Nueva York es una ciudad de refugiados. Nueva York es un gran refugio. La ciudad ha dado alivio a italianos, judíos, españoles, colonos del imperio otomano, rusos, polacos, escandinavos, griegos, latinoamericanos, africanos… Ya hablaremos de eso.El ferry se ha alejado de la estatua, que se hace chiquita y ya no s tan atractiva para las fotos.
Es buen momento para volver a popa. Ahora aparece, compacto, espléndido, todo el paisaje urbano de la parte sur de Manhattan. El centro financiero de la ciudad, downtown, se alza como un conglomerado de rascacielos, una fantasía urbana. Una promesa. Una declaración de tantas cosas…
Tenía casi dos décadas de no ver la ciudad desde esta perspectiva. Desde 1998. Pero entonces, lo que se imponía al volver la vista a la ciudad eran dos magníficas torres que componían el World Trade Center. Las Torres Gemelas que, tres años después, serían víctimas del peor atentado terrorista que Estados Unidos haya padecido. La pesadilla americana.
Estuve en ellas por última vez pocos meses antes del atentado, en un viaje de trabajo en el que llevé a un colega fotógrafo, Milton Flores, que visitaba por primera vez Nueva York, al observatorio de la torre 1, para que viera la ciudad desde el cielo.
Después llegaron los aviones. Y los bomberos. Y los policías. Y los edificios en llamas. Y comenzamos a ver puntitos que caían y la cámara se acercó y vimos, por televisión, que eran personas que se tiraban desde los pisos más altos, empujadas por el abrasador calor de las llamas.
De toda la enormidad de letras que se publicaron sobre el 11 de septiembre, creo que nada me impresionó tanto como un poema. Un poema de Wislawa Szymborska, llamado simplemente Fotografía del 11 de Septiembre:
Saltaron desde los pisos ardientes
uno, dos, unos cuantos más,
más arriba, más abajo.
La fotografía los retuvo en vida,
y ahora los mantiene
sobre la tierra hacia la tierra.
Cada uno aún completo,
con un rostro particular
y con la sangre escondida
Aún queda tiempo
para que el cabello se suelte,
para que llaves y monedas
caigan de los bolsillos.
Aún están al alcance del aire,.
en la brújula de los lugares
que acaban de abrirse
Puedo tan solo hacer dos cosas por ellos—
describir este vuelo
y no agregar una última línea.
Catorce años después, y con la reluciente Freedom Tower ya funcionando, aquel suceso parece hoy una efemérides, una cita histórica, un capítulo cerrado.
Hoy hay dos enormes agujeros en el lugar donde estaban las torres. Agujeros negros en los que cae agua. Al centro de cada uno de ellos hay otro agujero por donde el agua se precipita como cascada hacia el inframundo.
El cronista E.B. White escribió en el verano de 1948 -varios años antes de que las torres gemelas fueran siquiera construidas- un ensayo titulado “Aquí está Nueva York”. Es un interesante homenaje a la ciudad en el que no pasa de lado la construcción de tantos y tantos rascacielos. Para entonces ya servían de postales el Empire State, el edificio Chrysler, el Woolworth… Al final del texto, que coincidió con el inicio de la construcción del edificio de Naciones Unidas en la Primera Avenida, White escribió: “La ciudad, por primera vez en su larga historia, es destructible. Un solo vuelo de aviones no mayores que una bandada de gansos puede rápidamente terminar con la fantasía de esta isla, quemar las torres, destrozar los puentes, convertir los pasadizos subterráneos en cámaras de la muerte, cremar a millones. La intimación de la mortalidad es parte ahora de Nueva York: en el sonido de los jets sobre nosotros, en los negros encabezados de la última edición… De todos los objetivos, Nueva York claramente tiene una cierta prioridad. En la mente de cualquier soñador perverso que pierda la luz, Nueva York debe tener un encanto irresistible”.
