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La marea roja de Trump
“No sé adónde vamos desde aquí. ¿Es America un Estado y una sociedad fallidos?”
—Paul Krugman, “Our Unknown Country”, NYT.
Una semana después de las elecciones presidenciales, volví a casa en Estados Unidos. En la escala intermedia tomé el Skylink, el pequeño tren de altura que conecta las terminales del aeropuerto de Dallas-Fort Worth. En el habitáculo viajaba un grupo de diez o doce personas. La madrugada era apacible y fresca y mi viaje había sido ordinario, pero yo estaba inquieto: cientos de veces he visto a mis compañeros de viaje y no he hecho más que preguntarme cuál tendría hijos, cuál dormiría menos o más que yo, a quién me sacaba ventaja porque parecía más viejo que yo siendo, suponía, más joven.
Pero ahora era distinto: ahora los miraba para juzgarlos, sin conocerlos más que por un golpe de vista, tratando de dimensionar qué lugar ocupaban en las dos veredas en que ha quedado dividido Estados Unidos tras la elección de Donald Trump.
El pasaje estaba compuesto por una selección amplia, toda medio adormilada. Un gringo enorme, en la cuarentena, con la cara cuadrada y el pelo rasurado, barrigón pero todavía no al punto de que la grasa ocultase sus músculos. Un chico jovencito, moreno, con pantalones baggy y zapatillas Nike Air Max que bailaba suavemente siguiendo la música que le dictaban los auriculares conectados al iPhone. Un señor indio de la India en traje de negocios. Dos trabajadores del aeropuerto vestidos en el uniforme del personal de tarmac de American Airlines: latinos, dicharacheros, ruidosos. Una mujer mayor, fantasmalmente blanca, que llevaba un enorme café en su regazo, su silla de ruedas guiada por otra señora, esta vez asiática. Un negro gigantesco vestido de negro, los ojos como dos puntos únicos de luz. Tres o cuatro tipos tan anodinos que costaba distinguirlos del grupo general. Mientras los veía comencé a preguntarme quién de ellos podría haber votado a Trump. Cuál daba el perfil, quién escapaba a la categoría.
Descubrirme en esa situación me dejó con la frente marcada. De repente me sentía como un personaje de una historia de espías en la vieja Berlín de la guerra tratando de determinar quién sería aliado y quién enemigo, quién colaboraba con los nazis y quién, discretamente, pasaba por una persona regular y era en realidad un buen amigo de la resistencia. Era una situación incómoda y extraña. Un solo hecho, la votación que ponía al hombre menos indicado al frente de la Casa Blanca, había trastocado mi comportamiento social. Medía a las personas por una suposición, las juzgaba sin mayores elementos y, desde entonces, condenaba toda posibilidad de relación —y me condenaba a mí mismo— sobre la base del pre-juicio. Me considero una persona inteligente pero he visto que no soy ajeno a los mecanismos del miedo y la paranoia capaces de corroer los acuerdos mínimos de una sociedad. Y sentía que ese tipo de persona no era yo, sino una construida por las circunstancias, empujada a la sospecha por un aire que había comenzado a bajar y ocupar todo nuestro espacio de manera sigilosa. De algún modo pensé en La peste de Camus. Al bajar del Skylink ya había tomado mi decisión: los votantes de Hillary ganaban 7 a 4. Uno de los latinos, decidí, había votado por Trump.
El día de la elección estaba en Argentina y aun no sé si eso fue una fortuna o una condena. Pasaba unos días relajados junto a mis padres pero no estaba cerca de mi familia más próxima y por la que trabajaré cada década por venir. Tuve la extraña sensación de que habían declarado una guerra cuando yo estaba fuera, que la perdíamos y que no podía hacer mucho. Pasé toda la noche de la elección actualizando mi navegador, calculando promedios electorales en cada estado, obsesionado por los votos pendientes de contar en las grandes ciudades de Pennsylvania, Michigan y Wisconsin. Acabé a las cinco de la mañana del día siguiente, ya con nuevo presidente proclamado, agotado como si hubiera sostenido el mundo sobre mis espaldas.
Aún me es difícil de asimilar el golpe. El primer día desperté con la sensación de que estaba en una pesadilla, al segundo lo hice con el deseo de estar metido en una. Ahora estoy a la expectativa con una tensión en vigilia. Los anuncios lentos del nuevo gobierno, las definiciones que escasean, los nombres que se barajan en el azar de los cargos del gabinete: administro esas noticias como quien escucha partes de guerra que relatan cómo la ciudad está siendo cercada progresivamente, cómo las fuerzas propias caen ante el avance del adversario y cómo ese mismo adversario llama a que depongamos cualquier resistencia porque, ahora, inicia su dominio.
No puedo obviar la metáfora bélica ni puedo ocultar que, una y otra vez, me encuentro pensando el ascenso de Donald Trump como el ascenso de Adolf Hitler. Me siento bajo sospecha y pongo a los demás bajo sospecha. Cuando mi avión tocó tierra en Texas, a mi regreso a Estados Unidos, enfrenté al oficial de migraciones con la mirada tensa. Nada había cambiado. Los oficiales de Migraciones y Aduanas estaban todo lo simpático que se puede estar a las cinco de la mañana, pero yo miré a quien selló mi pasaporte tenso, esperando una reacción a mi condición de ítalo-argentino residente en Estados Unidos, de spic, de extraño. El tipo fue amable como luego lo fue el agente de aduanas —un sesentón gigante de voz trémula— que bromeó porque la aerolínea dejó mi maleta en Sudamérica pero, al menos, me trajo a mí, “de vuelta a casa”.
