Estado de sitio, la vieja confiable.

La posición geopolítica del país hace prever que su territorio esté sujeto a constantes amenazas por parte de grupos delincuenciales, que buscan apropiarse de rutas expeditas que les permitan trasegar al norte desde drogas hasta personas, sin complicaciones ni sorpresas.

Lo anterior, empero, no es nada nuevo. No hablamos de coyunturas que surgieron en los últimos meses, sino de realidades que están presentes desde décadas atrás, ante la complicidad e involucramiento, muchas veces, de alcaldes, diputados, policías y militares. Es decir, el Estado ha sido cooptado en determinadas zonas de manera tal, que participa activamente en actos al margen de la Ley.

El Polochic es, de hecho, una aislada y rica región apetecida por cárteles de droga y estructuras de tráfico de personas. Mas no solo por ellos: las industrias extractivas y de palma africana se han apoderado de extensas propiedades, no siempre de manera legal y legítima, dejando enormes secuelas de pobreza en las comunidades cercanas y de destrucción de los entornos naturales.

A pesar de lo anterior, hoy por hoy no existen indicios concretos de movimientos o situaciones en el territorio fuera de lo habitual, que justifiquen la implantación de un nuevo estado de sitio en el lugar.

A menos que existiese información clasificada en donde se demostrara, como dicen algunos analistas, que cultivos de planta de coca se están trasladando de Colombia a las costas del caribe de Nicaragua, Honduras y Guatemala y, por lo tanto, la posibilidad de que se multiplique la presencia de laboratorios artesanales en la región es latente.

Si fuera así, y si junto a dicha medida se pusiera en marcha una estrategia de control que fortalezca la presencia de tropas del Estado con tecnología y escuadrones élite permanentes, junto con acciones estructurales que busquen combatir la desigualdad en una de las regiones más abandonadas del país, diríamos que la misma es atinada y necesaria. De lo contrario, no pasará de ser un sin sentido más, o bien un pretexto para tratar de mejorar la maltrecha imagen de un ejército que se ha visto envuelto en cualquier cantidad de escándalos que han puesto en duda, desde hace ratos, su transparencia y lealtad.

En el estado de sitio impuesto en Nahualá y Santa Catarina Ixtahuacán, los principales resultados se circunscriben al decomiso de bombas de feria. Claro, a lo mejor son recursos frecuentes que utilizan los pobladores para amedrentarse entre sí, pero para ello no se requiere de un operativo militar de alta escala, sino una investigación policial. Y, a como van las cosas, el mismo criterio podría aplicarse para la nueva intervención castrense impulsada por Giammattei en Alta Verapaz e Izabal.

En todo caso, la única razón por la cual debería decretarse un estado de sitio en esa región es para que la planta de operaciones de la Compañía Guatemalteca de Níquel deje de funcionar y acate de una vez por todas lo resuelto por la Corte de Constitucionalidad. Aquí sí valdrían los discursos de respeto a nuestras leyes y nuestra soberanía, que casualmente olvidaron las Cámaras del Agro y de Industria en sus últimos comunicados en respaldo de dicha acción.

Izabal es uno de los ocho departamentos más afectados por el COVID-19. En vez de priorizar el apoyo con insumos médicos que ayuden a enfrentar la pandemia, Giammattei ha decidido enviar tropas militares para atender una situación conflictiva que nadie conoce.

Guatemala se encamina a ser, como en tantos otros indicadores de pobreza, desnutrición y violencia, uno de los países más afectados por el virus global. Lamentablemente, las malas decisiones adoptadas impiden que este gobierno pueda hacer algo para evitarlo.

Quizás por ello, el estado de sitio, esa vieja confiable, sea el recurso más eficiente que el presidente tiene a su alcance para respirar un poco ante el asedio que atraviesa, consecuencia de una crisis mal manejada y que por soberbia se empeña en sostener.