Sin embargo, en vez de construir espacios culturales de igualdad y equidad, la jerarquización de las personas a partir de las diferencias ha sido la norma generalizada del desarrollo social. El ejercicio del poder ha garantizado la subyugación de ciertos grupos de personas frente a otros, quienes se benefician de la situación y tienen a la mano una serie de condiciones que les otorga una mejor calidad de vida.
Y ahí tenemos que una de las más grandes desigualdades, la histórica, la estructural, la que aún para muchos es inexistente o forma parte del “estado natural de las personas” (como si tal cosa todavía fuera válida), es la que se presenta entre hombres y mujeres.
Sí: Vivimos en una sociedad patriarcal. Se ha colocado a las mujeres en una posición de desventaja frente a los hombres, acarreando con ello una serie de problemáticas que se sintetizan en diferentes expresiones de violencia: la física, la económica, la psicológica, la emocional, la brutal, la total.
Nuestras sociedades son patriarcales porque han desarrollado un tipo de organización social y cultural que, junto con todos sus demás componentes como el político, el económico y el religioso, se basa y tiene razón de ser en la idea que los hombres somos quienes estamos capacitados para ejercer la autoridad y el liderazgo. Por lo tanto, se valida que las mujeres y sus cuerpos estén a disposición de este ideal.
El patriarcado nos ha enseñado que al pensar en la figura de dios, del presidente, del diputado, del alcalde, del papa, del pastor, de la cabeza del hogar, del que sale a conseguir el alimento, del que debe sentarse en la cabecera de la mesa, del que puede resguardarnos de cualquier peligro, del que puede somatar la puerta, del que tiene la posibilidad del grito, del que viola, del que deja marcas en el cuerpo, del que puede estrujar con las manos… aparezca la figura de un hombre.
Y entonces a las mujeres se les ha negado todo y son ellas quienes han luchado para que se reconozcan sus derechos como personas con voz, con intereses y con proyectos de vida con posibilidades de ser llevados a cabo. Se le negó el derecho a la propiedad, al voto, a la expresión, al espacio público, a los puestos de poder, al ejercicio de la sexualidad, al control de sus cuerpos frente a la función vital de la reproducción, a la vida.
El Índice Global de Género, realizado por el Foro Económico Mundial para medir la brecha entre hombres y mujeres en los ámbitos de salud, educación, economía y política, demuestra que en 2017 la desigualdad se profundizó y registró un 68% a nivel mundial. Guatemala se encuentra en el puesto 110 del ranking integrado por 144 países y se ubica como uno de los cuatro de la región latinoamericana con mayor desigualdad de género, principalmente en la política y la economía. El promedio de participación de mujeres en el Congreso es de alrededor del 13% y menos del 44% de las mujeres tienen un puesto de trabajo, da cuenta de ello.
El patriarcado es, en esencia, un sistema de negación y de imposición de ciertos valores y prácticas culturales que contravienen la posibilidad de la libertad y de la existencia plena de las personas. La negación de las mujeres y la violencia que se ejerce contra ellas, quienes han sido relegadas a la fuerza a la peor situación, es más evidente. Sin embargo, el hombre como tal también es negado y bajo sus hombros se impone un imaginario de fuerza y violencia que debe ser concretado para garantizar el ejercicio del poder tal como lo concebimos ahora.
Ese imaginario es el que nos enseñó desde pequeños que nosotros no podíamos llorar, que no podíamos tratar de “tú” a otro hombre porque así solo se trataba a las mujeres, que los abrazos entre amigos estaban prohibidos y que un “te quiero” entre dos hombres es la expresión de debilidad o de una orientación sexual también negada y estigmatizada porque el bien más preciado es ser hombre, masculino y heterosexual.
Fue la socialización, como la preparación para la reproducción del patriarcado, la que nos dijo que debíamos aprender un oficio para mantener a la familia, y que cualquier conflicto lo podíamos resolver con violencia y hasta la muerte. Es el patriarcado, como uno de los más eficientes sistemas de negación, el de la libertad para las mujeres y el de las emociones y el espacio privado para los hombres, el que nos entrena para “no parecer débiles” y a arrebatar lo que se nos apetezca.
Y acá estamos. Impávidos frente a sociedades cada vez más violentas, empujándonos unos a otros para ejercer el poder tal como lo impone la masculinidad hegemónica, arrastrándonos a una vida que deja poco espacio para la libertad y la plenitud. Al menos, tenemos un resquicio para la duda, para la reflexión y para preguntarnos si nosotros, los hombres, debemos ser como nos han dicho que seamos.
Ilva Alvarado /
Muy buen artículo. Ciertamente no sólo las mujeres hemos estado limitadas u oprimidas, hemos sido todos y todas, en mayor o menor medida, en una o otra forma. Como bien dice la señora Espada en el primer comentario, la convivencia debe ser equitativa, pero no por imposición, sino por motivación propia. Poco a poco podemos o no, encaminarnos a una sociedad y comunidad mas justa para todas y todos.
ANA ESPADA /
Sino encontramos formas de convivencia mas justas equitativas, solidarias y sororarias, que nos permitan avanzar con menos prejuicios, tabues y esquemas mentales podremos progresar y entender que somos como una mitad si una hace falta no hay desarrollo no hay progreso de una sola sociedad. Debemos aprender y des-aprender nuevas formas de convivencia entre humanas y humanos. muy interesante su articulo