White murió en 1985. Alcanzó a ver la redefinición del paisaje urbano que significaron las Torres Gemelas -inauguradas en 1972-, pero no su destrucción. Su premonición se cumplió. Su profecía no. La ciudad no se destruyó. Mostró una vez más su capacidad de reinventarse. Hoy, desde este ferry, el paisaje urbano lo domina la Freedom Tower, el edificio de 541 metros de altura (¡más de medio kilómetro!) que se levantó como el más alto del hemisferio occidental, la respuesta inmediata de la ciudad ante los ataques.
Abrió sus puertas apenas el año pasado. “Un edificio blindado contra los ataques de un mundo exterior en el cual ya no confiamos”, dijo el crítico arquitectónico del New York Times, Nicolai Ouroussoff, cuando la nueva torre era apenas un diseño tridimensional. Hoy la tercera parte de la torre la ocupan las oficinas de las revistas del conglomerado Condé Nast, que incluye entre ellas The New Yorker, Vogue y Vanity Fair.
Nueva York sigue su marcha.
Esta ciudad es a su vez el poster mundial de Estados Unidos y el lugar que menos se parece al resto del país. Liberal -¡liberalísima!-, vanguardista, dura. Fantástica. Una ciudad sin calmas. Sigue siendo un refugio de emigrantes. Sigue siendo el centro del mundo. Con los brazos abiertos para los que vienen de fuera. Una ciudad construida por extranjeros, en la que se hablan todos los idiomas del mundo. Y también una ciudad que debe buena parte de su fantástica monumentalidad a la explotación y saqueo de los países de donde venimos casi todos los que estamos aquí. No es posible entender Nueva York sin asumir estos contrastes. Sin aceptarlos como parte de una complejidad sin paralelos. Capital financiera del mundo y capital de la resistencia negra, de la protesta folclórica. Capital cultural del mundo. Capital del arte. Capital de la noche. Adicción y veneno que intoxica a la mayoría de sus habitantes que buscan cómo sobrevivir en la ciudad, cómo seguir aquí. I want to be a part of it, New York, New York…
Una ciudad en frenesí, ansiosa de volverse a inventar todos los días. De inventarse en la calle.
Cuando alguien me dice que viene por primera vez a Nueva York, siempre le pido que antes de abordar el avión fije en su memoria todas las imágenes que tiene de esta ciudad. Que las tenga lo suficientemente claras como para compararlas con el encuentro en persona.
Solicitar esto parte de un presupuesto: todo mundo la ha visto tantas veces, de tantas maneras, que se ha creado una imagen sin haber puesto nunca un pie aquí. Al que viene por primera vez, todo le parece familiar. Allí está el Empire State, Central Park, la Estatua de la Libertad. Los leones de la Biblioteca Pública, la fuente de Lincoln Center o la Estación Central. El puente de Brooklyn, Washington Square, Wall Street, el Plaza; la torre Chrysler, Naciones Unidas, el Flat Iron, Rockefeller Center… ¡Times Square!
Y a pesar de lo familiar, cada primer encuentro acelera el ritmo, dispara la adrenalina, corta el aire. Allí está el Empire State. Allí está. Mira. Mira. ¡Mira!. Es una sensación que solo encuentra paralelo en el avistamiento de una estrella de cine a la que nunca hemos visto en persona, pero que le conocemos todos los gestos: el llanto, la risa, los nervios, el enojo. Y de pronto la vemos en algún lado. Allí está Meryl Streep. ¡Mira! ¡Meryl Streep!
Aquí está. La ciudad fantástica que se alza por encima de las nubes, que desafía las piernas –y los cuellos, y la capacidad financiera– de los visitantes.
Para el resto del mundo, Nueva York es Manhattan; y Manhattan es un escenario de cine que es a la vez el personaje principal, la gran promesa que se presenta como el centro del mundo. Y lo es. El centro diplomático, el centro financiero, el centro cultural, el centro intelectual, el centro arquitectónico, el centro gastronómico, el centro… Pero Nueva York es, para bien y para mal, un complejo mundo compuesto de submundos, de los cuales el menos interesante es el que presentan las tarjetas postales. La mayoría de los turistas no lo ven.