Tengo miedo ante una situación inmanejable y su sordidez inherente, su violencia contenida, me sobrepasa a menudo y acabo con la sensación de haber sido secuestrado por fuerzas más poderosas que mi propia razón. He escrito estas palabras con la idea de encontrar algún orden pero con la casi firme certeza de que no sé si alguna vez lo hallaré. Estoy atravesado por mil ideas que se arremolinan y me tienen en el aire, yendo de aquí por allá sin ninguna claridad sólida.
¿Qué pasó?
¿En qué momento nos barrió la marea roja del tóxico Donald Trump? CNN mostró la caída de cada estado en manos del Partido Republicano con una mezcla de incredulidad y negación. Era como si la renuencia a aceptar la realidad fuera nuestra última baza antes de despertar a la pesadilla.
¿Por qué fallamos en verlo? ¿Cuán grande fue nuestra ceguera? ¿En qué momento dejamos que las encuestas se convirtieran en la realidad, en cuál decidimos que la probabilidad de voto era el voto realizado? Tanto deseamos que ese monstruo político, ese émulo a escala de una pesadilla neofascista y hitleriana, cayera al final, tanto nos convencimos a nosotros mismos que la sociedad americana no se permitiría tamaña derrota, que no vimos que eran nuestras propias ideas, nuestras aspiraciones, nuestro deseo el que nos impedía comprobar lo obvio. Donald Trump estaba ganando en los estados clave con una campaña que, para más de media humanidad, era un ejercicio de bajezas oprobiosas.
¿Qué pasó? ¿Por qué perdimos una elección decisiva no ya para un país, sino para la humanidad?
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Blancos en un velorio liberal
¿Quiénes vociferaban “Lock her up! Lock her up!” como posesos? Los hombres. ¿Quiénes se paseaban como machos encabritados golpeando a otros, amenazando a otros, empujando a otros? Los hombres. ¿Quiénes estaban a su lado o dos pasos atrás para sostener esa rabia? Sus mujeres.
Según las estadísticas finales, Trump ganó por una combinación de factores liderados por raza y género con el sustrato de la marginación de una economía más tecnificada y el miedo —inducido efectivamente por Trump— al cambio y al futuro. Trump fue votado de manera indiscutible por los blancos, en particular hombres sin educación del Medio Oeste y más de la mitad de las mujeres. Mientras muchos veíamos ilógico o raro que Trump viajase a estados con larga tradición demócrata, él trabajaba allí la voluntad de esos grupos con devoción de iluminado. Trump se benefició también porque Hillary Clinton, aunque se quedó con casi la totalidad del voto negro y dos tercios del latino, obtuvo menos votos que Barack Obama en condados clave de estados pendulares.
Los blancos no querían demasiado a Hillary y respondieron con agrado al mensaje proteccionista de Trump. El gap de género fue el mayor en seis décadas. El número de votantes obreros —un segmento que ya no parece darle su confianza como antes a los demócratas— favoreció de manera elevada al Partido Republicano. Los hombres blancos votaron a Trump en un número largamente mayor a los votos recibidos por Mitt Romney cuando desafió la reelección de Obama: Hillary, al cabo, una mujer, provocó un enorme rechazo de los menos formados. En muchos habló el orgullo masculino —varias encuestas hablaban de cómo los republicanos sentían que el país se había feminizado—, pero el macho también se expresó en el género femenino: en Quartz, afirman que el triunfo de Trump entre las mujeres blancas (otra vez, sobre todo las que tienen poca educación) llegó porque muchas aún consideran que los hombres son sus salvadores.
La elección se resolvió por una suma de factores perfectamente racionales —que esa razón no sea la nuestra no los convierte en irracionales, per se— sin comportamientos colectivos cruzados por una raison d’être. ¿Por qué un millonario captó a muchos de los más pobres? “Un elemento poco conocido de la brecha [cultural de clase] es que la clase blanca trabajadora resiente a los profesionales, pero admira a los ricos”, dice Joan C. Williams en Harvard Business Review.
Dos mundos, dos mundos distintos, dos mundos distintos que no se hablan: Estados Unidos es un país polarizado y en brusca tensión. Un tiempo antes de las elecciones, una encuesta de Pew Research decía que muy pocos simpatizantes de Hillary y Trump tenían amigos cercanos en el otro lado de la fuerza. Los que menos eran los más jóvenes y los afroamericanos, y el fenómeno parece un correlato de la profunda división que marca al país. Ambos grupos ven a la sociedad, la cultura, la economía y el modelo de nación de manera muy diversa y parece difícil un diálogo que encuentre terreno común en especial tras la profundización de la grieta en la última década.
Hillary y los demócratas tuvieron su público en las grandes ciudades donde la globalización y las economías más modernas, vinculadas a los servicios, tienen lazos con el mundo e intercambios culturales variados. Trump y los republicanos se han hecho fuertes en el interior profundo, menos diverso y tolerante, más aferrado a las formas tradicionales —industriales, agrícolas— de producción. Las ciudades, por su dinamismo, están pobladas además por habitantes más jóvenes, dispuestos a tomar riesgos; son, con más determinación en esta elección, azules. El interior del país, mayoritariamente rojo, está ocupado por los más viejos, que quieren una economía más estable, tienen aversión al cambio y, dada su menor expectativa de vida, necesitan más asistencia del Estado que en las costas urbanizadas. La mayoría del país es red profundo, incluidos estados tradicionalmente blues en los Grandes Lagos; los demócratas quedaron afincados en toda la Costa Oeste, un fragmento del suroeste y el noroeste del país, entre la frontera con Canadá al norte y Virginia al centro. Los pueblos pequeños y rurales son ahora republicanos, las ciudades grandes, demócratas.
