Ahondar en las razones del desfase exige un diagnóstico fundamentado en la historia institucional del país, un modelo explicativo de la discapacidad a todo nivel, y una valorización sobria de la desvertebración nacional que resulta. En sentido certero, se estudiará la fenomenología del subdesarrollo político, que habrá de incluir una teoría de la decadencia político --o bien del anquilosamiento en el fracaso de las élites-- junto con la convicción que la idea y curso de la política en Guatemala deben analizarse independientemente de los experimentos con la modernización llevados a cabo en otras latitudes del planeta.
Esta perspectiva apunta al valor heurístico del análisis comparado de sistemas de gobierno, no sólo como sistemas de poder, sino también como sistemas valorativos, portadores de creencias y normas que existen en la sociedad política y penetran hasta el meollo. El sistema de gobierno y de poder aquí en la mira es el patrimonial, o sea el principio del soberano como dueño y administrador de la riqueza territorial, árbitro final en la competencia por privilegios y concesiones, fueros y exenciones, y responsable, en primera y última instancia, si no por el reparto directo de la riqueza entonces por la oportunidad a enriquecerse.
El clientelismo no como aberración sino como herencia
El orden patrimonial no es de ayer ni pasa desapercibido hoy. Ofende el régimen de privilegio las sensibilidades de muchos y la indignidad que provoca se descubre denunciada con frecuencia en los medios de comunicación como la corrupción de un “Estado clientelar”. Suena y resuena los clamores que condenan lo que en apariencia son aberraciones de conducta propensas a ser corregidas en derecho en lugar de reconocer un modus vivendi sistemáticamente practicado desde hace siglos. En realidad, la transición política que vive Guatemala bajo la Constitución de 1985 ha progresado a la par de la adecuación al patrón inmemorial de la autoridad patrimonial.
Todos los procesos de definición democrática, todas las ideas identificadas con la modernización política, desde las recetas de conducta hasta las herramientas al servicio del cambio anhelado, se encuentran enfrentadas, realmente combatidas, por la capacidad de resistencia de fuertes expectativas de recompensa ancladas en el patrimonialismo. Terminan las ideas y procesos adecuándose a la tradición a costo del cambio sugerido. Como cualquier institución de raigambre histórica, la autoridad de tipo patrimonial ha sufrido un proceso evolutivo sui generis en el tiempo y en la geografía, y en términos de intensidad y de alcance al realizar sus operaciones. Ejercer el poder patrimonial, es decir, controlar el aparato burocrático que es la esencia del Estado guatemalteco, es la orientación de los partidos políticos de éxito porque es el objetivo de quiénes los financian; y beneficiarse del ejercicio del mismo poder es la expectativa de quiénes militan en los partidos al igual que los intereses que llegan a representar.
Para entender bien una cosa, saber con alguna detención sus ingredientes, es preciso ponerse al compás de su existencia como idea tanto como acto tangible. Cabe hacer un ahondamiento que deje entrever cómo el patrimonialismo iba en acompañamiento de la historia guatemalteca desde la instauración de la Colonia, y cómo la preferencia por el tipo de autoridad soberana que constituía aquél haya sobrevivido la separación de España y perdurado hasta el presente. Entre la gama de instituciones conexas que suponen una mirada conceptual en este ensayo figuran la sociedad civil, el estado de derecho, el constitucionalismo, la soberanía del pueblo, la legitimidad, la república y, por supuesto, la propia democracia anhelada. (No se harán disculpas por las largas excursiones por la historia comparada o la sociología política ya que ambas han prestado servicio a la ciencia política y con resultados admirados.)
Se utilizará el análisis comparado en por lo menos tres dimensiones:
1) la comparación entre diferentes momentos de la historia institucional de Guatemala entendida como un proceso evolutivo,
2) entre la experiencia guatemalteca y la iberoamericana genérica con el patrimonialismo, y
3) entre el patrimonialismo como expresión de poder y otras expresiones de poder en la tradición occidental como el feudalismo, la poliarquía, la plutocracia y otras. Abundan fuentes ilustrativas.
La tesis patrimonial es una tesis académica y tendrá que lidiar con uno de los teóricos más notable del siglo XX que haya contemplado la sociedad y sus complicaciones. Casi toda la sociología posterior a Max Weber está en deuda con él, no sólo por las luces que encendió sino por las reclamaciones que las escuelas alternativas sentían obligadas a oponer en reacción a su poderosa influencia. Sigue siendo indispensable este sociólogo alemán; no el Weber de la ética protestante en el espíritu del capitalismo sino el de la racionalidad de la acción humana, el del peso de la historia institucional en la definición del orden político, y el de la modernización entendida como una incógnita.
