Al medio día, en el hemiciclo del Congreso de la República era propuesta la ley “antimaras” y el murmullo de la aplicabilidad de la pena de muerte el discurso de odio que se imponía, en otras palabras era buscar la legalidad de la cultura de la muerte y la venganza. Por la tarde, una de las responsables de la tragedia del Hogar Seguro Virgen de la Asunción donde murieron 41 niñas, salía libre y 8 acusados en el caso Bufete de la impunidad, quedaban fuera de prisión. Por la noche llegaba la noticia de una mujer degollada y de dos personas más asesinadas. Todo en un día, 24 horas continuas de violencia estructural.
La reseña del pasado miércoles 16 de agosto no es con fines de hacer análisis político, es con fines de reconocer la condición humana en la que estamos. Todos y todas de una u otra forma, estuvimos expuestos a la estructura de muerte y desesperanza que significó ese día. Todos salimos vulnerados, unos perdieron la vida, un familiar, un amigo, otros perdieron la justicia, la esperanza, la humanidad; todos perdimos. Una semana después, la noticia del día es el evento astronómico del momento, porque la muerte violenta ya no es noticia, ni moda, porque el dolor ya no duele. La indignación volcánica se extinguió.
¿Cómo es posible que podamos ser tan activistas de redes y tan apáticos en la vida real? En psicología conocemos la condición “desesperanza aprendida”, teoría acuñada por Martin Seligman. Ésta propone que los seres humanos, ante exposiciones permanentes de violencia, manifestamos una condición psicológica que nos hace sentir indefensos ante la realidad, nos genera sentimientos de pérdida de control de la propia vida o del entorno y genera sentimientos de inutilidad.
La desesperanza aprendida aparece después que una persona ha sido expuesta a procesos sistemáticos de violencia, situaciones de miedo o de riesgo de la propia vida, circunstancias que generan dolor o que pueden ser dañinas. Una persona con esta condición, aun teniendo la solución a su alcance ha perdido la motivación para buscarla, por lo que difícilmente realice cambios que le ayuden a salir de donde se encuentra. La persona se convierte en un ser pasivo de su realidad, se entrega a la desesperanza, pierde su autonomía y autodeterminación y por ende renuncia a su propia capacidad de decidir o de actuar.
Una de las consecuencias psicológicas de la pobreza y la violencia estructural es la desesperanza. La pregunta que invade mi cabeza es ¿cómo en un país como Guatemala podemos escapar de esta condición? La desesperanza nos hace creer que los eventos son inevitables Traducido a lo que vivimos diariamente, nos hace creer que la violencia es inevitable, que la pobreza extrema es inevitable, que la impunidad es inevitable, que la injusticia es inevitable. Estas creencias se dan debido a la permanencia en ambientes hostiles a nuestra integridad personal, física y emocional.
La desesperanza nos impide manifestar esperanzas de cambio y siembra en nosotros la creencia que nada podemos hacer para escapar de “nuestro destino”. Y si a esto le agregamos el pensamiento mágico del Dios que nos dice que ya todo está escrito, no nos queda mucho por hacer.
Cuando recuerdo esta teoría, comprendo por qué la ciudadanía en general se siente indefensa ante la violencia que está al pasar las rejas de las casas, porqué el que en un sólo día hayamos estado expuestos a diversidad de hechos hostiles, agresivos, injustos y violentos no nos mueve la silla lo suficiente para actuar. Pienso también en las muchas personas atrapadas en el ciclo de la violencia que simplemente no encuentran salida, aunque para quienes les vemos desde fuera sea tan fácil como “escapar”. Entiendo el discurso de “que sea lo que Dios quiera”, porque lo que yo he querido, la realidad se ha esmerado en hacerme saber que no es posible.
La Real Academia Española define la palabra esperanza como el “estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea”. Después de todo y de tanto ¿cómo mantenemos viva la esperanza individual? Y, pensando en la colectividad que somos, ¿cómo le hacemos para que la Guatemala que queremos siga siendo posibilidad?
Para salir de esta espiral en la que estamos, más que enfrascarnos en debates eternos de pena de muerte sí, de discursos que perpetúan el terror de la guerra o que polarizan la violencia del sistema, seamos resilientes y logremos llevar la luz de la esperanza a aquellos que por ahora no la logran ver, desaprendamos la creencia de la indefensión y la predestinación.
Walter Pimentel /
Gracias por enseñar!
Ricardo Destarac /
Siempre cuestioné la inacción del guatemalteco ante todo, esa pasividad que me entristecía. Seguir por la vida como si todo tuviera que ser así. Sin imaginarse cambios para uno, para su familia. Terminé por irme buscando algo más afín a mis ideales, para darle a mis hijas otra perspectiva, para que no crecieran creyendo que no se puede vivir mejor.
Alaide González /
Muy interesante su análisis. Para desaprender la desesperanza necesitamos proyectos país a diferentes niveles y en diferentes áreas a manera de una terapia constructiva. Solo por la fuerza de voluntad no lo podemos lograr.