Hay una crisis de clase entre unos y otros, como parece surgir de The Dignity of Working Men de Michele Lamont: los campesinos blancos y los obreros pobres se consideran en la misma liga que los ricos —ellos producen riqueza, crean cosas, arman algo—, pero los profesionales —esos clasemedieros universitarios y urbanos— se parecen más a parásitos: hablan, no usan las manos. Los ricos están lejos y se idealizan, los profesionales dan las órdenes a los trabajadores. Hillary simboliza la arrogancia de esa elite profesional con su discurso bien aprendido y de palabras raras; Trump tiene todo el dinero del planeta pero habla y se comporta como un camionero borracho en un bar: el vocabulario enroscado versus el straight talker.
Trump es más parecido al americano promedio real que la expectativa liberal de lo que tendría que ser el americano promedio ideal. La mirada liberal es una construcción de laboratorio, un deber ser; Trump encontró bajo la alfombra al hombre real, lo miró y entendió qué podía querer. Se lo dio en un show diario por la TV y Twitter y pasó con su ambulancia abierta a subir a todos. Nosotros ocultamos nuestros gases y vamos al baño a evacuar; ellos se rajan pedos que aprietan en los sillones para no ser descubiertos o se ríen si lo son. Political correction versus el deslenguamiento desenfrenado: perdimos nosotros.
Nuestro discurso fue moral, el de Trump inmoral o amoral. Nuestro discurso fue principista: lo que debe ser. Políticamente correcto, como esperamos que una democracia moderna y civilizada se comporte. Protección para los más pobres. El fin de guerras idiotas. El fin de un bloque criminal de más de medio siglo a Cuba. El debate de mejores salarios mínimos a punto de salir. Despenalización de drogas livianas. Facilitar que una mujer decida qué hacer con un embarazo indeseado.
Cuando se sancionó Obamacare, sentí alivio. El programa se ha desmoronado desde entonces, víctima de los errores del gobierno y de la avaricia de las aseguradoras, pero su espíritu era balsámico: por fin en Estados Unidos, un país donde el Estado debe hacer un esfuerzo por justificar su misión, había algo parecido a un sistema de salud basado en el sentido común —cuidar y proteger al enfermo, no condenarlo a la muerte financiera por su dolencia— y no sólo en el triunfo del cabildeo de las corporaciones.
Cuando el matrimonio homosexual y los derechos asociados ganaban estado tras estado —a una pensión para los viudos y viudas, por ejemplo, a adoptar y tener niños— tuve la sensación de que vivíamos algo parecido a una extraña utopía respirable. Las cortes en Estados Unidos apoyaban los derechos igualitarios para todos y ese influjo corría pronto hacia otros países y así Argentina o Brasil o Colombia sancionaban sus propias leyes.
Miraba esos momentos con cierta simpática incredulidad. Las decisiones que todo liberal espera habían necesitado nada más de una familia negra en la Casa Blanca para que comenzasen a caer con una facilidad pasmosa. Uno podía llegar a dejarse llevar por la noción de que, después de décadas de dar una batalla ideológica retórica, Obama había quitado el tapón que habría el dique y las decisiones salían con una facilidad asombrosa.
Había una familia negra —una familia negra— al frente del proceso de transformación liberal más profundo del último medio siglo y una candidata, Hillary Clinton, provista de una agenda programática que podía profundizar los ochos años de progresismo pausado de Barack Obama. ¿Cómo eso podía salir mal? ¿Cómo America podía decir no a una sociedad definitivamente mejor?
Si los Padres Fundadores resucitaran y nos vieran en operación se hubieran vuelto a echar en los sepulcros satisfechos de no tener que volver como fantasmas vigilantes: cuanto se propusieron tenía intérpretes cabales en los liberales del siglo XXI, sólidos, comprometidos con un mundo que podía llegar a ser una pradera soleada poblada por personas en convivencia pacífica y respetuosa donde cada hombre era Charles Ingalls y cada mujer su esposa.
Frente a esa axiología del deber ser, Trump fue la calle sucia y el arrabal, el ricachón chabacano y burdo, un ejemplo indeseable de bravuconería arrabalera. No había en Trump civilidad. Las buenas ideas del mundo nuevo liberal parecían haber terminado su carrera, agotadas, antes de llegar a la cuna de Brooklyn donde berreaba un niño naranja. Pero ese Trump tenía mucho más de realista que nuestras pretensiones. Su imperfección era la imperfección del mundo como se vive a diario fuera de nuestras buenas maneras liberales. ¿Cómo eso podía estar bien?
Ahora tengo la sensación de que estamos asistiendo al sepelio de una época que pudo ser maravillosa, como si se tratase de un ser joven que murió antes de tiempo. Nos reunimos a llorar su despedida, todos presa de un desconsuelo que debilita los músculos. Transitamos adormilados por el día y nos revolvemos en la cama por las noches.