Con un sólido andamiaje de criterios sostiene Weber que la administración pública tiene sus orígenes en la aplicación intensificada de procedimientos burocráticos inventados en la fase primitiva si no en la tardo-medieval del posterior Estado moderno. Weber llama este tipo de estado y la autoridad que practica patrimonial. El estado patrimonial es pre moderno; la administración pública en sus manifestaciones tradicionales lo es también. O sea, fue el proceso evolutivo de la administración pública durante el antiguo régimen que terminó por afianzar el Estado moderno, no el inverso. Esta exploración de la Guatemala invertebrada irá adelante en estrecha colaboración analítica con el lenguaje conceptual weberiano y con las convenciones intelectuales de su sociología política.
El patrimonialismo como dominación
El patrimonialista es históricamente un estado que ejecuta la apropiación sistemática de excedentes económicos a favor de los rangos sociales dominantes del reino y, con el tiempo, a favor de la corona que entiende la expansión de su poder autoritario en la cooptación de los mismos rangos sociales dominantes. El histórico estado patrimonial es entonces una figura de dominación que entiende la libertad como una concesión, una gracia o merced. España, a partir de los Reyes Católicos, construye una de las burocracias patrimoniales de más alcance en la Europa de entonces; y a partir de su biznieto, Felipe II, traslada sus afinaciones a los territorios de ultramar.
Pensar en la posibilidad de orientar el curso del orden político hace del ascendiente de la democracia al poder una cuestión de primera importancia. El carácter cuasi sagrado que asumió la idea de la democracia tras la caída del Muro de Berlín creó sueños sublimes en muchos pueblos esperanzados que la pesadilla de la miseria, marginación y represión había terminado. El desafío de aquellas sociedades políticas desilusionadas con los resultados de la democracia, con su incumplimiento, su degeneración, su putrefacción, porque no replican los beneficios de las democracias del Atlántico Norte, está en saber tomar, leer e interpretar la radiografía. Hay un malestar con la democracia en un tercio de los países al sur del Río Bravo hasta la Tierra del Fuego; y no se limita a Ibero América. Afecta a países que pertenecen a la llamada tercer ola --la frase acuñada por Samuel Huntington para agrupar a los más de 70 países que penetraron las bardas del autoritarismo desde mediados de los 1970 hasta el cambio de milenio-- calificados de libre por el think-tank Freedom House, una organización no gubernamental liberal. cuya misión es definir, recabar e interpretar las medidas cuantitativas que se transforman en los derechos políticos y civiles que tipifican la democracia alrededor del mundo. Guatemala y un fuerte contingente de países iberoamericanos se montaron en esta tercera ola desde los 1980s. Pero ahora, en la primera década del siglo XXI, Freedom House detectó una “recesión democrática” que tendría que explicarse en términos de fracaso institucional caso por caso. Según Freedom House, uno de cada cinco que logró pararse en la ola volvió a caer en el miasma autoritario o, como mínimo, sufrió la erosión de sus instituciones democráticas. En 2009, se registró el cuarto año consecutivo de declinación en la condición de libre en el universo de países en la mira, el primer lapso de esta índole desde que se estableció el índice en 1973.
Como toda reversión, al igual que todo adelanto, el desgaste que sufren los experimentos democráticos tiene dimensiones de alcance e intensidad que permiten calificación y categorización. E importa entender que en el mundo de las ideas políticas será lo que le suceda a la idea como tal, y lo que resulta de su aplicación, lo más importante. Lo obvio debe afirmarse: estar en posesión de una idea, de un proyecto político, acerca de lo que no es, no es tampoco estar en posesión de la capacidad para alterar lo que es.
Una proporción significativa de las antiguas élites autoritarias, o bien las nuevas populistas, tendría poco interés en ver diluirse su poder y privilegio en las promesas de la democracia.
En países como Rusia, Irán y Venezuela, el liderazgo se apresuró a desmontar las tablas de la democracia en construcción recurriendo al manipuleo de resultados electorales, la compra o el cierre de los medios independientes de comunicación, y la intimidación directa de la oposición con vocería. Otro grupo de países en transición hacia un sistema más abierto y tolerante de repente cayó en una suerte de purgatorio entre el pecado acostumbrado del pasado autoritario y la penitencia democrática interminable. Es la situación de varios asociados y ex miembros de la Unión Soviética en Asia Central y los Balcanes donde la parálisis en las articulaciones de la democracia se ubica, al decir de los expertos, en el llamado paradigma de la transición.
Resignadas, sus poblaciones se debaten entre la prudencia del silencio y el cinismo duramente aprendido durante la larga noche totalitaria. Su liderazgo, reciclado de los caducos partidos comunistas, seduce con el discurso de apertura y participación y hace caso omiso de la inestabilidad crónica poniéndose los aparatos ortopédicos de la democracia enviados como asistencia extranjera.
