones inexcusables. Un presidente debe convocar a los equilibrios pues su responsabilidad es el conjunto de la sociedad, no solo sus votantes. El presidente Obama corrió grandes riesgos por restaurar un diálogo que su partido procuró desmoronar. ¿Insistirá usted en esa lógica, profundizando la polarización y la brecha? ¿Hundirá usted la democracia estadounidense en un mayor retroceso?”

Pero es posible que debamos pensar que otra vez equivoquemos el acento del mensaje. Sucede que mientras a poco de ganar la elección Trump, grupos de personas que firmaban con su nombre amenazaban a decenas de personas en varias ciudades del país. En el sur, activistas del KKK tomaron un puente vestidos con sus conos blancos, portando carteles racistas. Y mientras a Trump le tomó dos horas en criticar a los protestantes en su contra y un día en pedir disculpas, le insumió.

Insisto: puede que estemos equivocando, como en la elección, el acento del mensaje. Trump no se queja —sólo— por caprichoso, temperamental y descontrolado. Su tuit tiene muy precisos destinatarios directos —sus votantes— e indirectos —el resto, nosotros. Cuando Trump dice que los medios alientan las protestas, está informando a sus seguidores que la campaña sucia que dijo que la prensa había montado en su contra durante la campaña sigue —y seguiría— durante su presidencia. Que esos protestantes son, junto con los medios, liberales dispuestos a entorpecer su gestión. Cuando comentaristas como Charles M. Blow piden que lo consideren parte de la resistencia porque él respeta la institución presidencial pero no a su ocupante, no costará nada a sus seguidores suponer una avanzada de desobediencia civil liberal peligrosa para la salud de su presidente. Cuando Rudy Giuliani, el posible procurador general de Trump, dice que esos protestantes de New York y otras cinco metrópolis son “niños malcriados”, que son “profesionales” y que “exageran sus miedos”, está dando a entender también el tono de un gobierno futuro: no se atenderá el cuestionamiento de gente que no sabe aguantarse el mundo, de liberales demasiado soft para entender la vida real. No hay razón atendible para una protesta, nos sugiere Giuliani, cuando quienes la encabezan son “malcriados”, gente sin justificación más que el antojo y la manía. Un hombre de campo y un operario industrial de Flint sin trabajo a los cincuenta años saben lo que es rasparse con la vida jodida. ¿De qué se quejan estos acomodados de la ciudad?

Durante la campaña, Trump mostró nostalgia por los viejos tiempos en que si un opositor se metía en una linda reunión de buenos muchachos podía salir de allí en camilla o trompeado. Luego hizo la vista gorda cuando en sus actos o fuera de ellos, supremacistas blancos y nativistas insultaban y discriminaban a negros y latinos. Jamás se opuso a que su propia gente, a viva voz, amedrentase a la prensa en los mismos mítines —por el contrario, la estigmatizó asfaltando el camino para esas reacciones.

El mensaje para los seguidores, entonces, es: prepárense. Trump, nuestro hombre, ganó: ¿ahora estos liberales perfumados no reconocerán su mandato? ¿Acaso nuestra elección es de segunda categoría para que cuestionen a nuestro presidente electo ya antes de asumir? The President will be under siege. Si las palabras dicen, cuando Trump pidió que quienes amedrentan a las minorías se detengan, se mostró “triste” por los hechos, que redujo a “una o dos instancias”, pero en ningún momento calificó a los agresores como personas violentas y descolocadas. Sí, en cambio, dijo que las protestas en su contra habían sido construidas gradual y sistemáticamente —I think it’s built up”— por los medios.

Dos modos de ver, dos motivaciones distintas, dos posibles reacciones institucionales: apañamiento para los agresores sin correa del riñón propio, acusaciones de maquinación y conspiración para los opositores. Como creó enemigos exteriores —migrantes indocumentados, China, México— con el cual amalgamar los miedos a los otros y a un mundo complejo, Trump está creando ahora un enemigo interno —los liberales, la juventud reactiva, los medios— que justifique un Estado de dientes apretados.

