Por Carmen Quintela
[En la mayoría de denuncias y casos reportados sobre violencia sexuales (el 80%) las personas agraviadas son niñas, adolescentes y mujeres. Por ello, en este texto se utilizará el plural en femenino. Esto no implica que no se tomen en cuenta los casos de niños y hombres]
Desde hace cuatro años, cada martes, una mujer menuda, delgada, con el pelo oscuro amarrado en una cola llega a las oficinas centrales del Ministerio Público. Cuatro años.
En 2015, su tío, el hermano de su madre, intentó violar a su hija de 12 años. Luego ella se enteró de que había hecho lo mismo con su hermana pequeña, de 14, apenas dos años mayor que su hija.
Las dos historias tuvieron patrones similares: el hombre se ofreció a llevarlas a algún lugar en su auto. En el camino, un desvío. “Qué bonita es. ¿No tiene novio?”. Las manos en sus piernas, los dedos avanzando rápido entre los muslos. En los dos casos, el llanto de las niñas detuvo al hombre. Una de ellas llegó a vomitar, de los nervios, la impotencia y el asco. A las dos les dijo lo mismo: “No vaya a contar nada, porque nadie le va a creer”.
Pero la más pequeña no calló. Se lo dijo primero a su padre, luego a su abuela y después a su madre. El relato de la niña sirvió para que su tía —a quien considera su hermana por la cercanía de edad— se animara a compartir el suyo. En seguida plantearon la denuncia.
Hoy, la mujer que cada martes llega al Ministerio Público y que pide que no se publique su nombre, dice que en ocasiones se arrepiente de haber denunciado al agresor. “A veces pienso que hubiera sido más rápido si yo hubiera actuado por mi cuenta. Darle un susto. Lo que sea. En lugar de esperar a que otros hagan algo”.
Tomar la justicia por su mano. La frustración. El proceso es lento. Su hija tiene hoy 16 años. Su hermana 18. El caso todavía está en investigación. El acusado está libre.
Las primeras visitas de la mujer al Ministerio Público, a la Fiscalía de la Niñez y Adolescencia, fueron para preguntar, insistentemente, cuándo detendrían al agresor. No entendía cómo podía seguir libre durante tanto tiempo una persona que había abusado de dos niñas.
Tardaron tres años en girar la orden de captura. En diciembre de 2018 — “el 12 de diciembre”, dice pausada la mujer, que probablemente nunca olvidará la fecha—, agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) detuvieron al hombre. Después de una audiencia de primera declaración, el Juzgado de Instancia Penal de Delitos de Femicidio lo ligó a proceso y dictó una fianza de Q20 mil. Él la pagó al instante.
Las siguientes visitas de la mujer al Ministerio Público tenían —tienen— el propósito de plantear otra solicitud a los fiscales que llevan el caso: que busquen la manera de adelantar la audiencia de etapa intermedia. El juzgado la programó para el 5 de febrero de 2020. Un año y dos meses después de ligar a proceso al agresor. Cinco años después de que abusara de las niñas.
Casos como el de esta mujer se cuentan por miles. La impunidad en delitos de abusos sexuales contra niñas y adolescentes en Guatemala es elevada. Tanto así, que el año pasado, en sus últimas recomendaciones, el Comité de Derechos del Niño pidió al Estado que refuerce las medidas para combatir la impunidad, que vele por la realización de investigaciones y por la imposición de condenas a los responsables de actos de violencia, tortura, malos tratos o abusos contra niñas y adolescentes.
Hay miles de casos, sí, pero no podemos conocer detalles de éstos. Las instancias de justicia no guardan un registro de las sentencias condenatorias y absolutorias según las características de las personas agraviadas. Ni en casos de violencia sexual de niñas y adolescentes, ni de adultas.
Sabemos los datos de las sobrevivientes de abusos sexuales que ingresan al sistema a través de las denuncias en el Ministerio Público —que tampoco reflejan al cien por cien lo que ocurre en Guatemala, ya que no siempre plantean acciones legales— y de los peritajes del Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif). Sin embargo, desconocemos cómo terminan estos casos.
