Uno no consigue dejar de dudar si esto pasó antes y cuestionarnos cómo puede ser posible que no nos hayamos enterado. ¿Cuántos niños han muerto en estos centros realmente? ¿Cuántos embarazos de niñas violadas habrán sido interrumpidos para tapar el delito?
A medida que avanzan las investigaciones de lo ocurrido en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción se revela un inframundo del cual hemos permanecido ajenos e indiferentes. Luego nos enteramos que hay alrededor de 7,000 menores institucionalizados en el país, que no son necesariamente huérfanos sino que vienen de hogares violentos o demasiado pobres para mantenerlos. Leemos que el gobierno gasta el equivalente a 3.2% del PIB en niños y adolescentes, incluyendo educación – la tasa más baja en Centroamérica [The Economist]. En Guatemala seguimos caminando, pero estamos mutilados.
Funcionarios negligentes, insuficiente fiscalización política y social y la estigmatización de género y clase. Esa combinación de factores compone la fibra inflamable perfecta, tejida con indolencia y miedo, lista para la combustión. Pero pareciera que para lo único que servimos es para lavarnos las manos y responsabilizar a los demás. No que no hayan responsabilidades para ser exigidas y deducidas; no obstante, dudo que el dedo acusador cambie la vida de las niñas, niños y adolescentes institucionalizados.
Una vez que trasciendan los procesos legales y políticos correspondientes vamos a quedar nuevamente frente a un país desprovisto de soluciones viables y de verdadero impacto para los más vulnerables. Los días pasarán y pronto habrá otro tema de qué hablar e indignarnos. ¿Qué va a pasar ahora con los miles de menores institucionalizados, especialmente niñas, que siguen siendo parte de una sociedad que en lugar de sostenerlas las continúa aislando, discriminando y negándole oportunidades?
Ellas son las niñas que preferiríamos no ver: las violadas, las embarazadas, las que se prostituyen, delinquen, usan drogas, pertenecen a maras. Para ellas, construir una vida digna se hace casi imposible, pues carecen de opciones. Han crecido en un ambiente de desigualdad donde no conocen la seguridad, cuidados, ternura, compasión, paciencia, perdón. ¿Podemos pedirles acaso que se esfuercen y salgan de su zona de confort, que estudien, trabajen, tomen riesgos? Es incoherente suponer que una de estas niñas conozca una zona de confort o algo diferente a arriesgarse constantemente, cuando sólo nacer mujer ya es un riesgo.
Tiene que haber algo más que podamos ofrecerle a nuestra niñez y juventud. No puede ser que solamente nos acusemos y hagamos caridad (sin perjuicio del impacto positivo que eso pueda tener). Manifestar, organizar una colecta, hacer voluntariado, todo forma parte de un cambio más que esperado y necesario. Sin embargo, el esfuerzo es incompleto mientras sigamos ciegos ante la magnitud del problema de ser niña en este país.
Nuestros esfuerzos, por más nobles que sean, son aislados y sus efectos terminarán siendo dispersos. Se necesitan políticas públicas específicas que se enfoquen en género y estrato socioeconómico de los menores de edad. Debemos apoyar a las plataformas organizadas y que conocen los retos del sistema, para pedir a las autoridades que cumplan con el rol que se les encarga en el tema. Es necesario involucrarse y trabajar – pues como escribió Kahlil Gibran, el trabajo es amor hecho visible.
Exijamos los cambios necesarios en la legislación que cubre los temas de niñez y adolescencia. Hablemos de las adopciones sin olvidar los errores del pasado ni negar las falencias actuales. Propongamos un sistema eficiente de familias sustitutas con fiscalización ciudadana incluida. Y tengamos un diálogo honesto sobre anticonceptivos, educación sexual y aborto. Sí, aborto. El abordaje y el diálogo de este tema es urgente, pero no en un salón del Congreso lleno de abogados y sacerdotes (hombres, blancos, bien vestidos – algo así como el gabinete de Trump).
La vida de nuestras niñas podría cambiar significativamente si las incluyéramos en la conversación. Imaginemos el efecto que tendría en ellas que las escuchemos, que hablen de sus temores, sus desafíos, sus sueños, lo que realmente quieren ser cuando sean grandes; todo esto sin juzgarlas ni exigirles que cumplan nuestras reglas incomprensibles. ¿Qué pasaría si les demostramos que ellas valen lo mismo que las otras niñas de nuestra sociedad, y que importan igual que los niños? ¿Cómo se sentirán si les aseguramos que nosotros no las vamos a abandonar ni abusar de ellas– y que no permitiremos que nadie más lo haga?
Éste no es un compromiso a ser tomado ligeramente; estoy hablando de hacernos cargo de ellas, protegerlas y sostenerlas por el simple hecho de ser seres humanos que pertenecen a nuestra comunidad. No solamente podría esto potencialmente sembrar un canal de comunicación con personas que no vemos, que no conocemos, que han estado olvidadas. Estos menores también nos conocerían a nosotros. El futuro podría pasar de sombrío a uno más esperanzador. Podríamos honrar las vidas de tantas niñas y niños que fallecieron antes de poder realizar sus sueños. Podríamos sustituir fragilidad por fuerza. Eso es construir una sociedad de iguales.
Marco Miguel /
Precioso, el problema es que nadie se quiere comprometer, pocos son los capaces de suportar una hora de ayuda comunitaria, hasta los gringos pagan delitos menores siendo obligados a servir, la mismas ideas se han tenido desde hace mucho (hasta un tal Jesús de Nazaret lo propuso) pero la humanidad es egoísta sin embargo siempre hay voces que el dolor humano les duele a ellos también.