He perdido muchas veces, pero en la madrugada del 9/11 sentía que era la primera en que habían derrotado. Un día antes, los liberales podíamos tener una presidenta que nos daba márgenes. Había una esperanza y por eso todo estaba abierto. Discutiríamos, volveríamos a cambiar. Sucederá lo mismo ahora, pero nos tomará tiempo reaccionar.
Pero en la jornada clave, en Estados Unidos se había reunido suficiente gente como para elegir de Presidente del Mundo a un tipo capaz de producir este miedo, toda esta tristeza y un puño de angustia en la garganta y el pecho.
“No es melodrama”, escribí por ahí en esos días, “quiero abrazar a mi hijo y sonreírle”. Todavía quiero.
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Grab her by the pussy –y el realismo sucio
We failed, liberales. Miserably.
Nuestro desajuste de percepción costó, tal vez, los próximos veinte o treinta años, toda una generación, de cambios sociales. Nuestra convicción es que debía importar la indecencia de Trump, la ignorancia de Trump, la brutalidad y violencia de Trump. Pero es discurso era la superficie, no el fondo de las decisiones de las personas. Millones de ciudadanos prefirieron obviar todo eso y darle la presidencia a Donald Trump en vez de a una mujer correcta como Hillary Clinton. Esto es, tuvo más aceptación un depredador sexual que una mujer que debió tolerar a otro depredador sexual. Esto no es lo correcto, pero ¿acaso lo correcto es determinante?
Pongamos, por ejemplo, que hablamos sucio. There is dirty talk everywhere. Los esposos, los amigos, las familias en sus reuniones de Navidad, los que sextean. Hay realismo sucio en cada esquina de la vida, pero uno no espera ese comportamiento en un candidato presidencial. Hay una carga moral distinta cuando se trata de la función pública. Recuerden a Anthony Weiner, a los senadores republicanos afectos a los encuentros escabrosos en las sombras y recuerden, por traer el asunto, el impeachment a Bill Clinton.
El realismo sucio de Trump se respira en las ciudades chicas de Estados Unidos, en sus pequeños pueblos rurales y en los extramuros de las capitales podridas del Rusty Belt, los bares del medio oeste, las tardes lentas de las planicies del centro y los campos petroleros de Texas. La gente habla sucio, piensa chancho, hace cosas raras.
Los equivocados fuimos nosotros: nuestras aspiraciones de un mundo mejor, limpio y de buen aroma, se chocaron con las manos callosas de los operarios industriales, la hediondez del tipo que debe olfatear petróleo a pie de trépano o absorber el olor a bosta de los establos, la grasa que se cuela en las narices en las pollerías o los mataderos. La vida real es más dura fuera de las ciudades de edificios altos y nuestras oficinas de graduados universitario más o menos luminosas con temperatura regulada y asientos ergonómicos.
Quiero decir: Trump grabb her by the pussy y todos protestamos porque está mal pero lo cierto es que, fuera de una competencia electoral, fuera de los micrófonos y las luces, grab her by the pussy es más que una excepción. Metafóricamente, el realismo sucio, amoral o inmoral, machista o border tiene una normalidad ganada. Puede que no suceda en nuestros clubes chic, pero vayan a un vestuario de fútbol, a una cena de amigos de secundaria, a los bares de los márgenes. ¿Cómo eso iba a ser un problema para los electores de Trump? Lo era para nosotros, liberales contenidos por convicción o por temor al castigo social. Pero no lo fue para —caramba— más de la mitad de las mujeres blancas, que votaron por Trump. Ellas son mujeres, madres de niñas, adolescentes, jóvenes mujeres, y grab her by the pussy significó nada. Para cada una de ellas, nada.
¿Es posible que esa idea de un mundo mejor, solidario y tolerante, sea sólo producto de nuestro deseo? ¿Que Estados Unidos sea, en realidad, en el hueso, ese animal indefinible —pero peligroso— que ha votado a Trump? ¿Es posible que con Obama hayamos conocido una coyuntura especial —donde nuevos derechos civiles y un mayor respeto por las personas parecían el camino a seguir—, y que eso haya sido todo? ¿Una muesca?
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El asalto de los outsiders
Bien mirado, hay un comportamiento sistemático en el electorado de Estados Unidos, al menos desde 2008. Obama fue también un outsider; nadie se lo esperaba en el Partido Demócrata, adonde fue el primero en arruinar la fiesta de consagración de Hillary como heredera del patriciado moderado del partido. Ciertamente, tampoco los republicanos supieron cómo domarlo: nadie tenía mucha idea de a qué era vulnerable, tal era el desconocimiento sobre él. Sucede ahora que, tras ocho años en el gobierno, Obama se ve como parte del sistema y parece haber estado allí bastante tiempo, pero su origen reconoce una forma migratoria similar a la del Tea Party, a Sanders y a Trump: todos vienen por fuera de las orgánicas partidarias y todos ganaron algo a su modo.