Por eso es difícil, casi imposible, tener certeza de a cuánto ascienden las cifras de la impunidad. Pero podemos hacernos una idea.
Esta es una gráfica de las denuncias de violencia sexual recibidas en el Ministerio Público a lo largo de los últimos 18 años.
Recordemos dos cosas. Que no todos los abusos sexuales se denuncian y que los datos del Ministerio Público —igual que los de la mayoría de instituciones— muchas veces son imprecisos.
Según los registros de la Fiscalía, la cifra de denuncias recibidas por abusos sexuales contra niñas y adolescentes y las recibidas por abuso a personas adultas no son muy diferentes. Desde 2013, las de menores de edad superan a las de adultas. 5,680 y 4,748 en 2018; 5,561 y 5,051 en 2017; 6,186 y 5,206 en 2016. Para hacernos una idea: en 2018 hubo 29 denuncias al día, 16 niñas abusadas al día. Y esos son los casos que se denunciaron.
En una lectura estadística, los datos podrían no sorprender. La pirámide poblacional muestra un alto porcentaje de personas jóvenes en Guatemala. Según las proyecciones de edad del Instituto Nacional de Estadística, la población entre 0 y 19 años es muy similar a la población adulta.
Pero hablamos de abusos sexuales a niñas y adolescentes. Abusos sexuales a niñas y adolescentes que han aumentado en los últimos años. Y otro dato: existen más denuncias de violencia sexual contra niñas menores de 14 años que contra adolescentes de entre 15 y 17 años.
En la Procuraduría de Derechos Humanos (PDH), Óscar Rodríguez, defensor de la niñez y adolescencia, asiente después de escuchar cada uno de estos datos. Conoce la situación, no es nueva para él. “Las estadísticas son alarmantes. Es realmente preocupante porque la normalización de la violencia ha permitido que cada vez estos números sigan en aumento”, asegura.
Las cifras de la impunidad
El Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales de Guatemala (ICCPG) lleva años investigando estos escenarios. La secretaria de su junta directiva, Karina Méndez, revela un dato: el seis por ciento de los casos que ingresan al Organismo Judicial (OJ) concluyen en una sentencia.
El comportamiento judicial en casos de violencia sexual no parece seguir un camino diferente. Agencia Ocote solicitó a la Unidad de Información Pública del OJ los datos de casos recibidos y de sentencias absolutorias y condenatorias.
Comparemos estas cifras con las denuncias recibidas por abusos sexuales en el Ministerio Público, en general, tanto en personas adultas como en niñas y adolescentes.
Según los registros, desde 2010 se denunciaron 107,030 delitos de violencia sexual donde las agraviadas fueron niñas, adolescentes y adultas. En este mismo período se abrieron 21,818 casos por delitos de violencia sexual en el Organismo Judicial. Además se emitieron 5,887 sentencias condenatorias y 2,166 absolutorias. Hacemos la comparación de los últimos ocho años, ya que el Organismo Judicial únicamente proporcionó datos desde 2010, a pesar de que los pedimos desde 1998.
En porcentajes. Del cien por cien de denuncias de abuso recibidas en el Ministerio Público, solo un 20.38 %terminaron en casos abiertos en el Organismo Judicial.
Y del cien por cien de estas mismas denuncias, solo el 7.52 % concluyeron en sentencias. El 5.5 % en sentencias condenatorias y el 2.02 % en absolutorias.
Cifras similares a las que maneja el Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales.
Agencia Ocote solicitó los datos de casos y de sentencias condenatorias y absolutorias por delitos de abusos sexuales, segregadas por edad y sexo de la persona agraviada —además de otras variables como los juzgados que conocieron los casos, las medidas de reparación dictadas o la relación de la persona agraviada y la sindicada—, con la idea de conocer la situación de los casos donde las víctimas tienen menos de 18 años.
