Traducción libre: Christina Chirouze
Porque en realidad de eso se trata: el tiempo nos está pareciendo cada vez más un recurso raro, un capital finito del que hay que hacer buen uso – ¿cómo, de otra manera, lograr ver todas las películas, leer todas las novelas, cenar con todos los amigos que pueden enriquecer nuestras vidas, y por quienes nos cuesta tanto encontrar un espacio en nuestra agenda tan repleta? Sin hablar siquiera de las tareas profesionales, cuya fragmentación continua yace siempre como una nube negra sobre nuestras mentes.
Sin embargo, los estudios sociológicos son claros: nunca, en la escala de la historia, hemos tenido tanto tiempo libre. Pero más acumulamos ese tiempo, y más nos parece escaso. Como si, de tanto sacudirlo, hubiéramos roto nuestro reloj de arena, y que el tiempo se estuviera escurriendo de nuestras manos. Y allí estamos, cuales conejos de Alicia en el país de las maravillas, condenados a siempre sentir que vamos tarde, siempre esperados en una cita urgente en alguna parte. Entonces, después de ese día que habremos vivido tan rápido, lo que nos ocupa es menos el recuerdo de todo lo que hicimos que el pesar de todo lo que nos perdimos.
Jea Giono, el escritor francés, oponía la flecha del tiempo a la “redondez de los días”, esa forma eterna y estadística que nos proporciona ese sentimiento de llenura. “La civilización nos quiso persuadir que vamos hacia algún lado, una meta lejana. Nos hemos olvidado en el camino que la única meta es vivir, y que vivir lo hacemos todos los días y que a cada hora del día llegamos a esa meta, con solo el hecho de vivir”. Dinamismo, innovación, acumulación ¿con qué fin? Para reapropiarse el mundo, nuestras vidas, urge ir más despacio.
* Este artículo fue publicado en el periódico francés "Le 1".
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