La lucha contra la corrupción ha dado más resultados en los últimos dos años que en toda la historia de Guatemala. Una historia plagada de privilegios, impunidad, y conflictos de interés, que para una gran parte de ciudadanos es aceptable – y por alguna razón, difícilmente condenable. Otra parte de la ciudadanía, no obstante, comprende el sacrificio que implica desmantelar las estructuras paralelas de poder y reconstruir sobre cimientos sólidos. Pero el tiempo parece ser el enemigo común de todos; este es el momento preciso en que, o terminamos de eliminar los obstáculos para armar un país diferente, o continuamos agregando capas de mentiras y abuso que nos llevarán al colapso. Construimos o destruimos – como en todo acontecimiento decisivo, el timing es todo.
Desde que la dupla CICIG/MP empezó a moverle el piso a Guatemala, ha quedado a la vista la podredumbre sobre la que se edificó nuestro Estado. Lógicamente, los que han mantenido el sistema disfuncionando a su favor ven este combate a la corrupción como una pérdida de soberanía, una venganza ideológica, todo para evitar que se altere el status quo. Falsos defensores de la transparencia aparentan promover un cambio, pero terminan comprometiendo sus principios y pasan a ser co-optados por el sistema que se niega a la apertura, a soltar privilegios y a competir en igualdad de condiciones.
Obviamente, la corrupción no empezó con los escándalos de corrupción que se desvelaron durante la administración de Otto Pérez – sólo nos empezamos a enterar más de ella. Está enraizada en las fibras de nuestro tejido social, desde las primeras hasta las últimas relaciones de poder y en las porosas instituciones que sostienen nuestro Estado. Es importante entender y aceptar esto, porque es la única manera que podremos reconocer el mal a sanar. La disfuncionalidad ha permeado todos los estratos y niveles, la izquierda y la derecha; afortunadamente, hoy hay una fiscalización social que investiga, cuestiona y destapa los delitos. La lucha contra la corrupción no se trata de ideologías ni de unirnos con una misma opinión; se trata de comprender el daño y no descansar hasta lograr que se detenga.
A esta inquietud ciudadana se suman los esfuerzos de algunas instituciones que, sin recursos suficientes, están haciendo finalmente el trabajo para el que fueron diseñadas. La firmeza de la Fiscal General, algunos jueces y uno que otro funcionario público que hace lo que tiene que hacer, se ha subestimado y hasta malinterpretado. El hecho de que estos actores han tenido más éxito ahora que nunca por contar con el respaldo de la comunidad internacional es objeto de mucha crítica. ¿Acaso eso invalida el fortalecimiento institucional o debilita las acciones de prevención, detección y castigo de los actos de corrupción? Las fuerzas que producen cambios permanentes no necesariamente tienen que venir sólo de abajo (de las raíces). En combinación con las fuerzas sistémicas (externas), Guatemala tiene más posibilidades de cambiar las dinámicas que nos han sumido en la pobreza y el subdesarrollo.
2016 definitivamente fue un año desgastante. Un pulso entre la posibilidad de cambiar y ser ejemplo para el mundo entero y la condena a aferrarse a lo que hemos sido en el pasado. Afrontémoslo, muchos han sido violadores de derechos humanos, racistas, criminales organizados e impunes – lo cual desafortunadamente nos tacha a todos como eso. La constante ahí es la corrupción, que ha permitido que eso suceda. Por lo tanto, su combate es la esperanza de que Guatemala sea diferente y revelemos lo que somos en verdad: trabajadores, honrados y resilientes. El desgaste es normal pero además, necesario; solamente a través del debate podemos descubrir quiénes están con la justicia o con los privilegios, con el diálogo o con el silencio, con construir o destruir.
2017 será un año determinante por el impulso de la lucha contra la corrupción, pero también porque el escenario político y administrativo cambiará. Eventualmente, el nombramiento de Thelma Aldana al frente del MP finalizará, así como el mandato de la CICIG. Los nombres pasarán a la historia y sólo quedarán las instituciones y las medidas de auto-restricción que seamos capaces de dejar cimentadas. El papel de nosotros los ciudadanos es vital en esta tarea, pero más aún, que comprendamos la complejidad y gravedad de la corrupción. Esto nos prevendrá de seguir engañados y permitiremos – en lugar de obstaculizar - las acciones de desmantelamiento de las estructuras tradicionales de poder y corrupción.
Para avanzar, será imprescindible sacrificar una cosa por otra. El terremoto que sacude la realidad que hasta ahora conocíamos nos afecta a todos y tememos que el poder sólo cambie de manos de unos ladrones a otros, o que otros países nos secuestren. Las investigaciones en curso y la aplicación de la justicia es solamente una parte de la ecuación del combate a la corrupción. La certeza del castigo debe ir acompañada de una construcción más profunda de confianza social, seguir nuestro instinto de que lo que empezó en 2015 no es en vano y que un país no se construye sólo botando presidentes.
Las probabilidades de que nuestro proceso de cambio salga mal son altas pero la vida real no funciona con predicciones ni estadísticas. Mientras ocurre lo esperado, puede surgir lo imprevisible. Este es el momento en que podemos apostarle a la búsqueda de la verdad y a construir sobre ella. Estamos ante una ola y ahora tenemos que decidir si damos un clavado o tres pasos para atrás.
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