La respuesta se dio segregada por sexo, sí, pero no el de la persona agraviada, sino el de la persona sindicada. En una aclaración, personal del área de estadística indicó que no cuentan con un registro de víctimas por edad. Cierto, sistematizar cada denuncia según las características de las personas agraviadas es un trabajo laborioso, pero nos ayudaría a entender mejor la situación que se vive en Guatemala.
Los datos, aun sin estar segregados por edad de la víctima, dan un indicio de que los casos de abuso sexual contra menores de edad —y los casos de abuso sexual, en general— rara vez encuentran una sentencia condenatoria.
La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), presentó en noviembre de 2015 su “Sistema de medición de impunidad”, una herramienta para recopilar y analizar datos de las instituciones del sistema de administración de justicia y calcular así el grado de impunidad en los diferentes delitos.
En un primer informe de resultados, la comisión presentó algunas cifras, y planteó una fórmula para medir la impunidad:
Según esta fórmula, en 2018, cuando se presentaron 12,670 denuncias por violencia sexual y hubo 1,559 sentencias, la impunidad sería igual al 0.87 por ciento.
Las causas de la impunidad
Con esto, tratemos de buscar respuestas. Hay un punto en común: el sistema de justicia guatemalteco no ha conseguido adaptarse para resolver las necesidades de niñas y adolescentes víctimas.
Para entender por qué pasa esto, Óscar Rodríguez, defensor de la niñez y adolescencia de la PDH, cita dos documentos que deberían guiar todos los procedimientos que se lleven a cabo desde que se descubre que una niña o una adolescente está siendo abusada, y deberían haber sentado las bases para que Guatemala tuviera un sistema de justicia a favor de personas menores de edad impecable.
El primero, la Convención de Derechos del Niño. Un tratado internacional, hoy reconocido por 192 países y con —ojo— 30 años de antigüedad. Guatemala lo ratificó en 1993, hace 26. El documento llegó a través de Naciones Unidas para revolucionar la idea de cómo debía ser tratada la niñez y la adolescencia: como seres humanos que requieren una protección especial.
De este tratado surgió en Guatemala, 14 años después, en 2003, una ley básica y bastante completa. La Ley para la Protección Integral de la Niñez y la Adolescencia (Ley PINA). La ley PINA regula aspectos como los derechos de las personas menores de edad, las medidas de protección en caso de que se vulneren —desde amonestaciones o declaraciones de responsabilidad a los padres hasta la colocación de la persona en una familia sustituta o en un hogar de protección— y los procesos judiciales que deben seguirse.
Sin embargo, “El reconocimiento de la niñez y adolescencia como sujetos de derecho es algo que como sociedad no hemos logrado entender. No podemos dar ese salto de entender que son personas y tienen derechos específicos, y tenemos obligación de garantizar su vida y desarrollo integral”, dice Rodríguez.
Y en este sistema de olvido e impunidad, quienes resultan más afectadas son las mujeres. Basta ver los datos.
La mayoría de los agresores de niñas y adolescentes son familiares, como sucedió en el caso de la hija y la hermana de esta historia.
Verónica Galicia, jueza de menores en conflicto con la ley penal, habla sobre esto. Galicia recuerda que existe un componente patriarcal en los casos de abusos sexuales. “Cuando tiene hijas mujeres, ‘Yo voy a ser el primero’, dice el papá. Los casos que hemos tenido de padres, piensan así. ‘Yo la eduqué, yo gasté en ella, yo voy a ser el primero’. Como que son objetos sexuales. Igual el hermano, tienen esa idea, que pueden utilizar a las mujeres de su familia”.
Y si el padre, o algún otro familiar son responsables de cometer los delitos, el Estado juega un papel principal, comenzando el proceso de medidas de protección, que muchas veces cae en la institucionalización de la persona menor de edad en hogares estatales sin recursos, sin personal capacitado y con unas condiciones lamentables, que pueden concluir en escenarios terribles —como lo que sucedió en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción, donde 41 adolescentes fallecieron en un incendio, y 15 todavía tienen secuelas físicas y emocionales—.
