Hay lágrimas que se derraman no siempre
en el lugar que uno quisiera.
Qué daría yo porque las que brotan
ahora de mis ojos,
acariciaran el bolillo del anda
al cual me aferro mientras Jesús de La Parroquia,
el Nazareno del barrio de mi infancia,
mi Nazareno,
se mece suavemente,
antes de terminar su procesión
de Lunes Santo.
Lágrimas pesadas
que deberían caer en el blanco tapasol
de Domingo de Ramos,
impregnado de olor a incienso que se queda ahí,
semanas después de los días grandes.
Lágrimas compartidas
en el abrazo sincero
con el amigo cucurucho,
compañero de lanza,
y de atardeceres luctuosos de Viernes Santo,
allá por la Escuela de Cristo.
Ese amigo cucurucho
que año tras año
se vuelve hermano
de pies cansados,
de marcas de sol en la frente,
de marchas tarareadas
a la par de la banda.
Para esta Semana Santa difícil,
inédita,
decidí que en esta casa
no hubiera incienso ni corozo,
ni jacarandas a la vista.
Quizás sea mejor así,
para que esta tristeza,
este duelo,
no sea tan difícil.
Lloro.
Lloro por la procesión que no fue, por la túnica colgada, por la marcha no escuchada, por la alfombra sin hacer. Pero también por el músico que no pudo sentir la satisfacción del cansancio masoquista de una larga jornada por las calles empedradas de La Antigua Guatemala; por la señora de los chupetes que se quedó con el producto listo, por el muchacho lustrador que busca al cucurucho antes de su turno: por el sayón, por el lirero, por el artista que no pudo ver su adorno salir.
Lloro también por la mujer desconocida que aparece en cada cuadra y que, con genuina fe, deposita al paso de Jesús el peso de su pena. Lloro por la familia del devoto que murió antes de esta triste Semana Santa, y que no pudo ver la almohadilla libre en el anda, que correspondería al difunto, mientras su turno se desarrolla.
Lloro porque no se trata solo de que no haya procesiones; se trata de todo lo que se quedó en pausa, a nivel de rituales, de símbolos, de sinceras expresiones populares de devoción popular.
Lloro porque el pueblo se quedó sin su fiesta nacional. Y aunque estoy consciente de que los tiempos no son los mismos, y que esta tradición debe adecuarse en algunas áreas para atender las críticas justas de quienes la cuestionan, lloro porque el COVID-19, si a alguien golpeó de manera simbólica, fue al guatemalteco sencillo que cada año espera este tiempo, para reencontrarse con su religiosidad y su identidad.
Hago propias las palabras de mi buen amigo Luis Méndez Salinas, cucurucho secular como yo, quien escribió: “En los últimos días he pensado la Semana Santa de Guatemala como una partitura. A lo largo del tiempo, el pueblo ha escrito en ella las notas más bellas, más tristes y más contradictorias. En su construcción estética está cifrado el sentimiento religioso, la visión del mundo, la conducta ritual, la tradición milenaria y la capacidad expresiva de una sociedad como la nuestra. De todos lados vienen los aportes y de todos lados las lecturas. Y en esa diversidad -en esa polifonía- se enriquece lo que podemos sentir y pensar sobre este país”.
Este Lunes Santo, sin embargo, los cucuruchos están en la calle. Están ahí, en la forma de las flores de jacaranda regadas en los parques. Jacarandas tristes, en busca del Nazareno que hoy no salió.
Solo queda abrazar el dolor, agradecerlo y hacer lo que se pueda porque este momento histórico sirva para transformarnos y nos acerque, al menos un poquito, al verdadero sentido del mensaje de por quien todo esto se hace realidad cada Semana Santa.
Judas el Chiquito /
No llorés hombre, ni siquiera como pretexto para sacar el poeta de closet que llevás dentro.
No llorés, mejor sonreí porque el cucurucho, la vendedora de chupetes, que el músico y todos, todos los demás, no se van a contagiar de esa gripe maldita, total, no creo que el Nazareno se baje del anda y se vaya enojado de vuelta para el cielo y no regrese nunca.
No seas egoísta, primero es la preservación de la vida, luego lo demás. Ya el otro año purgarás tus pecados acumulados en esta bienal y doblemente vas a sentir el placer de estar más cerca del cielo, y comerás chupetes, granizadas, torrejas, escucharás arpas y hasta el roce del aleteo de los angelitos que van rodeando la procesión.
Guillermo /
Bueno, el hombre solamente está expresando su sentir frente a la semana santa, las procesiones (las odio, debo admitirlo, excepto la de la santa vulva, por su mismo carácter irreverente), y toda la vaina que se construye a su alrededor. Es pura melancolía, es su estado anímico, una nostalgia ante la ausencia de), siendo así, no veo motivo ni razón alguna para agredirlo. Me parece que a los chapines nos falta tolerancia.