El ferry ha llegado a Staten Island, uno de los cinco barrios que componen la ciudad de Nueva York.
Es el menos desarrollado de todos. Al sur de Staten Island hay colonias residenciales que parecen construidas a partir de las imágenes de suburbios de clase media americana que salen en las películas: comunidades totalmente blancas, viviendo en casas grandes y feas, que en el porche han colocado varias banderas de Estados Unidos. Staten Island es la parte más provincial de Nueva York pero tan parte de ella que aún llora por los residentes, bomberos y policías, que murieron intentando rescatar gente en las torres gemelas.
Más al centro, y al norte, esta isla es hogar de decenas de miles de inmigrantes, sobre todo asiáticos y latinos, que han conseguido aquí residencias más baratas; y que todos los días deben tomar el tren interno o el bus para llegar al ferry y embarcarse hacia Manhattan, donde trabajan, casi todos, en el área de servicios o de la construcción.
Fue aquí donde, hace siglo y medio, se instaló Giuseppe Garibaldi después de avivar el fuego brasileiro. Puso una fábrica de salchichas y quebró, y partió a Centroamérica. Fue aquí donde, hace casi exactamente un año, Eric Garner, un hombre negro que vivía de vender cigarrillos sueltos, fue asfixiado por la policía, lo que desató protestas en todo Estados Unidos.
No parece haber nada interesante para los turistas. La mayoría de ellos descienden y se quedan en la terminal de St. George. Buscan la sala de espera para regresar lo antes posible a Manhattan. El ferry de vuelta les ofrece una oportunidad más para tomarse la foto de la postal.
Yo me he subido a un bus que me lleva al centro de Staten Island. Frente a mi, una señora salvadoreña viaja con su hijo. Es domingo, su día para estar con él. Vive aquí desde hace cinco años. En Staten Island, dice, porque la renta es más barata y porque aquí vivía su prima, que fue la que la recibió. Vino huyendo de un país pobre, de un país violento, de un país en el que, me dice, no quería que su hijo creciera. “¿Y qué iba a hacer allá? Terminar en las maras o muerto. Ay mire, no quiero ni pensarlo. Gracias a Dios que me lo pude traer. Aquí estamos bien.” Trabaja en un almacén en Manhattan. Va y viene en ferry, todos los días. Eso quiere decir cinco inviernos bajo la nieve. “A todo se acostumbra uno”, me dice. Menos a vivir en El Salvador, la increpo. “Yo ya me había acostumbrado. Pero no quiero que mi hijo se acostumbre”, me dice sonriendo. “Aquí estamos bien”. Este es su Nueva York. Este es su refugio.
P.D. Hace poco vino de visita un amigo salvadoreño. Aterrizó y entró con visa; tomó un taxi y se hospedó en un buen hotel en el centro de Manhattan. Es un hombre adinerado, conservador, muy religioso. Pero es un buen hombre. Cuando le pregunté qué le parecía la ciudad, me dijo que demasiado alocada. “Me gusta, pero no me gustaría que mis hijos crecieran aquí. Es una ciudad sin valores”. No pude evitar pensar en la señora del bus en Staten Island.
Francsico Orantes /
Excelente artículo, sin conocer NY me colcó allí, en el mero centro de esa ciudad. ¡Felicitaciones!
Claudia /
Qué bonito tener alguien escribiendo sobre otra ciudad, abriendo nuestros horizontes. Solo espero que sus notas nos ensenen no sólo lo bonito de Nueva York, sino también las contradicciones que existen en esa ciudad tan aclamada...
Roberto Ayala M. /
Bonito articulo, agradable de leer. Como cada gran ciudad, cada vez que se la visita tiene algún angulo nuevo, un angulo reconocido, y uno "común o muy familiar". En mi mas reciente visita mi angulo favorito fue MetLife building visto desde Park Avenue, una de esas postales de la ciudad como las que menciona el senor Dada. Saludos.
Tan linda ciudad