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No nací en Guatemala, a mí me nació ella así

Nunca dudé. Ni una sola vez atravesó mi mente ser otra cosa que guatemalteca. Nací en otro país, me crió una madre de otro país y crecí en otros países.  Hablo con acento indefinido y cargo con pedazos de identidad sin que ninguna se consagre totalmente. Como un ritual, todavía recojo y conservo piedras de cada lugar que he conocido. 

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Pero mi país, Guate, se me metió en las venas desde que puse un pequeño pie en él. Así, yo fui la piedra y ella me recogió y me conservó. Como si nos hubiéramos conocido siempre, lo natural era enamorarnos. Nunca la solté y ella nunca me soltó a mí.

No recuerdo al país donde nací, pues durante los escasos dos años que pasé allí no era consciente del espacio y el tiempo, esa ilusión de la cual nos volvemos esclavos al crecer. Brasil es una idea efímera, una profunda admiración de su energía vibrante y pasión que he absorbido en su música y arte, especialmente. Argentina, de donde viene mi madre, representa mis cimientos con su larga tradición, imponente estética y la autoridad que refleja, como de hermana mayor – más experimentada. Colombia, el país donde tejí mis planes de infancia, envuelve mi corazón y no hay día en que no la extrañe.  Cuando sueño que soy niña ,estoy ahí, en una sábana intensamente verde y húmeda de rocío matinal; huele a chocolate caliente con queso derretido y arepas.

Cuando llegué a la ciudad de Guatemala la primera vez – calculo que después de esa, he regresado una veintena de veces – fue la sangre de mi padre la que me abrazó y me enseñó sus tesoros. Jugué durante horas interminables en el patio de la casa de mi abuela en la zona 1, explorando cada flor, cada insecto, levantando cada piedra.  Mi planta favorita era el fruto de la Quinceañera, cuyo capullo se enroscaba como un gusano cuando lo apretaba. Subimos al techo con mi hermano y ahí memoricé el entramado de las calles, admiré los edificios majestuosos de la Plaza Central, practiqué conectar letras y sus sonidos para leer los rótulos. C-A-P-R-I. “¿Qué significa y qué venderán ahí?”, me pregunté.  En otra ocasión, un poco mayor, fui a ese cine a ver mi primera película en pantalla grande: The Goonies.

Caminé por las calles del Centro y me pareció el lugar más emocionante del mundo. Anteriormente había vivido en Lima, pero no tenía suficientes recuerdos de la ciudad en sí. Solamente de la playa El Silencio, donde me divertí jugando en la arena – y comiéndomela también, según me cuentan.  Guatemala era divertida, llena de colores, calles llenas de gente, ruido, carros, motos, ventas. Y el viento. Cuando cruzábamos la Plaza Central para ir al mercado o a La Samaritana, el viento te despeinaba y todo parecía salvaje y peligroso. Un peligro contenido, eso sí… o quizás encubierto. Soldados armados rodeaban los espacios públicos; no sé por qué, pero nunca me pareció que eso pudiera ser un buen presagio.

El mercado olía fuerte. No sabía si me gustaba o lo odiaba, pero si me hubieran soltado la mano, seguramente me hubiera ido a explorar entre los bultos, verduras, frutas y canastos qué era lo que producía ese olor entre rancio y dulce, a guardado pero a la vez refrescante.  Viviendo en Perú, tengo el recuerdo lejano de haber visto a alguna mujer indígena, con su falda larga y oscura, largas trenzas negras a los lados y una mirada seria, dura, penetrante.  En el mercado me volví a encontrar con esas miradas, detrás de mejillas rasgadas por trazos hondos. No eran arrugas sino cañones en un desierto eterno.  Ojos de ónix lustroso.  Muchas veces me quedé hipnotizada observando a las mujeres indígenas en el mercado hablar en un idioma que yo no entendía. Habían tantas K y Ch que me adormecía su susurro y cosquilleo.  Probé frutas aterciopeladas y pegajosas, otras masudas y porosas. Mordí mangos con pepita, comí elotes asados con limón y sal, regresando a casa con los dientes llenos de sus restos.