Desde hace ocho años, el establishment del sistema político de Estados Unidos ha estado sometido a la presión de los candidatos alternativos, una panda de más o menos desconocidos que irrumpen en la fiesta de un club selecto, tan cómodo consigo mismo que no ha puesto vigilantes a sus puertas. En 2008, Obama era un novato sin alcurnia partidaria, un don nadie de Chicago con apenas dos años como senador y unos pocos más en una posición menor como organizador comunitario. Sin embargo, se metió como cuña donde no estaba planeado que entrase con un discurso que mezclaba emotividad y racionalidad. Lo mismo hizo el Tea Party —aunque sin la parte de la racionalidad racional, digamos— en el Partido Republicano, donde asomó como banda de asalto y acabó convertida en su vanguardia esotérica después de minar como guerrilla la arquitectura de la organización. Y ahí está Sanders, único senador independiente y socialista del país que, una vez que decidió incorporarse al Partido Demócrata, disputó hasta el final la primaria y, de ese modo, consiguió llevar sus genes discursivos hasta moldear la plataforma de Hillary. Y luego, por supuesto, Trump. (Y quizás debiera incluir también a Occupy Wall Street, cuyo entusiasmo acabó diluido pronto muy probablemente porque, por su propia decisión, jamás quiso mudarse al interior de una fuerza política, hasta ahora una aparente precondición para discutir poder real en Estados Unidos.)
Las personas están cansadas desde hace tiempo de la distancia de los políticos profesionales. Harta del uso y la poca atención. Y no parecen estar demasiado preocupados por meterle cargas de profundidad a cada partido si con eso consiguen hacer saber su descontento. ¿Que esas decisiones ponen en riesgo el futuro del sistema democrático, de la economía y la nación? Es un modo de verlo; el otro es que, si esto pasa, si están estallando los enojos, es porque la clase política produjo sus condiciones. Los ciudadanos han venido y seguirán explotando opciones políticas con tanta naturalidad y despreocupación que más que elegir candidatos a la primera magistratura parecieran estar testeando marcas de mermeladas en el supermercado. Esa es la calidad democrática construida.
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Tan profesional que no parecía humana
Para nuestra lógica, Hillary fue una candidata dedicada. Con muchas fallas, pero sin dudas preparada para dirigir una nación. Nunca perdió la compostura, su estatura intelectual es incuestionable. Presentó políticas de Estado que detalló hasta el agotamiento. Fue compasiva, inteligente, amable. Evitó caer en todo tipo de bajezas, mantuvo la estatura intelectual y moral hasta el final. Fue presidencial de inicio a fin.
Los debates presidenciales fueron el único momento donde ambos candidatos pudieron ser confrontados y comparados frente a frente. Hillary ganó los tres. Fue docente, didáctica, estricta con Trump. Fue irónica con categoría y terminante frente a la ignominia del otro. En el primer debate fue tan superior que Trump era un sujeto disminuido, enojoso y reactivo. Perdía la compostura con facilidad, interrumpía como un descosido. Hillary fue la maestra que envió al asiento al peor estudiante del curso a que aprenda con cuidado.
O mejor debo decir que esa fue la Hillary que vimos nosotros. Según las evaluaciones post elecciones, los debates apenas incidieron a favor de Hillary en cuatro puntos, de modo que no fueron determinantes para su triunfo —tal parece que evitaron una derrota mayor. Y ese es el punto: la perspectiva de la prensa y los intelectuales liberales, de las clases medias educadas, fue que Hillary ganó sin dudas las discusiones en la TV. Pero para los votantes de Trump y algunos indecisos, su comportamiento calcificó su determinación. Para ellos, Hillary fue pedante, agresiva, distante. Aburrida, intragable. Una diletante de discurso académico, elevado, inhumano. Tan profesional que no parecía humana.
Cuando los moderadores de los debates o los periodistas hacían preguntas difíciles para cuestionar las posiciones —cuestionables— de Trump, sus partidarios no veían un reclamo por transparencia para que un candidato ampliase su punto de vista o aclarase una barbaridad. No veían un llamado a que se retracte de dichos y acciones aberrantes: veían una trampa, un ataque, una muestra más de cómo la prensa liberal preparaba una avanzada para destrozar al único hombre que decía las cosas como eran. Cuando esos mismos comentaristas cuestionaban a Hillary por su manejo de un servidor privado, veían un staging, una actuación: debían hacerlo, sigue la lógica, para mantener las apariencias. Cuando una decisión está tomada, cuando se afirma un dogma, difícilmente se vea más allá de él —y eso vale también para el método de nosotros, los liberales, durante las elecciones.
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La realidad de Donald era la realidad
Al día siguiente de la elección leo en El Español un texto firmado por Santiago Gerchunoff donde recupera el poema “En agradecimiento”, donde Charles Bukowski, uno de los últimos poetas pendencieros, rescata a “la más vilipendiada de las especies humanas”, el hombre blanco norteamericano de clase media, a quien se critica, insulta y ningunea sin que él proteste. Y no protesta, dicen los liberales del poema y duda Bukoswski, porque tiene ese hombre tiene la sartén por el mango. Y entonces, “me descubro ante el hombre/ blanco norteamericano de clase media/ el hazmerreír/ de todos,/ el payaso,/ el bruto,/ el espectador de tv,/ el bribón,/ el bebedor de cerveza,/ el cerdo sexista,/ el marido inepto,/ el bobo,/ barrigón/ descerebrado/ capaz de aguantar cualquier/ maltrato posible/ sin decir/ nada/ limitándose a/ encender otro/ puro,/ repatingarse en el/ sillón e intentar/ sonreír”.
Trump demostró que las campañas electorales necesitan oneliners y show.
Amigos: nosotros ofrecíamos razón, planes, policy.
Trump ofrecía a ese panzón descerebrado torpe cerdo machista del hombre blanco norteamericano de clase media una batalla por pelear. Nosotros enfriábamos la discusión para civilizar el tono. Trump lo recalentaba con llamados a la emoción, bromas de escuela secundaria, paparruchadas de bar y charlas de vestidor sobre mujeres bellas—charlas realistas de vestidor sobre mujeres bellas. Trump le hablaba al oído de los Chinaskis echados en el sofá de Bukowski.
