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La rodilla que nos asfixia

No es fácil ser ciudadano en el mundo de hoy. Ya no se trata solo de la realidad cotidiana que enfrentamos quienes tenemos el privilegio (¿?) de vivir en zonas urbanas, a decir la violencia, la economía, el tráfico o el desempleo. Ahora también lidiamos con una pandemia que vino a cambiar nuestra cotidianeidad, en un país con un sistema de salud colapsado y unas autoridades, hasta ahora, incapaces de enfrentarla de manera adecuada.

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Esta es una opinión

Una de las tantas imágenes que dejan las protestas por el asesinato de George Floyd.

Motivos para estar enojados siempre tendremos, más si se trata de un país como Guatemala. A menudo recibimos noticias de corrupción, negligencia, impunidad y escándalos por parte de funcionarios, políticos y empresarios codiciosos. Y todo ello inevitablemente hace que la rabia se acumule, como el magma en un volcán.

En tanto un individuo o una colectividad son sometidas a constantes vejámenes, humillaciones, robos, engaños y mentiras, en esa medida será la erupción. Por muy noble que sea, un perro morderá si es permanentemente golpeado y abusado.

Y aunque aquí parece que nacimos con la pólvora mojada porque pues, moderados y cachurecos, el gran vecino del norte atraviesa un momento de efervescencia e indignidad colectiva, que ha hecho temblar al gobierno más poderoso del mundo.

Desde 2012, la policía de Minneapolis capturó por la fuerza a más de 450 personas afrodescendientes. El último caso: George Floyd, un ciudadano de color que murió asfixiado por la presión que, en el cuello y la espalda, le ocasionara un agente policial.

Fue acusado de querer pagar con un billete falso en una tienda de abarrotes. Por más de ocho minutos, el oficial mantuvo sometido a Floyd con el peso de su rodilla obstruyéndole las vías respiratorias. Desarmado y esposado, apenas logró balbucear que no podía respirar. Falleció en el lugar del incidente, según la última autopsia independiente auspiciada por la familia del ahora occiso.

Este hecho, empero, no es aislado. En varios estados, las fuerzas policiales han optado por la fuerza desmedida contra la población negra, actuar que denota una alta carga racista. La forma en la que han sido detenidos individuos de piel blanca tras cometer graves masacres y atentados, contrasta con la manera despiadada con que la policía ha procedido contra afrodescendientes por delitos menores.

Aparentemente, el nivel de racismo en la sociedad norteamericana no ha descendido, solo que ahora es posible grabar y difundir este tipo de actos. Y claro, pinta difícil que el panorama cambie cuando quien dirige la nación de las barras y las estrellas es un tipo abiertamente homofóbico, xenófobo, racista y misógino.

Por más absurdo y primitivo que nos parezca, el discurso de Donald Trump no deja de permear fuertemente en una sociedad sometida al capitalismo voraz como la estadounidense. Consecuencia de ello encontramos sujetos y grupos sociales desequilibrados, víctimas de sus prejuicios y sumidos en retorcidas ideas en torno a la vida, sus semejantes, la familia, la propiedad y el bienestar.

Derek Chauvin, el agente policial aprehendido por la muerte de Floyd, es una muestra de lo anterior. Siendo un ferviente admirador del multimillonario presidente, es inevitable asumir que sus ideas de superioridad racial hayan sido fortalecidas desde la Casa Blanca.

En tanto, este pedacito de país, históricamente plegado a los intereses y políticas del norte, replica en buena dosis dichos idearios en los sectores más conservadores, que se traducen en comportamientos supremacistas e intolerantes y que tienen como denominador común la preservación de privilegios.

Orgullosa, por ejemplo, portaba Crista Salazar Bickford -hija de una militante de la derecha retrógrada- una pancarta en la que expresaba que “El único virus chino son las Mack”, en ocasión de una protesta convocada contra las débiles medidas de confinamiento impulsadas para tratar de combatir el COVID-19, y refiriéndose de manera despectiva a una de las familias referentes de la lucha contra la impunidad en el país.

 

Crista Salazar Bickford durante la protesta contra las medidas de distanciamiento social.

Mientras hacía alarde de su racismo y poco entendimiento de la realidad nacional, era parte de una caravana de vehículos de alta gama, cuyos participantes desafiaban el estado de Excepción establecido por el presidente Alejandro Giammattei, así como el mandato del uso obligatorio de la mascarilla.

Los manifestantes, algunos de ellos verdaderamente impresentables, no solo pudieron romper con total impunidad las normativas de gobierno frente a las narices de las fuerzas de seguridad, sino también pudieron volver a sus hogares sin ninguna sanción.

En contraste, días atrás el mismo Giammattei calificaba de “alborotadores” a los líderes indígenas de los cantones de Sololá, que bloquearon la carretera Interamericana para demandar un trato igualitario. Mientras sus hortalizas no podían ser trasladadas para su comercialización, los camiones de las grandes empresas distribuían sus productos sin ninguna restricción. En este caso, las fuerzas antimotines fueron trasladadas de inmediato al lugar para amedrentar a los inconformes.

Obviamente, existen casos más graves, como la persecución penal hacia líderes comunitarios que han luchado por la defensa de sus territorios o la casi nula inversión que desde el Estado se destina al desarrollo de los pueblos indígenas, que demuestran cómo el racismo está presente en las decisiones y políticas públicas.

Los intereses de las clases conservadoras se defienden como prioridad nacional, se estigmatiza a quienes demandan respeto, igualdad y justicia; se consideran una amenaza para el poder, se les condena por las “formas” de manifestar y se les aprieta por el cuello para que dejen de respirar.

En buena medida, los grupos dominantes que reivindican su clase social y linaje como factor de superioridad, son eximidos de culpas y terminan dictando lo que debe y no hacerse en función de su particular forma de ver la vida, muy parecida a como la entiende Donald Trump.

Y aunque es posible que las revueltas populares generadas por la muerte de Floyd en los Estados Unidos no pasen de ser algo simbólico -como sucedió en Guatemala con las jornadas de protesta del 2015-, siempre resulta agradable ver tambalear el poder, sobre todo cuando el régimen norteamericano, históricamente, ha sido tan nefasto para el país y la humanidad en general.

Por lo pronto, en Guatemala seguiremos guardando la rabia colectiva, pues el peso que nos aprieta el cuello está ahí por voluntad de Dios y resulta vital para nuestros valores conservar las formas.

Este no es un país de revoluciones ni de morder la mano de quien nos da de comer, así que debemos ser agradecidos y abrazar con amor la rodilla que nos asfixia.


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COMENTARIOS

RESPUESTAS

    Jaime Estrada /

    19/06/2020 2:33 AM

    Que asco de medió de comunicación, si así se le puede decir a está porquería, dónde claramente los que escriben y todo su staff es de la izquierda, que no saben más que odiar al que tiene, las Mack y la izquierda son oportunistas y vividores del conflicto armado, unos resentidos sociales y envidiosos que no saben generar riqueza, solo expropiarle al que produce, y desean con toda su alma quitarle al que tiene, parásitos, mediocres.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!

    Pepe Pollo /

    03/06/2020 2:36 PM

    Tenés razón, este país, bueno no el país si no su gente, emputa cada vez más.
    En realidad no creo que ese pequeño grupo de extremistas haya vuelto como sin nada a su casa (claro que las autoridades no los sancionaron como tendrían que haberlo hecho), pero vaya, volvieron con la burla, el repudio y el rechazo generalizado de la población, además de miles de memes en su nombre. Ya nadie les pone atención o los toma en serio, allí radica su cólera.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!



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