Las medidas de protección también incluyen el apoyo psicosocial para las niñas y adolescentes. En teoría, el Estado es el responsable de ofrecer estas terapias gratuitas y de calidad para las agraviadas y para sus familias, desde el momento en que se presenta una denuncia y entran al sistema.
En la práctica, no hay muchas instituciones estatales que brinden apoyo psicosocial. Y las que lo hacen, o están desbordadas de trabajo, o no tienen conocimientos especializados. Por ejemplo, la hija y la hermana de la mujer que planteó la denuncia en la historia que contamos al inicio fueron enviadas a la Secretaría de Bienestar Social — al Departamento de Atención y Orientación Especializada a Niñez y Adolescencia no Institucionalizada y su Familia (Profami)— para recibir terapias psicológicas.
Después de un año de tratamiento, cero avances. Apenas tuvieron siete sesiones de pocos minutos en todo ese tiempo. Cuando llegaron a declarar en la cámara de Gessel, estaban demasiado afectadas. La psicóloga de la Fiscalía de la Niñez tomó ahí mismo la decisión de retirarlas de la Secretaría de Bienestar Social. La Comisión Nacional contra el Maltrato y Abuso Sexual Infantil (Conacmi) tomó el relevo y desde entonces ahí reciben las terapias, una vez a la semana.
Se consultó a Marwin Rolando Bautista Gutiérrez, subsecretario de Protección de la SBS acerca del tipo de capacitación que recibe el personal de Profami. Bautista pidió que se realizara una solicitud de información a la secretaría para responder esta pregunta. La respuesta nunca llegó, a pesar de que el plazo para resolver la solicitud venció el 18 de marzo.
Por lo general, el apoyo psicológico termina recayendo en las redes de derivación, formadas en su mayoría por organizaciones no gubernamentales, que acompañan a las sobrevivientes desde que presentan las denuncias, y que no siempre tienen los recursos humanos y económicos para cubrir esto y no están presentes en toda Guatemala.
Pero vayamos un paso atrás. O un paso paralelo a las medidas de protección. La investigación de los delitos y el proceso penal.
Desde que las personas agraviadas ponen un pie en el Ministerio Público, comienza un ciclo de revictimización interminable. La niña o adolescente tiene que relatar lo que le pasó a cada persona que la atiende. Una y otra vez. Después vendrá la investigación, las audiencias y la etapa de debate. Y otra vez más.
Siguiente paso. La denuncia está presentada. Comienzan las investigaciones y se abre un proceso penal. Dentro de la institución, es la Fiscalía de la Niñez y la Adolescencia la encargada de investigar estos casos. Se trata de una unidad reciente, creada en marzo de 2016 bajo la administración de Thelma Aldana como fiscal general.
Hoy por hoy, está desbordada. Según la información que facilita el Ministerio Público a través de la Unidad de Información Pública la fiscalía cuenta con 3,471 denuncias para investigar a su cargo. Y no solo por abusos sexuales. Maltrato físico, abusos, asesinatos. Sin embargo, la información es confusa. Incluye entre los datos denuncias en las que la persona agraviada es mayor de edad. O, por ejemplo, en 1,341 de las denuncias la agraviada tenía más de 30 años; lo que pone en duda la calidad de la información.
Rubén Herrera estuvo a cargo de la fiscalía hasta abril de 2019. Es un hombre de pocas palabras, que se aleja de polémicas y no entra a evaluar las falencias de la fiscalía ni del Estado en general. Cuando le entrevistamos, sí admitió que la unidad que estaba su cargo tiene que investigar casos que se denunciaron años atrás, algo costoso y fatigante. “Hace años no había todo lo de ahora. Psicólogos, informes del Inacif, cámara Gessel… La forma de trabajar no era la misma, la especialización en el tema es de ahora. Y puede ser que el juez diga: ‘Tráigame este documento. Y no lo hay’”. No lo hay y muchas veces tampoco se puede conseguir. Peritajes médicos, evaluaciones psicológicas, entrevistas a sobrevivientes… Todo perdido. Cuando se le consultó, Herrera desconocía el número de casos acumulados.