Cuando en esos debates se veía a esa Hillary detallar políticas con acierto y aplomo, siempre on the money, el contraste de Trump —sin importar si se trataba de empleo, política exterior, humanidad hacia las personas en problemas o educación— era pasmoso.
Escribí en “Niño Donald, siéntese y aprenda”:
“La noche del primer debate presidencial, en uno de los exámenes que determinarán si puede no ya egresar con algún honor sino al menos hacerlo con la calificación mínima, Hillary Clinton puso en línea a Donald Trump como una maestra encara al peor estudiante de la clase. Clinton, que podría ser Commander-in-Chief, en el primer debate fue Teacher-in-Chief. Fue magisterial, ordenada y didáctica para presentar políticas en cada tema de la noche —desde comercio a raza, creación de empleo y crecimiento de la economía— mientras Trump se refugió en la miseria de los camorreros: sacar al otro de quicio y patearlo cuando está en el piso. Trump balbuceó en comercio —en menos de cinco minutos atacó a México cinco veces y luego otras diez a China— y jamás dio precisiones sobre cómo creará empleo y atraerá millones de dólares expatriados a Estados Unidos. Fue errático en política exterior, frívolo en materia racial y peligrosamente incompetente en asuntos nucleares. Tropezó y desvarió”.
Y luego:
“Clinton pronto notó que Trump no sería mayor adversario. No iban cinco minutos y ya había sugerido que no era sino un malcriado crecido con dinero de papá apenas interesado en beneficiar a otros tan ricos como él. Trump intentó llevar el juego al terreno del estudiante irrespetuoso dueño del aula (…) Inquieto y fuera de control, mordió cada anzuelo lanzado por la Teacher-in-Chief. Su boca se frunció en una O pronunciada, como muestran los peces que respiran con problemas”.
Y finalmente:
“A lo largo de la noche, Trump fue un irresponsable en sentido estricto: jamás tuvo un papel juicioso. No asumió que discriminó a afroamericanos ni a una Miss Universo, minimizó haber sido demandado y se quejó de ser auditado demasiadas veces. Un solo intercambio pudo definir su calidad moral para siempre. Clinton lo acusó de no pagar impuestos federales por años y él procuró apostillarla con engreimiento —«Eso es ser listo»—, pero ella captó la frase como las maestras que escuchan con oídos en la espalda mientras escriben en la pizarra, y le devolvió la respuesta sin siquiera mirarlo: si así es un tipo listo, entonces él no habría apoyado jamás a maestros, policías y millones de personas del corazón profundo de la América electoral que dependen de esos fondos. «Los impuestos son nuestra responsabilidad, no algo para evadir», respondió más tarde un cómico a Trump.
Trump fue menos infantil, hormonal y propenso a las bravatas que durante los debates del GOP y aún menos que en campaña, cuando nadie puede rebatirle, pero el hombre que proclama que instaurará la ley y el orden se encontró durante todo el debate con que la ley y el orden eran encarnadas por la firmeza y calma de Clinton. Trump no sabe nunca de qué habla y Clinton sabe demasiado bien qué se juega en la Casa Blanca: «Donald», le dijo una vez Hillary, «tú vives en tu propia realidad»”.
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Donald, tú vives en tu propia realidad.
Otra vez: Donald-tú-vives-en-tu-propia-realidad.
¿Han visto esas películas donde un personaje ojeroso rebobina y reitera una y otra vez, enfermo de obsesión, unas palabras que ahora le resultan reveladoras pero antes le pasaron desapercibidas?
Pues aquí está. Den Play: Donald-tú-vives-en-tu-propia-realidad.
Donald nos demostró que nosotros vivíamos en nuestra propia realidad electoral, no él. Donald tenía el pulso de la realidad. Donald vivía en la realidad correcta. Donald conectaba con las personas, que escondían su determinación a votarlo avergonzadas de la retahíla de desprecio que caía sobre el hombre por su —indiscutible— ignorancia supina para todo lo que no fuese su propia vida.
El tipo que dice ser el más listo —el tipo que desprecia al Estado y no le paga impuestos dirigirá el Estado que debe recaudarlos: dadle al loco el manejo del psiquiátrico— era el listo indicado para sus votantes. En el transcurso de cada debate, Trump pasó más de un episodio donde era un mejunje de nervios y vacilaciones que nada más podía escupir generalidades espantosas y torpezas supremas y se paseaba por el set exhibiendo, ora un desconocimiento supino de mucho y una ignorancia profunda de casi todo lo importante, ora una actitud desafiante de guardaespaldas de discoteca mafiosa plantándose detrás de Hillary.
Donald-tú.vives-en-tu-propia-realidad se convirtió en la realidad correcta. Para los votantes clave en los estados clave —los que dieron a Trump el colegio electoral, no la mayoría de votos—, esa realidad era conveniente. El Trump horrendo no era tan horrendo, parece, como sus deseos de que algo cambie, como sea, con quien sea —pero no con los que ya han estado demasiado tiempo al frente.
