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Zacapa, la física cuántica y por qué las mujeres no han ido a la luna

“Mereció la pena el viaje hasta aquí, ¿verdad?”, me pregunta mi amigo el sábado por la mañana. Una sonrisa grande y satisfecha ilumina su cara. Se ha parado delante de mi hamaca, donde yo llevo leyendo ya un par de horas en tranquilidad celestial. Cada vez que levanto la vista del libro para asimilar alguna ingenuidad de la autora, mis ojos se posan en el mar cristalino en calma a dos metros de mis pies y en el vaivén de las palmeras mientras mis oídos no distinguen nada más que el rítmico ir y venir de las olas.

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Esta es una opinión

La playa del Caribe centroamericano a la que fuimos la semana pasada.

Foto: Anna-Maria Penu

«Sí, el lugar es paradisiaco», le digo con voz profunda para transmitir el significado espiritual de mis palabras. Él tiene una cerveza en la mano izquierda y con la derecha está buscando el botón del equipo de música. Antes de que yo pueda reaccionar en condiciones, empieza a sonar Romeo Santos y no se calla hasta el día siguiente, a la hora de volver a la ciudad. Le suplico que no, pero mi amigo sube el volumen, hace dos ochos con sus caderas y los demás le vitorean alzando sus copas.

El resto de la tarde la empleo para sabotear su causa. No me queda otra. Cada vez que paso por el equipo de música trato de bajar el volumen o apagar el aparato del todo, pero mis intentos son en vano porque al resto del grupo, y somos 16, le aburren mis discursos sobre la importancia del silencio en un sitio como aquel. Cuando comienzo a repartir sabiduría de Krishnamurti, que los seres humanos necesitamos espacio físico y silencio para reflexionar sobre los temas relevantes y para vivir una vida plena, el efecto es letal. Les mato a todos.

«¿Desde cuándo te has vuelto tan soporífera?», me pregunta una amiga con hastío y tiene razón. No sé cuándo ni cómo se torció el camino. Antes yo también iba a la playa a montar fiestas, a hacer todo lo que estaban haciendo ellos ahora. Yo era esa gente. Sin embargo, ¡mírenme ahora! No merezco estar en estos lugares. Es un desperdicio.

Me quedo sola en mi lucha contra el ruido. Y la cosa empeora visiblemente cuando se enteran de que no como carne. Hay un silencio largo alrededor del asador porque, claro, es ahí dónde sale el tema. Dos bolas del oeste rondan por el desierto que se ha abierto entre ellos y yo. Su evidente reproche es pronto disfrazado de preocupación por mis hábitos alimenticios. «Y entonces, ¿qué comes?», me preguntan con un leve interés que se apaga en cuanto pronuncio la palabra «espinacas». La sola imagen de las mismas les provoca aspavientos.

A las nueve de la noche está claro que el bicho raro de la reunión soy yo. Y como no hay nada que pueda hacer para cambiarlo, acepto mi condición de excéntrica y actúo en consecuencia. Apagamos las luces, llenamos los vasos y miramos las estrellas. «¡Qué mágico!», susurran algunos,»!qué belleza!», dicen otras. »¿Habrá vida en otros planetas?», pregunto yo. No espero respuesta, no al menos una seria, pero mi amigo toma un largo trago y exclama que claro que la hay. Y empieza a hablar de la física cuántica, de los saltos en el espacio y en el tiempo, de los universos paralelos, del conocimiento que no somos capaces de aprehender pero que existe. Y habla con pasión, en términos técnicos y citando a Hawking. Todo el mundo le mira extrañado. Después exigen saber qué es lo que está tomando.

»Zacapa», dice él observando su vaso vacío. »De 23 años. Y yo nunca tomo ron.»

Pues debería, pienso yo. Jamás le había encontrado tan fascinante.

»Eso me recuerda a un chiste muy bueno», dice el amigo de mi amigo y se ríe antes de contarnos el chiste. Son las diez de la mañana del domingo. Romeo Santos sigue sonando y en el horizonte azul los pescadores jóvenes desaparecen y vuelven a salir a la superficie del agua mientras los cuatro hombres y yo les observamos desde nuestras sillas plegables. Y en silencio. Acabamos de tener una discusión sobre el reparto de los quehaceres domésticos entre mujeres y varones. Todo de una manera muy civilizada, porque somos de buenas familias, bien educados e inteligentes, y con esa cierta ligereza, característica de conversaciones sociales que dominamos a la perfección.