Ruby Monzón, la actual fiscal a cargo, indica que cuando la fiscalía de la niñez se creó, la fiscalía de la Mujer le trasladó 18 mil casos. Actualmente, en la unidad trabajan cinco agentes fiscales y 22 fiscales auxiliares.
Donde la Fiscalía de la Niñez y Adolescencia no llega, está la Fiscalía de la Mujer. Y si no, están las distritales y municipales. Pero el personal estas fiscalías no siempre están capacitado para recibir a niñas y adolescentes. Hay una revictimización constante, les piden una y otra vez que relaten los hechos y exigen a los familiares que se constituyan como querellantes adhesivos, cuando esto no es necesario.
Depende de cada persona y de cada unidad que el personal esté más o menos capacitado para conocer estos casos. No es un requisito. Según datos del MP, en los últimos diez años se realizaron 88 capacitaciones relacionadas con niñez y adolescencia. La mayoría fueron para fiscales, aunque también se dieron algunas a agentes de seguridad, maestras, oficinistas o cocineras. Las capacitaciones fueron brindadas a 783 personas, aunque en la información no se especifica si alguna recibió los cursos en más de una ocasión.
La falta de capacidades se traslada a la siguiente etapa. La del proceso penal. En Guatemala existen tribunales de niñez y adolescencia, dedicados por una parte a la protección de las personas menores de edad cuyos derechos fueron vulnerados y deben ser restituidos, y por otra a conocer casos de adolescentes en conflicto con la ley penal.
Estos tribunales no conocen los casos penales en contra de adultos que hayan cometido delitos sexuales en contra de niñas y adolescentes. La mayoría los ven los tribunales de primera instancia penal, narcoactividad y delitos contra el ambiente.
De nuevo, no tenemos datos precisos sobre qué juzgados conocieron los casos de abusos sexuales a menores de edad, ya que el Organismo Judicial no hace la sistematización según las características de la persona agraviada, pero en esta gráfica se muestran los tribunales que vieron casos de violencia sexual desde 2010.
De los 21,918 casos de violencia sexual ingresados en el Organismo Judicial, el 52.54 % (11,516) fueron conocidos por un tribunal de primera instancia penal, narcoactividad y delitos contra el ambiente; el 35.48 % (7,776) por un juzgado de instancia penal de femicidio y otras formas de violencia contra la mujer y el 11.52% (2,525) por un juzgado de adolescentes en conflicto con la ley penal.
“Lamentablemente los mismos juzgados de tipo penal no tienen este enfoque de derechos especializado en temas de niñez y adolescencia y en su interés superior —rechaza Rodríguez, de la PDH—. La especialización es una obligación de Estado. En todos los delitos cometidos en contra de la niñez y adolescencia en el tema del proceso penal debería haber un juez con conocimientos básicos”.
En algunos casos, el mismo sistema está tan mal diseñado que riza más el rizo. Miguel Ángel López, de Conacmi, cuenta que han llevado casos donde la madre de la niña pone una denuncia por abuso sexual contra su pareja, pero la pareja presenta otra denuncia en el juzgado de familia. Las resoluciones de los juzgados no se comunican, y en ocasiones el juzgado de femicidio dicta una medida de restricción para que el padre no tenga contacto con la niña y el de familia otra en la que ordena que pueden convivir. “Muchas veces son juzgados al mismo nivel. ¿A quién hacerle caso?”, se pregunta López.
Otro dato: A pesar de que las denuncias por violencia sexual han aumentado en los últimos diez años, la contratación de jueces no ha seguido la misma dinámica. Se solicitó al Organismo Judicial la información del número de jueces desde 1998. Sin embargo, en la resolución de la Unidad de Información Pública se indicó que no cuentan con un registro que permita desagregar la información desde el año solicitado, con lo que enviaron el dato únicamente al 15 de enero de 2019. Según este reporte, a esta fecha había 504 jueces de instancia en toda Guatemala.