En la casa de la abuela, los grandes fumaban y tomaban café con leche durante lo que yo percibía que era todo el día. Ni siquiera recuerdo qué comían.  Me tomaba los culitos del café con leche con exceso de azúcar que dejaba Lili por toda la casa y a la hora del almuerzo esperaba ansiosa el toque agitado del aldabón, para salir corriendo por el largo pasillo junto a la cocina y saltar a los brazos de Chire.  Con la abuela probé las tortillas calientes con sal, el pollo con loroco, los refrescos – de súchiles y de tamarindo, por ejemplo -, las champurradas y las xecas. Caminamos por los parques, observé a los lustradores y los vendedores de lotería, caminé por las aceras, tratando de no pisar la línea. Todo era una aventura para mí. Cada día un descubrimiento.

Notaba las diferencias entre las personas, el color de la tez, la forma de vestir, niños con zapatos y sin ellos. Empecé a escuchar de las clasificaciones. Esto va aquí, esto va allá. Un orden. Unos eran más que otros. Nunca pregunté por qué, suponiendo que todo esto era así porque era así y ya.  Una parte de mí lo aceptó pero otra nunca dejó de intentar entenderlo, explicarlo y cambiarlo. De hecho esa parte de mí sigue en esa búsqueda y es la misma que nunca ha aceptado eso de que “así es como hacemos las cosas y quién sos vos para cambiarlas”.  Si todos aceptáramos eso, las cosas nunca cambiarían.

Siempre me pareció que realmente no era de ninguna parte, que he sido extranjera desde el primer respiro, que no pertenezco ni encajo. Pero me hice guatemalteca y celebro mi decisión todos los días.  Sumo y construyo, levanto desde escombros y dibujo el futuro. Estoy convencida de que lo que llevo dentro es tan diverso como el mundo que he caminado y que desde esa perspectiva puedo seguir cambiando lo que no estoy dispuesta a aceptar y a absorber aún más lo que me ha regalado ese país. Eso es lo que me hace ser de aquí: que no hay manera que deje de amar todo lo que es, con su dulce y su amargo.

Para amar a Guatemala no hace falta nacer ahí. Sólo hay que dejar que te sienta y que se apropie de ti, que se manifieste a través de tus sentidos y verla con el ojo desnudo, sin el manto de prejuicio con el que a veces nos protegemos.  Para amar a Guatemala ni siquiera hay que estar ahí, sino llorarla noches enteras cuando estás lejos. Tenés que extrañarla, tratar de entenderla y aceptar que lo mejor de ella está en cada uno de nosotros, los que hemos tenido la dicha de ser parte de ella.  Para querer a Guate no hay que tener pasaporte ni DPI, solamente levantar la frente cuando pronuncias su nombre en cuanto te preguntan de dónde sos. Soy de Guatemala. Soy guatemalteca. Sin titubear ante la complejidad que eso implica, que encierra al bien y al mal, la mentira y la verdad, el ayer y el mañana.  Es una promesa de enmendar lo roto, de perdonar al otro y de defender lo que está bien.

Yo la llevo conmigo en mi recorrido, marcando mi paso, recordándome cada día de la responsabilidad que tengo de no fallarle, de ser digna de pertenecerle, de regresar.  Pero si no regreso, seguiré siendo guatemalteca, porque ahí decidí convertirme en la que soy hoy. Si muero en ella, moriré por ella y si muero lejos, regresaré en el viento que despeina.

(Guatemala cumple 196 años de independencia colonial. Es democracia desde hace apenas 32. Tenemos la oportunidad de construir este país joven. Es un honor, no lo desperdiciemos.)

Mariana Castellanos
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Guatemalteca por decisión y gitana por destino, recorre el mundo buscando desaprender para aprender. Estudia la corrupción y la fiscalización social - promueve su conocimiento y concientización. Cuestiona, investiga, escribe y baila mientras cocina.


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COMENTARIOS

RESPUESTAS

    Gerardo /

    20/09/2017 10:34 AM

    Guatemala se merece lo mejor. Los chapines debemos comprender lo complejo que es Guate y sacar lo mejor de nosotros, no lo peor. Mi amor por el país no lo demuestro solo el 15 sept ni durante una marcha ni mucho menos cuando me echo los tragos...lo demuestro tratando de ser mejor y de rechazar lo que es dado como normal -alo corrupción-

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!

    Esteban el Extraño /

    19/09/2017 7:29 PM

    Suele suceder que quienes no nacieron aquí pero el destino los ha traído resultan amando más esta tierra bendita donde aburrirse parece imposible... Bonitos tu recuerdos. Gracias por querer tanto a tu, a nuestro pais.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!



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