Otro conjunto problemático surge en aquellos países que creen poner el cimiento de la democracia pero fracasan en la presentación de los servicios mínimos que hoy demandan las poblaciones activadas. Podrían caber en esta categoría la Ucrania de la revolución anaranjada, el África del Sur que derrotó el apartheid, o la Guatemala de la primavera democrática --la de antes o la de ahora.
Calificarse entre las democracias sólo porque los empadronados van a las urnas periódicamente para elegir un liderazgo no dice nada sobre la calidad o capacidad de las instituciones en situ para realizar un buen o un mal ejercicio de gobierno. Al no cumplir con las expectativas que la democracia imagina, estos países se enfrentan a la inestabilidad persistente y la acusación de ilegitimidad que provocan la zozobra y caos callejero. Ucrania ejemplifica por excelencia el patrón de “crisis permanente” desde la revolución democrática que generó la ilusión en 2004 a la violación constante de su autoridad soberana en 2014.
El patrón de la crisis permanente
Queda por discutirse si la Guatemala de los últimos 30 años también compite en esta categoría: la desigualdad material siempre extrema, la brecha entre ciudad y campo, la oportunidad económica que se aferra a jerarquías o expectativas tradicionales, el narco-municipio y el legislador embolsado.
El síndrome de la democracia incumplida tiene su exposición más intensa en la denuncia generalizada de la disfunción social y política a la orden del día: las maras, los robos, el crimen organizado al interior de la propia autoridad pública, los atentados a la integridad física y la inseguridad vivida en condición constante, problemas todos en los que hay avances pero todavía muchos retrocesos que van en detrimento de la legitimidad que la democracia anticipa.
No es ahora el espacio para la consideración pormenorizada de la decadencia política y la secuela de ingobernabilidad; basta reconocer que sobran motivos para cuestionar la efectividad de la democracia practicada y para comprender las ofertas populistas hoy, las tecnócratas mañana, que atienden la masa disgustada pero dispuesta a ser conducida por algún “genio providencial”. Entre las últimas ideas de las muchas con las que Octavio Paz fascina al lector de su clásico, El laberinto de la soledad, está la afirmación de que la sociedad moribunda o en trance de esterilidad tiene proclividad a salvarse en el mito.
En Guatemala, la transición, o la suposición de transición, de un pasado autoritario excluyente a un futuro de inclusión tolerante se hizo acompañar de uno de los mitos más poderosos de los últimos siglos--el de la democracia. Hace poco se conmemoró los 25 años desde el derribo del Muro de Berlín, ese símbolo a la vez de la tiranía como de la vocación por la libertad del hombre moderno (y también su problema fundamental), y fue imposible no tomar nota en la celebración de la exaltación que se le hizo a la figura de Mijaíl Gorbachov, el “mago de lo inesperado” al decir de un comentarista, “el hombre que cambió el mundo”. Todo clamaba cambio, reconciliación, nuevos rumbos hacia sistemas constituidos sobre el poder ciudadano. Democracia sí, plutocracia no.
Hubo una gran ilusión que duró más en aquellos países que tenían en su pasado cierto aprecio, o cierto éxito con un civismo que supiera limitar la autoridad soberana (gobernante) y minimizar la decisión arbitraria; y duró menos en aquéllos sin una tradición de estado de derecho, sin el poder de resistencia a las mayorías de voluntad general transitorias, sin la experiencia de coaliciones políticas estables en los vaivenes de la representación de intereses, y sin la capacidad para negociar con transparencia el alcance de los mismos intereses.
En lugar de atender los detalles de la democracia, se volvía a descubrir --al menos se creía-- el optimismo y la universalidad de la democracia al tanto que se hacía caso omiso del ánimo triunfalista de los nacionalismos virulentos, las animosidades étnicas y religiosas, y el espectro del desempleo rampante. Tenía la democracia mucha carga encima.
Las democracias se adecúan a las convenciones culturales
Son estas circunstancias la materia que conformó la realidad de la transición y sugiere el ámbito de tangibles de que el curso de la democracia tendría que ocupar. Históricamente, las instituciones se han forjado con lentitud en medio de los esfuerzos de la sociedad política por definirse y organizarse como proyecto. Y la misma historia evidencia la decadencia que puede ocurrir cuando el sistema político no se ajusta a las nuevas circunstancias que se presentan. Arraigadas en los patrones de conducta y en las expectativas de cómo se sobrevive, las instituciones son mucho más que la mera construcción o legislación positiva en virtud de alguna necesidad percibida, decidida o impuesta.
Las instituciones son un depósito de preferencias y prejuicios culturales que tienden a conservar si no convalidar los patrones de conducta acostumbrados y las expectativas de solución anticipadas. Y pueden corromper o condicionar la voluntad de cambio, la implementación de planes racionales acordados por la demanda democrática, o bien la estabilidad del pacto social.