Trump se jactaba de que los medios don’t get it. Nosotros creíamos que sí: era —es— un exudado de la sinrazón, vergüenza dickensiana, “agitador de toda calma imprescindible, levantisco irresponsable, incapaz con ganas, burro graduado, tú, maloliente, pedante, pomposo malvestido, calvo pretencioso, tahúr, aventurero, cowboy con pelo de muñeca, llano, rey de sí mismo, el prospecto más sombrío de Occidente, hórrido y fiero, cultivo repugnante de insensibilidad, siniestra aglomeración de cabellos, espeluznante expresión de mi género, ejemplo indudable de poco hombre, transpiración anal”.
Y tenía razón: we didn’t get it. Creo, hoy, que siempre supo que su discurso calaba en una vasta conjunción de personas identificadas con distintos aspectos de lo que él es y proyecta. Su misoginia podría espantar a algunos hombres y algunas mujeres más o menos moderados, pero más de la mitad de las mujeres blancas no le sacaron el cuerpo: es más que posible que, para ellas, esas mujeres que eran grabbed by the pussy fueran tontas y sin carácter, algo que ellas mismas, firmes y sólidas compañeras de sus hombres, batalladoras de insulto y armas tomar, no son.
Trump espantaba la sensibilidad liberal con sus burlas a un periodista discapacitado, a mujeres obesas y no muy agraciadas. Insultó a un juez de origen mexicano al que acusó de animadversión por eso, su origen mexicano —¿y la gente, concluiremos, le creyó eso? Maltrató en el pasado y volvió a hacerlo en la campaña a una Miss Universo latina, a la que consideró poco más que un cerdo y llamó Miss Housekeeping —¿y eso fue tolerable para sus votantes? Trump ofendió con su insulto a una periodista inquisitiva que, decía, tenía demasiada sangre saliendo por su cuerpo, en alusión a un cambio de humor durante el periodo. Era horrendo, bruto, incivilizado. Para nosotros. Para muchos, las mujeres cambian de humor cuando tienen la menstruación y la suya era una broma on the spot; el periodista discapacitado no era sino un debilucho y esas mujeres feas, pues, bueno, son feas: tampoco ellos saldrían con ellas.
Escribí por allí, en julio de 2016, tras la Convención Nacional Demócrata que nominó a Hillary:
“Fue caluroso en Filadelfia y fue fervoroso y fue, sobre todo, histórico. Hillary Clinton es ahora la primera mujer que puede suceder al primer presidente negro de Estados Unidos, y ese es mi lado sano del caleidoscopio del inicio de este largo cuento. El malo, el desacomodado, me muestra que en este mismo país casi la mitad de la población puede mirarse al espejo cada mañana, besar a sus hijos con todo el amor que uno puede y, con una sonrisa beatífica, acabar votando a Donald T***p”.
En un episodio de final de temporada de “Parks and Recreation” en 2013, Leslie Knope, la concejal interpretada por Amy Poehler, debe enfrentar a su némesis, Jeremy Jamms, el dentista del pueblo, para renovar su puesto. Knope propone entonces adicionar flúor al agua potable de Pawnee, su pueblo, pero Jamms, que se opone, le presenta una campaña brutal aliado a la compañía local de refrescos. “Yo tengo de mi lado hechos, ciencia y razón, y todo lo que él hace es sembrar el terror…”, dice Knope a su asistente. “¡Oh, Dios, va a ganar!”
Donald-tú-vives-en-tu-propia-realidad resultó ser Liberales-ustedes-viven-en-su-propia-realidad.
Carlos Perez /
Me gusta mucho su ensayo, se nota su amplio conocimiento y esquisto vocabulario. Empero, no nos confundamos entre ensayo sentimental y un articulo periodístico. No he visto en ninguna parte de este ensayo, hacer mención a las políticas y propuestas hechas por el señor Trump en sus mítines no editados y en sus entrevistas privadas con periodistas como del Wall Street Journal. Mucho de lo que se le aqueja en cuanto al racismo fue la campaña anti trump creada por el partido demócrata. (ver wiki leaks y las conexiones de CNN) No esta encontra de los inmigrantes, esta en contra de los ilegales. Por ejemplo si un ciudadano paga sus impuestos y demás obligaciones con el país, y llega otro que al no estar registrado no debe pagar estas mismas obligaciones, este último tiene una ventaja frente al nacional. Puede cobrar más barato ya que no debe estas obligaciones tributarias. Es una competencia desleal.
No recuerdo donde leí pero hacían esta buena analogía: Mis amigos que entren por la puerta, no por la ventana.
Le recomiendo para su próximo escrito abordar los siguientes temas de la propuesta económica de Sr Trump con respecto a los tratados de comercio, creame es extenso, pero no hay nada como los números para controlar los sentimientos:
1.)¿De que manera la devaluación del Yuan afecta al los Estados Unidos Americanos? ¿Que tratados tienen estos dos paises? para darle una idea por donde va el tema: yo devaluo mi moneda para hacer aun más apetecible mi moneda y mi mano de obra barata y hacer artificialmente más competitivo mi país para la producción en masa. Sacrificando a mis pobres, que más da, con una economía de semejante tamaño y cantidad de personas amortiguan bastante bien las consecuencias.
2.) ¿De que forma influye el hecho que el estado Chino sea prácticamente una tiranía, en la manipulación del dinero? ¿Tienen estos derechos a imprimir moneda a voluntad? ¿Es esto una competencia desleal en contra los productores gringos que no pueden hacer frente a precios tan apetecibles en China? No olvidemos que hasta la fabrica de Apple ha tenido suicidios debido a estos campos de trabajo.