Diego Fonseca
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Diego Fonseca (Argentina, 1970) es periodista y editor. Autor y editor de los libros Hamsters, Crecer a golpes, Hacer la América y Sam no es mi tío. Vive en Estados Unidos. Crédito de la foto: Adrián Duchateau — Gatopardo.


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COMENTARIOS

RESPUESTAS

    Carlos Perez /

    24/11/2016 11:39 PM

    Le copio el comentario de la primera parte por que no había visto que ya tenia una segunda!

    Me gusta mucho su ensayo, se nota su amplio conocimiento y exquisito vocabulario. Empero, no nos confundamos entre ensayo sentimental y un articulo periodístico. No he visto en ninguna parte de este ensayo, hacer mención a las políticas y propuestas hechas por el señor Trump en sus mítines no editados y en sus entrevistas privadas con periodistas como del Wall Street Journal. Mucho de lo que se le aqueja en cuanto al racismo fue la campaña anti trump creada por el partido demócrata. (ver wiki leaks y las conexiones de CNN) No esta en contra de los inmigrantes, esta en contra de los ilegales. Por ejemplo si un ciudadano paga sus impuestos y demás obligaciones con el país, y llega otro que al no estar registrado no debe pagar estas mismas obligaciones, este último tiene una ventaja frente al nacional. Puede cobrar más barato ya que no debe estas obligaciones tributarias. Es una competencia desleal.
    No recuerdo donde leí pero hacían esta buena analogía: Mis amigos que entren por la puerta, no por la ventana.

    Le recomiendo para su próximo escrito abordar los siguientes temas de la propuesta económica de Sr Trump con respecto a los tratados de comercio, creame es extenso, pero no hay nada como los números para controlar los sentimientos:

    1.)¿De que manera la devaluación del Yuan afecta a los Estados Unidos Americanos? ¿Que tratados tienen estos dos países? para darle una idea por donde va el tema: yo devalúo mi moneda para hacer aun más apetecible mi moneda y mi mano de obra barata y hacer artificialmente más competitivo mi país para la producción en masa. Sacrificando a mis pobres, que más da, con una economía de semejante tamaño y cantidad de personas amortiguan bastante bien las consecuencias.

    2.) ¿De que forma influye el hecho que el estado Chino sea prácticamente una tiranía, en la manipulación del dinero? ¿Tienen estos derechos a imprimir moneda a voluntad? ¿Es esto una competencia desleal en contra los productores gringos que no pueden hacer frente a precios tan apetecibles en China? No olvidemos que hasta la fabrica de Apple ha tenido suicidios debido a estos campos de trabajo.

    Lo invito a seguir explorando los puntos que en verdad, abordo Trump. Hay una bonita fuente de videos de lo que el ha dicho con su propia boca. No las palabras racista que le han intentado etiquetar los el partido demócrata.

    Por último no olvidar incluir a la señorita Clinton, y todo lo que ha sido revelado a la luz. Menudo mal del que se salvaron! Las aberraciones cometidas por su fundación, el financiamiento de países árabes a cambio de venta de armas... en fin buen material periodístico. Respaldado con sus debidas anotaciones.

    La única tarea del presidente es promover el emprendimiento interno en su nación, nunca crear empleos, nunca decir que se debe hacer. Es el encargado de crear el ambiente óptimo para el florecimiento del libre intercambio. Buena infraestructura, impuestos que incentiven y no que desmotiven (Bernie era quizá mejor, pero como su propuesta de reforma tributaria era completamente sesgada a un sector de la sociedad alta, que tal vez si tengan bastante, pero con más razón moverán sus empresas a otros lados si hay mejor oferta en México con su devaluación del peso.)

    En fin hay muchos temas que tratar, por favor no use tautologías como consecuencias lógicas, son un bonito recurso de elocuencia, pero como consecuencia lógica... (Tiene la hora 60 minutos? si, si tiene. Entonces todo es posible)

    Saludos pues don Diego, espero su siguiente número.

    ¡Ay no!

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    ¡Nítido!



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