La vida nos ofrece el más bello tesoro que es ese cariño incondicional que se crea cuando alguien se cruza con nosotros y se establece un lazo fraternal. Es algo que no nace de la unidad de convivencia de la familia, el colegio o el trabajo, algo auténticamente genuino. No tiene condiciones y se mantiene en el tiempo, bello.
De joven, los amigos son como los juguetes, cosas que se ansían y que no siempre cumplen nuestras expectativas, pero cuando los conseguimos, nos alegran la existencia. La intensidad de la experiencia depende de las actividades compartidas y su desaparición nunca parece eterna, ni irreparable. Poco a poco, vamos viendo que la mayoría de los compañeros de juego con los que compartimos nuestra infancia van desapareciendo.
Tengo la suerte de mantener contacto con amigos de mis primeros años de vida. Aprendí a recurrir a ellos como parte de una gran familia con la que intercambié emociones buenas y malas. No fueron los amigos que busqué, aunque instintivamente si los escogí. No aparecieron cuando me lo propuse, pero estaban ahí justo cuando los necesité.
Se dan sin más, sin proponérnoslo y, desde ese momento, se vuelven parte de nuestra vida. La conversación es instintiva, la risa sana, la comprensión natural. Pronto aprendí que este tipo de amigos no se buscan ni se adquieren mediante fachadas de popularidad estudiantil. Nacen de la espontaneidad de uno mismo, son auténticos porque te aceptan cuando eres tal cual.
No hay nada más triste, más doloroso, que cuando encuentras a este tipo de personas afines y la vida te separa de ellos. No importa lo que hagas, si tú te quedas es porque se van, si tú te vas es porque se quedan. En mi caso, ha sido especialmente duro porque me ha tocado cambiar de lugar de residencia desde los catorce años. En cada lugar, era una vuelta empezar, con nuevos amigos y nuevos abandonos. Cada despedida era rasgar de nuevo, con un cuchillo viejo, el corazón. El dolor es inmenso, tanto, que he aprendido a despegarme de esos sentimientos de pérdida para hacerme duro, para sobrevivir.
Quizás sea distinto en personas menos nómadas. Pero ese ir y venir vital a veces se traduce en espacio, a veces en trabajos, en costumbres que van cambiando.
Quién más, quién menos, siente esa pérdida que se da cuando alguien se va distanciando, aparentemente sin remedio. Sin duda, para aquellos que sufren cierto desarraigo vital este sentimiento de pérdida produce más soledades. Un quedarse abandonado de nuevo y tener que volver a empezar.
Lo bueno es que, en muchas ocasiones, te los vuelves a encontrar y es como que el tiempo no hubiera pasado. Reaparecen en tu vida porque te buscan, porque te quieren. No sé si ellos se darán cuenta del maravilloso efecto que causan en las personas, en este mundo de banalidades, de amigos en línea, de buscar la felicidad a través de cosas y no de personas. Esos momentos de reencuentro, de verdadero afecto, son inestimables.
El otro día veía “Qué bello es vivir”, un excelente clásico cinematográfico, de donde saqué el título para este texto. Me recordó que tan importante es creer en el verdadero afecto. Aquel que no se cuida con apariencias o se compra con adulaciones. El que nace de ser tal cual, con nuestros defectos, los particulares gustos y los complejos más detestables. Aquel que nos respeta y nos ayuda, sin atarnos.
Hay momentos en la vida en que se abre una vereda que separa dos mundos el de los sueños y el de la realidad. Esa cotidianeidad que parece tan grotesca e imperfecta que lo único que pretendemos es escapar de ella como si de una maldición se tratara. Cada vez resulta más difícil volver a asirse a las cosas que realmente tienen importancia en la vida. El amor, la gente que nos rodea y el mundo que compartimos.
Gracias amigos por haber estado siempre ahí, por haberme querido sin demostraros nada. He pasado momentos nefastos. Tengo una familia que ha sido la que es, como la de todos. Pero mis amigos, mis amigos. Mis respetos. Os adoro, sois la razón de mi existencia y el motivo por el que tengo fe en la humanidad.
Como siempre, estimo en mucha valía sus comentatios y más en los casos en los que les comparto sentimientos que en principio pueden parecer banales.
Vivian /
De esas columnas que recogen tantos sentimientos en común que no queda más que agradecerla, porque -de alguna manera- se siente como la expresión de algo que una hubiera querido escribir.
Felipe A /
El pájaro tiene su nido, la araña su tela, el hombre la amistad.