Ni es una exageración afirmar que la decadencia política ocurre cuando el sistema político persiste disfuncional, discapacitado, entre el fracaso en los intentos por ajustarse al contexto de los nuevos rumbos y el compromiso inexorable con una constitución interna, harto tradicional, que resiste la demanda de cambio.
Guatemala invertebrada: La tesis patrimonial
La tesis es que Guatemala se acostumbra desde sus raíces al sistema patrimonial de gobierno. Las decisiones y operaciones que se toman y ejecutan en nombre de la autoridad pública alcanzan una dimensión estructural que tiende a borrar o volver borrosa la distinción moderna entre Estado y Sociedad Civil, haciendo de aquél el responsable principal en la creación de la riqueza, de las oportunidades, de las recompensas que el sistema político puede definir y repartir.
El Estado es patrimonial si asume la función de agente económico primario, en consonancia con los intereses privados y asume la función de árbitro final en el caso de las disonancias.” El Estado burocrático patrimonial es un estado administrador; aspira a administrar no sólo la cosa pública sino las partes de la cosa privada que puede intervenir. Justifica su participación en la cosa privada como garante de que la política económica privada tenga plena solidaridad con los “intereses del país” mientras que la cosa privada vaya adquiriendo un sentido de obligación pública y de incorporación a la organicidad de la economía nacional. El Estado materializa la oportunidad de riqueza dando concesiones y privilegios, administra el desarrollo del país y se ocupa de la prosperidad general y del alivio de las desigualdades que el crecimiento económico puede generar.
Para Max Weber, el modelo patrimonial de gobierno tiene su razón de ser en el impulso del primitivo Estado moderno por lograr una autoridad soberana sin asaltar de frente las fuerzas centrífugas latentes de un feudalismo menguante; es decir, aquellas fuerzas que impiden la centralización de la autoridad a la que aspira todo Estado moderno en su lucha por derrotar los vestigios del derecho feudal y señorial. Ese Estado quiere afianzar una autoridad absoluta pero todavía le faltan los recursos, humanos y materiales, para imponerla. Las élites acuerpadas en la aristocracia, las órdenes y corporaciones, los gremios, todas buscan conservar un régimen de privilegio, un estado de excepción, una particularidad jurisdiccional—las esencias del orden feudal. El recurso a la violencia es siempre una opción de la autoridad soberana en ascenso; pero prefiere cooptar estas fuerzas vivas en derecho. Hace de las partes un aliado de su aspiración, un socio patrimonial. He aquí las raíces del llamado Estado paralelo que tanto ejercita la imaginación política en los albores del siglo XXI. Mas no es paralelo; es una característica integral negociada que acompaña el proceso político y se adecua a las circunstancias de momento desde el siglo XVI. Es un aspecto fundamental de la constitución interna del Estado guatemalteco.
En tal sentido, se trata de una estructura institucional, un fenómeno de poder, de dominación, que busca la obediencia de quién fuere el objeto de la concesión patrimonial. En el modelo explicativo que aquí se trabaja, será el proceso mediante el cual el gobierno de turno establece su legitimidad y la posibilidad de gobernabilidad. De ninguna manera se quiere insinuar que se está ante un “deseo innato” determinado por la cultura. Sin embargo, obedecer pero no cumplir es una norma que adquiere no sólo sentido racional sino legalidad en la infinita maleabilidad de la ley. Hecha la ley, hecha la trampa, pues. En las operaciones históricas de la burocracia patrimonial la norma se deriva de la tradición --la creencia en la inviolabilidad de lo que siempre ha existido-- pero no se pierde el objetivo inmediato que es la dominación arbitraria sobre el sistema.
El Estado patrimonial, ese primer Estado moderno que se constituyó a partir de las coronas medievales en vías de despersonalizarse y que cobró plenitud en el siglo XVIII del despotismo ilustrado, se concibió a sí mismo como una expresión de dominación arbitraria. Si bien era conocida su opresión, su ejercicio de la autoridad pública a través de los siglos era la contraparte compensatoriapor medio de la cual gobernaba negociando las condiciones de las libertades contratadas con el soberano, por el actor de poder, el monarca en esos tiempos.
Donde el sistema de autoridad se impone arbitrariamente, es difícil no concebir el poder estatal como dominación; y más difícil todavía no concebir el poder estatal como impedimento estructural a la espontaneidad. Ahora, falta saber si en la perdurabilidad del patrimonialismo está la capacidad de condicionamiento que ha hecho del Estado, los partidos políticos y la sociedad civil ese deplorable simulacro de modernización política que no sólo carga la “generación de la paz” sino el entero experimento de autoridad pública y orden social en Guatemala durante casi 200 años.
José López /
Me parece que de este ensayo un politólogo carismático pero algo pajero saco la mayor parte de principios que hoy se le atribuyen. Muy buen trabajo del Dr. Cox.