Lo invito a seguir explorando los puntos que en verdad, abordo Trump. Hay una bonita fuente de videos de lo que el ha dicho con su propia boca. No las palabras racista que le han intentado etiquetar los el partido demócrata.
Por último no olvidar incluir a la señorita Clinton, y todo lo que ha sido revelado a la luz. Menudo mal del que se salvaron! Las aberraciones cometidas por su fundación, el financiamiento de países árabes a cambio de venta de armas... en fin buen material periodístico. Respaldado con sus debidas anotaciones.
Saludos pues don Diego, espero su siguiente número.
Carlos Perez /
Exquisito* fe de erratas
P. Choy /
El señor George Soros paga 1500 dólares a la semana por ir a manifestar en los Estados Unidos los anuncios estan en la internet, 1500 la semana y que por cierto leyendo a los Nom se ve de igual manera, pagará ese dinero impuestos aquí?
Caza-conspiranoicos /
Imbécil.
Estuardo Fernandez /
Me hubiera encantado entender el tema descrito pero la verdad encuentro muy confusa la redacción. Pareciera que el tema es la paranoia que EEUU haya escogido por su sistema actual de votaciones (no va a cambiar pronto), al señor Trump por medio de 4 estados muy mal manejados desde Obama hasta la señora Clinton. Es correcto suponer tambien que estos 4 estados (integrantes del Rust Belt) simplemente dijeron: HEY!!! nos olvidaron todo este tiempo. Y que decir de Florida, el estado "latino" por excelencia. Asi que dramatizar está demás y aún falta por ver que tanto puede hacer el señor Trump a partir de enero... atrevido que soy lo hacen renunciar antes de terminar su período.
Estuardo Aceituno /
Estimado sr. Fonseca,
creo Ud. al igual que muchos inmigrantes andan con una paranoia sobre la elección de Trump. Pero va mas allá de los inmigrantes, también los países latinoamericanos se han dado a la tarea de pegar de gritos al cielo cuando no vemos ni hacemos por mejorar la realidad de nuestros países. Los americanos eligieron bien o mal, quien sabe? pero creo también ya están artos del estatus Quo de quienes los vienen gobernando. Considero que hay que esperar y darle el beneficio de la duda de lo que haga el Sr. Trump. De todas maneras con él o la sra. Clinton tanto Ud. como yo debemos seguir trabajando y siendo productivos para salir de la podredumbre de nuestros países y sistema político que nos ha agobiado durante décadas. Así que mejor no se lamente porque ya muchos de ellos han tenido la oportunidad de hacer algo bueno por el mundo y quizá se han quedado cortos.
Manuel /
Me suena a lorito, repitiendo lo que dice el moreno que gobierna actualmente, lo que dicen los medios de allá, repiten acá, puros loritos. Sólo con el simple hecho de llamarlo Vladimir Trump, ya dijeron todo el contenido parcializado del artículo, que pena, ni leerlo, porque ya escuché lo mismo en el discurso de la vieja loca de la Hilary. Por el simple hecho de acercarse a una nación, ya lo hace el candidato de esa nación? Mejor lean otras opiniones de muchos especialistas imparciales y no sólo lo que dice la máquina de propaganda nazi, Ah perdón de usa
alejandro rivera /
Si asi son las visperas, como seran las fiestas. Trump comienza mal y todo indica que terminara mal. Jimmy comenzo mal y ahora, despues de casi doce meses de gobierno, esta peor, pues ha sacado el verdadero rostro de su personalidad, escondido bajo el lema, ni corrupto ni ladron. Ahora es una mezcla de esas dos condiciones.
JUAN FRANCISC /
lloran porque trump pronto quitará los fondos federales a planned parenthood y con ello nomada se quedará sin ser financiada por la abortista.
Luis Lewis /
Trump rompio tradicion de decadas al no hacer publicas sus declaraciones de impuestos anuales...
Entre las posibles razones esta que:
- no ha pagado impuestos federales por a~nos, ya que las perdidas multimillonarias de sus multiples negocios que han quebrado le han beneficiado personalmente para no pagar impuestos desde los 90s
- sus declaraciones demuestren que el no es tan adinerado como dice que es
- EN SUS DECLARACIONES APAREZCAN DONACIONES A PLANNED PARENTHOOD Y OTRAS ORGANIZACIONES LIBERALES NO AFINES AL PARTIDO REPUBLICANO
Trump no es tan 'conservador' como usted quisiera, JF. En los a~nos 70s, aqui en NYC, el frecuentaba un club de swingers... (Estudio 54) y es mas probable que Trump sea mas devoto de Hugh Hefner (revista playboy) y no del sabor religioso de la mayoria de la gente que voto por el... Y no nos olvidemos que la esposa que el tiene ahora ya poso desnuda para una revista...
Fernando /
Ya aburrieron con esto de verdad. Para bien o mal Trump ganó. Punto. Les guste o no les guste aceptenlo. En campaña se ofrecen y se dicen mil cosas...no quiere decir que todas las vaya a cumplir. El señor ni siquiera ha empezado a gobernar y ya están hablando pestes y pronosticando tragedias y el fin del mundo?!? No sean ridículos. En un año, cuando ya se vea más claro como es realmente el señor este en el poder, escriban. Ahorita son puras especulaciones y blablabla.
DRMC /
Jajaja es la absurda respuesta de siempre. La del ciudadano mediocre.
Eusebio /
Lloren liberales!