Es una difícil despedida, como si el cuerpo citadino nos impidiera dejarlo, abandonar el útero de concreto y vidrio polarizado, y por fin nacer. Sin embargo ahí estamos, Margarita y yo, yéndonos por la vía rápida, entre Pinulitos y Emetras hasta más allá de la zona 25, cruzando los dedos para que el Spotify no nos abandone a media carretera Jacobo Árbenz Guzmán.
Con su permiso, paso a dividir el viaje en tres sucesos fundamentales:
Día 1. Mi casa es un río muy frío.
La suavidad con la que el auto va tomando las curvas, casi deslizándose me hacen sentir un surfista. Los cerros que usualmente se ven consumidos por la aridez más profunda, ahora están llenos de arbustos enanos reverdecidos. Incluyo pues, la aldea donde mi abuelo pasó su infancia, una serie de casas desperdigadas en un desierto sin vaqueros.
Pasamos Morazán, la tierra de mi familia materna, un pueblo en medio de la nada. Comenzamos el ascenso a las nuevas montañas y sus paredes altísimas de laja, del mismo color que el Palacio Nacional, al lado de basureros resguardados por inmensos zopilotes a la espera de que la muerte les regale otro cadáver de perro en la carretera. Sin embargo, también hay mariposas. Algunas de ellas, muriendo en el vidrio frontal del auto, dejando un mural tornasol muy triste entre el cristal y el paisaje.
La vegetación se va armonizando y llegamos al bosque nuboso y también al biotopo. Ascendemos en la montaña y descubrimos que el bosque ha sido menguado por talas, que supongo serán por su propia salud. Las oscuras veredas ahora están calcinándose bajo un sol tremendo.
Escuálidos ríos por el bosque, todos de agua muy fría, pero también bajo el suelo se ven irse pequeñas corrientes de agua y salir de nuevo convertidas en pequeñas cascadas, como la última, en la cima del cerro, donde me parece que es el sitio más parecido a una casa que tengo. Siempre vuelvo ahí como si perteneciera a la brisa, al bosque, a las piedras partidas por el agua.
Día 2. El doble de un dirigente del CACIF es un guía turístico.
Dormimos en un hotel en la periferia de Cobán, una suerte de casas campestres. Los jardines estaban muy bien cuidados. El dueño del hotel atiende la recepción. Lo encontramos viendo en el televisor una documental de los nazis. Nos preguntó si tomaríamos un tour. Respondimos que aún no sabíamos. Dijo cosas que aparentaban un regaño, nos llamó indecisos. Era como un papá oso.
Decidimos ir a las Grutas del Rey Marcos en San Juan Chamelco. Pasé una vez frente a ese parque. Pero entonces iba a desenterrar un niño para extraerle una muestra de ADN. Margarita dijo que iba a crear ahora un recuerdo feliz del lugar. Estuve de acuerdo.
El camino fue dócil hasta el parque y al llegar nos topamos con un río de agua turquesa que partía la montaña. Tomé muchas fotos porque parecía el sitio donde nacen hadas, duendes y demonios, o donde viven los irlandeses. Luego nos internamos en la cueva.
Las cuevas me dan miedo. Pero solo al inicio. Después se fue convirtiendo en un suceso maravilloso, de formaciones inmensas. Un tramo lo pasamos al lado de un río. El estruendo lo agarra a uno de sorpresa, mientras se sostiene de una cuerda. Pasada esta parte, se llega a una bóveda, donde nos hicieron apagar la luz y guardar silencio. Tomé la mano de Margarita y escuché las gotas como si la cueva se derritiera. Sentí un viento frío y el olor a algo nuevo. Abría los ojos pero la oscuridad era inmensa, impenetrable, como si estuviera también dentro de mí.
Encendimos las lámparas que apenas alumbraban y la pareja que entró con nosotros se lanzó a tomarse un photo shoot. En plena cueva, sí. Así que decidimos adelantarnos. Afuera, un guía nos explicó todo acerca del lugar. Lo hizo el Mitch en el 98. El agua rompió la piedra. Escuché la historia atento pero no podía pasar por alto que el tipo era igual a Roberto Ardón. Era el único que sabía la historia, los otros chicos guías, no. No sabían dónde vivían.
Hacía mucho sol y nos lanzamos al río, pero era muy frío. Vimos el agua correr desde una choza y una pareja de dos chicos coqueteaba en la mesa de al lado. Les pedimos que nos tomaran una foto y nos fuimos. Al instante, uno de ellos se sacó la camisa y el pantalón y también se hizo una sesión de fotos con su novio. Lo vimos todo desde el agua helada.
Nos fuimos de ahí por la tarde. Una nube de polvo se levantaba tras el auto, bañando los maizales y las múltiples antenas de cable satelital que salían de las casas, donde sus habitantes ven en HD la vida que nunca tendrán.
Día 3. No se pase a vivir nunca a la ciudad, don René.
Es lunes y amanecemos en Purulhá, en una cabaña de madera con enormes ventanales hacia la montaña que temprano, parece un pastel servido con un topping de niebla. Silban los pájaros desconocidos. Desayunamos providencialmente y luego salimos hacia una cascada que está en la reserva del hotel. No extraño estar en la ciudad.
Nuestro guía, don René, nos cuenta su vida mientras pasamos un espeso bosque de bambú que trasluce el sol y lo filtra en un verde muy pálido. Bajamos una vereda hasta la poza, donde el río tiene una quebrada que parece un parque de diversiones lleno de dinosaurios. O la casa de campo de Rambo.
Don René dice que llueve menos, que ojalá el gobierno crea que habrá sequía y ayude. Que trabaja la tierra y que ahora estas montañas están siendo cultivadas con plantas con las que se hace dinero. Es decir, que están cosechando billetes. Nos contó que quería venirse a la capital a vivir. Le di mil razones para que no lo hiciera. No exageré.
Llegamos al mirador y siempre es impresionante. Primero porque llegar ahí es un logro físico, entre ascensos y un grave sol sobre la cabeza. La cascada impresiona. Miro el vacío hasta donde llegaremos, lleno de árboles y mariposas. Es un paraíso muy callado. Murmullante.
Bajamos entre un bosque muy viejo y encontramos la cascada. El sonido del agua cayendo es rotundo, casi un rugido. Sigue siendo un agua muy clara, esmeralda en lo profundo, partiendo la roca.
Nos lanzamos a la poza que está helada. Congela las piernas. Nos sumergemos de a poco. Margarita claudica. Yo decido meter el cuerpo completo. Cierro los ojos. El agua es un sitio sin gravedad que me sostiene. Siento la corriente.
Pienso en la ciudad, en lo que dejé ahí. Pienso en nosotros, en mi trabajo, en el momento en el que vivimos. Me gusta creer que estamos sirviendo al agua. A la más cristalina y pura intención. Y que el agua siempre encuentra el camino. Incluso para abrir la roca. Para darle forma. Sale a la luz. Porque hay un mar que nos espera. A nosotros, que somos como el agua.
Al esplendor, ahí vamos. No dejen de poner atención a las olas.
Claudia Castro /
Maravilla...
Vinicio Arango /
Excelente artículo Sr. Prado, felicitaciones.