El incidente, a ese tipo de cosas siempre se las llama incidentes, comenzó con que a mi amigo se le ocurrió que alguien podría calentar las sobras de la carne de anoche para acompañar la cerveza que acaba de destapar. Y se me quedó mirando. Esto es lo que “alguien” significa en frases de este tipo: una mujer. Y por más que miré a mi alrededor, y miré bien, concienzudamente, era la única que se encontraba cerca. El resto del grupo estaba o durmiendo o cuidando hijos o intentando conseguir la postura de yoga de considerable complicación llamada insecto. Así que le sugerí con amabilidad, porque soy la sofisticación en persona, que si le apetecía eso, que lo hiciera él mismo. Me contestó, sin perder la sonrisa, que preferiría que lo hiciera yo, ya que ellos me habían atendido la mar de bien durante todo el fin de semana, preparando asados. Tenía razón, por darle la vuelta a la chuleta se merecen un premio Nobel. Sonreí. Yo no había parado de limpiar los restos de la fiesta, recoger basura, lavar platos y barrer el suelo. Bueno, dijo él con gracia, es lo que las mujeres hacen siempre. Sentí náuseas. Fue entonces cuando él ladeó la cabeza y me miró largo antes de preguntar, no sin su sonrisa refinada,» ¿cuál era mi problema?» Es decir, mi negativa de servirles era» ¿una cuestión de honor o una objeción política?»

»Sin el mal, este mundo sería irreconocible», escribió Simone Weil. Esta mujer, mientras se estaba muriendo en un sanatorio inglés, comía solo el equivalente a las raciones que se repartían en el París ocupado por nazis. Tal era su odio contra la opresión. Ese es mi problema: la opresión, la subordinación de las mujeres. Y estaba decidiendo cómo aplicar una forma radical de protesta, cuando el amigo de mi amigo soltó:» “Eso me recuerda a un chiste muy bueno:» ¿Sabes por qué las mujeres no han llegado a la luna?» Porque no han terminado de barrer la Tierra.”»

Y entonces pasa lo que me temía. Vomito.» ¡Perdónenme»! Creí que estos asuntos los resolvimos ya en los años setenta.

Media hora más tarde estoy en el camino de vuelta a casa. No se puede afirmar que esté cansada de los ataques continuos, más o menos directos, a la tranquilidad mental feminista. No, es lo siguiente. Estoy agotada. Es como limpiar la casa (y el uso de esta metáfora es evidente porque como mujer es la que mejor manejo): cuando ya parece que tu casa ha quedado decente, que se puede vivir en ella mejor que antes y te echas en el sofá para seguir con Goldman o con Millett o con Lagarde, de repente sale no se sabe de dónde una bola de polvo que te mira con odio, como diciéndote que no se ha acabado aún esta lucha cotidiana, y dos días más tarde ves que, efectivamente, no ha venido sola, que hay un ejército por ahí escondido, que se reproduce con rapidez, y antes de que te des cuenta ya estás de nuevo rodeada de mierda. De esta misma mierda de los años setenta. De la de siempre. Es exasperante.

Pero vuelves a limpiar porque no te queda otra.

Anna Maria Penu
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Escritora, politóloga, feminista europea en cuya piel América Central está empezando dejar sus huellas. Se nota en mi mirada, en mi manera de estar en el mundo. Aquí escribo con humor, con dolor y ternura. Escribo para seguir caminando.


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COMENTARIOS

RESPUESTAS

    David Alegria /

    16/10/2014 11:42 AM

    Ahora que la tecnologia nos abre mas las puertas del conocimiento de muchas ramas de la vida: Las ciencias sociales, biologias, historia etc; los jovenes optan por aprender babosadas vacias y no toman conciencia del deteriodo de la gente que no tiene voz en una vida indigna, esa actitud indiferente e individualista nos hace mostrar la foto que es guate: podrida. sin chances de tener un futuro prospero. Lo mas triste es que hay mucha gente lunatica.....

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!



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