Me gustan los hoteles. Esos sitios que te reciben con botones siempre flemáticos, con manos largas que jalan maletas de un lado a otro, como si nunca terminaran de llegar a ningún sitio. Este hotel, por ejemplo, en donde reservé para pasar el día de los muertos en la Ciudad de México, es todo lo que pido. Habitaciones silenciosas con una ventana que permite la vista a ese espacio desconocido, poco familiar. El recuerdo de que no estás en casa y la garantía de las sábanas limpias cada mañana.
Este hotel además, me ofreció un regalo mayor. Las habitaciones rodean el perímetro del hotel y en el centro del edificio, por el interior, hay un enorme foso que termina en un restaurante con un lobby de madera, lleno de sillones cómodos rodeando un piano de cola. Ese piano, lo toca una mujer que a las seis de la tarde interpreta una música melancólica y melosa que termina por inundar todo el edificio como si se tratara de un crucero sobre la avenida.
La avenida no es otra que la Reforma, que para esta fiesta luce como un enorme campo naranja de flores de cempasúchil. Dicen que esas flores son el juramento de amor de dos amantes aztecas. Su amor duraría mientras estas flores naranja incandescente llenaran los campos de sus dominios. También dicen que son las flores de los muertos, porque su centro contiene el calor del sol e ilumina las tumbas en donde se depositan.
Estaban iluminando, por ejemplo, el altar en la abarrotería a donde pasamos a comprar botellas de agua. Dos fotos blanco y negro, con la tinta difuminada por el desgaste, quizá sin haberlo pensado mucho, pero con la clara impresión de que se trata de fantasmas y no cualquier fantasma sino los difuntos de la cajera quien compartía unos rasgos físicos impresionantes con los muertos.
Pero esa muerte no es tristeza en la Ciudad de México, llena de gente disfrazada de alegres calaveras o ángeles con las alas rotas recorriendo la Roma. Es de alegría de encontrarse con la memoria. Como si ver atrás fuera un ritual maravilloso porque cierra un círculo del tiempo y entonces se le vence un poco.
Por eso, calaveritas y alebrijes adornan también la Reforma. Campo naranja, que por las noches se torna violeta por la iluminación que circula el Ángel dorado, el último vigilante del tiempo que acá es siempre el mismo.
El día de los muertos en México se celebra el dos de noviembre. Y ese día estalló una alegría modesta y menos teatral que la de un Halloween, pero mucho menos tímida. La gente, seguía disfrazada por las calles, mientras los niños pedían dulces en cada quiosco de revistas, en donde también nos deteníamos con mi hijo a buscar cómics y libros a cinco pesos.
Pasamos el día entre gente disfrazada y largas avenidas imperiales. En el Centro melancólico con sus organilleros curtidos por el sol y las arrugas y el inconfundible olor del pan y el azufre. Y esa noche, para cerrarla como mandan las leyes de la alegría, fuimos a ver las Luchas a la Arena México.
Habían preparado una escenificación de lo que ocurre en los avernos mexicanos el día de los muertos. Pelearían la Luna, el Sol y sus guerreros. Todo comenzaba diminuto, con peleas de gente de talla chica. O ultra chica como MicroMan, un luchador pequeñísimo que rompía con los nervios de los turistas que lo veíamos enfrentarse a sus oponentes con jocosidad. Oponentes pequeños, pero más altos que él.
Después de gritar MicroMan como si le hubiéramos apoyado desde siempre, éste cerró la pelea subiéndose a las cuerdas de cabeza para hacer un salto para atrás, que parecía hecho para un clavadista de Acapulco.
Luego vinieron los titanes del ring, enormes hombres de trescientas libras capaces de dar volteretas como si se tratara del circo Chino. Bailarinas y bailarines durante el intermedio, representaban una lucha de calaveras con sables y faldas largas. Y bueno, también la chica que salía con el número de la caída en turno, que arrancaba chiflidos que se ahogaban en los gritos de la afición pidiendo otro salto mortal desde las cuerdas.
En el taxi de vuelta al hotel descubrimos que todo aquél show nos había dado hambre, pero que también era la una de la mañana. Así que fuimos a la única taquería abierta y mientras caminábamos hacia ella, volví a ver los altares y las flores naranjas. También reconocí una foto de Rulfo por ahí.
Rulfo tiene un efecto muy intenso en mí. Resulta que encontré algunos audios del mismo Rulfo leyendo sus cuentos. Descubrí que la voz de Rulfo se parece mucho a la de mi abuelo, quién nos dejó en la Navidad del 2015, entre la incredulidad y el inicio del primer gran duelo.
Yo lucho constantemente por no olvidar su voz, la de mi abuelo. Y cuando oigo la de Rulfo quiero creer que es él, contándome las historias de sus aventuras por los pueblos donde vivió. Historias de caminos que recorrió descalzo hasta sus 18 años, como quién no encuentra camino seguro en la tierra. También como Rulfo, mi abuelo era elegante y esa elegancia encontraba un enorme contraste por su amor al campo, a donde iba de pantalón sastre y camisa planchada, zapatos brillantes y limpios.
No he ido a su tumba desde que murió, aquella Navidad de hace tres años. Prefiero ir a donde está vivo: en mi recuerdo. Y quizá rememorar su risa. Depositar una flor de cempasúchil en el altar de su recuerdo, calentando en mi pecho el inmenso cariño que no termina, como el de los amantes aztecas. Así la noche, en la Ciudad de México.
Mercedes Escoto /
Me encanta, como siempre las historias no contadas detrás de la si contada, Saludos,
Miriam /
Qué bonito artículo. Me recordó la película COCO, retrata muy bien lo que menciona y el tributo y respeto por la memoria de la gente querida que se nos adelantó en el viaje.
Trudy Mercadal /
Qué crónica más hermosa. Describe muy genuinamente un sentimiento universal para todos quienes hemos perdido seres amados.