La ciudad de los libros de Marsé, y la de El embrujo de Shangai en especial, es una versión mucho más vieja que la del imaginario de la capital catalana que se abrió a los de mi generación con otro fuego de artificio, el de la flecha del arquero madrileño Antonio Rebollo que prendió el pebetero del Estadi Lluis Companys de Montjuic para dar por inaugurados los juegos olímpicos de Barcelona en 1992.
Poco antes de aquella olimpiada, Barcelona, me contarían después mientras yo estudiaba periodismo en la ciudad, había dejado de darle la espalda al mar: la renovación urbana y la inversión millonaria que precedió a los juegos reabrió viejas playas, expandió otras, creó circuitos comerciales y de ocio en los distritos aledaños al puerto e intentó despojar de su impronta canalla a La Ribera y El Rabal, los eternos barrios bravos de inmigrantes sin papeles, de marinos recién llegados, de prostíbulos, de cuchillo y página roja que diría el poeta salvadoreño Roque Dalton.
El tufo a ciudad recién pintada, al final, se siguió oliendo un buen rato en el renovado litoral barcelonés, pero sus olores y vibras más viejas, sus historias en blanco y negro nunca se fueron de sus barrios.
Esa Barcelona añeja, la de retrato en color sepia, no se va nunca. Existe siempre en los murmullos que suben desde sus aceras milenarias, los que se cuelan entre las esquinas monumentales de sus barrios burgueses o los que se descubren, de súbito, en forma de una plaza o una iglesia medieval que se asoma, imponente, entre las callejuelas del Barrio Gótico. Y existe en los libros de los cronistas que hicieron de ella su lienzo.
La Barcelona de Juan Marsé (1933-2020), como bien reseña el obituario que le acaba de dedicar El Periódico de Catalunya, no es una ciudad de “oropeles”. Es, si se la explora desde las páginas de El embrujo de Shangai, un sitio triste. Esta es la Barcelona gris de la posguerra civil, una que en las letras de Marsé es opresiva, pero en la que también existen torres y ventanas desde los que escaparse a sitios más luminosos.
El Embrujo de Shangai es un libro que cuenta dos historias, la de esa ciudad que se sumió en la larga tristeza que siguió a la derrota republicana y se prolongó durante los años aciagos del franquismo, y la de un niño que busca, cómo no, en historias de héroes y aventuras lejanas los bríos que no encuentra a su alrededor.
Marsé es preciso, siempre, cuando describe esa ciudad. No requiere de artificios. “En el interior del zaguán anidaba ciertamente un tufo a miseria casi permanente, pues era refugio nocturno de mendigos… el olor a gas no salía de ahí, sino de la maltrecha acera que pisábamos, de las grietas donde crecía una hierba rala y malsana”, describe el escritor su Barcelona decrépita desde los ojos del Capitán Blay, un viejo guerrero que deambula vencido por las calles de la ciudad.
Y luego, cuando nos hace huir con Daniel, el protagonista, Marsé nos eleva sin remordimientos a un lugar luminoso, la torre de una casa vieja en un barrio viejo donde se cuentan historias sobre lugares lejanos que palpitan: “Me sentía flotar en la más pura irrealidad, confinado a un barrio petrificado y gris cuyos medrosos afanes no tenían absolutamente nada que ver con las emociones que por la tarde me esperaban en la torre”. La torre es una promesa de Barcelona, de la vida, a la que Marsé, a pesar de todo, siempre parece rendirse.
En los albores del nuevo milenio pateé las calles de la Barcelona de Marsé. Y escuché los ecos de aquella ciudad introvertida, los susurros del Capitán Blay y de Daniel. Las ciudades que no son las propias, a las que uno llega a amar con intensidad, siguen existiendo, cuando se las ha dejado para siempre, en los recuerdos de pequeños rincones, y en libros como los de Juan Marsé.
Juan Marsé murió el 18 de julio de 2020. Me queda su libro, que es una ciudad.
Luis Paraiso /
este titulo "Un libro que es una ciudad" me recordo un poema y ya leyendo el articulo hay algo que los une.
WERNER OVALLE LÓPEZ
CONCEPTO DE CIUDAD
Una ciudad no es sólo el apagado diamante del asfalto.
Ni el murmullo periódico de teatros y oficinas
donde se aprende que la paz no existe.
Ni las vitrinas policromas donde quiebran su mirada
los niños y las muchachas pobres.
Ni los hoteles donde se ama con besos clandestinos
y manos internacionales.
Ni los parques testigos de gestos prohibidos
y decisiones súbitas.
Ni los restaurantes que disfrazan la agria realidad de los mercados.
Ni los monumentos que vulgarizan el olvido de hombres y de símbolos.
Ni los vehículos impulsados por el tiempo, la muerte o el delito.
Ni las alegres avenidas donde desfila ciega la tristeza.
Ni las iglesias donde
los mendigos no le piden a Dios sino a los hombres.
Ni los opulentos edificios que no emocionan sino amenazan
como pulpos.
Una ciudad es un inmenso corazón consternado
donde la sangre colectiva circula lentamente,
irregular, insomne, vestida de teléfonos,
de mujeres derrotadas, de poetas frustrados,
de victoriosos mercaderes, de genios anónimos,
de políticos que digieren fácilmente la palabra "democracia"
y obreros indigestos con la misma palabra...!
Pero también en ella vive perpetuamente
una conciencia humana
equilibrada y
justa....