La especialización en los juzgados tiene importancia por el tratamiento de las niñas y adolescentes agraviadas y por la sentencia que finalmente se emitirá. También por las medidas de reparación que se dicten.
Después de que se emite una sentencia condenatoria —recordemos que un número reducidísimo de casos llegan a sentencia y un número todavía más reducido a sentencia condenatoria—, se realiza una audiencia de reparación en la que se dictan unas medidas que buscan justo eso, que a las niñas y adolescentes se les reparen los daños causados.
Y aquí se dan dos circunstancias. Y en las dos, la responsabilidad de que se cumplan recae en las personas agraviadas.
Si el juez o la jueza emite unas medidas de reparación económica y el agresor no tiene las condiciones para pagarlas, la víctima y su familia pueden iniciar un juicio civil de reparación, explica Blanca Yolanda Sandoval, de la fiscalía de la mujer. “El juez puede ejecutar que se haga efectivo el pago”, indica. Sin embargo, después de todo el proceso penal, no es común que quieran comenzar otro proceso. “La mayoría de víctimas se da por reparada con la sentencia”, concluye Sandoval.
Pero en estas medidas también entra el apoyo psicológico. “La restitución de derechos de la niñez y adolescencia va más allá de una suma monetaria —continúa Rodríguez, de la PDH—. Cuando la violencia sexual ocurre en contra de niñas, niños y adolescentes, el daño es mucho más grande porque interfiere con el desarrollo emocional, de la personalidad, de la misma conducta”.
De nuevo, el Estado suele estar ausente. Las organizaciones no gubernamentales entran a batear. Con un personal limitado y unos recursos limitadísimos, recae en ellas garantizar las terapias.
Una de ellas, la Asociación Miriam, que funciona desde 1996 en Guatemala, tiene un programa de becas para adolescentes que sufrieron violencia sexual y otro de terapia y sanación con una visión desde el feminismo y la cosmovisión maya.
Ávila Quinilla, responsable del área de proyecto de vida de la asociación, cuenta que para las adolescentes es muy compleja la situación emocional. “Los traumas, las heridas, y también la situación con las familias. Muchas veces las culpan, o se culpa a la misma familia”, dice. En Miriam vieron la necesidad de crear un modelo de reparación digna y transformadora para estas adolescentes, con un objetivo: que el Estado garantice esta reparación. “Su seguridad, sus derechos, la salud, la educación la alimentación… porque las condiciones de pobreza no permiten que las adolescentes salgan solas”, explica Quinilla. En Miriam proponen que la reparación —que debe darse desde la cultura de la adolescente— se dé desde que suceden los hechos, y no como ahora, que la audiencia de reparación no se da hasta después de la sentencia.
En noviembre de 2016, varias organizaciones —Miriam, entre ellas— coordinadas por Mujeres Transformando el Mundo con la diputada Sandra Morán presentaron una política pública de reparación digna y transformadora para casos de violencia sexual, embarazo forzado y maternidad forzada en niñas y adolescentes, con el objetivo de garantizar sus proyectos de vida. Entre las medidas que plantea la política, está el acompañamiento psicológico permanente, individual y en grupos de autoapoyo, programas de becas de estudio, seguimiento médico, acceso garantizado a medicinas…
En 2018, Morán presentó en el Congreso la iniciativa 5376, que buscaba aprobar la Ley de Protección integral, acceso a la justicia, reparación digna y transformadora a niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual, explotación sexual y trata de personas.
La iniciativa señalaba que las instituciones públicas deberían actualizar sus acciones en relación a la Política de reparación digna y que debían garantizar los principios de restitución de derechos, satisfacción, indemnización, rehabilitación y la garantía de no repetición.
También incluía un artículo en el que abría la puerta a la despenalización del aborto en niñas menores de 14 años, que fue retirado por Morán, después de la crítica de grupos de evangélicos, que la denominaron “Ley del aborto”. La diputada y la organización MTM decidieron sacrificar el artículo para intentar salvar el resto de la iniciativa.
La ley nunca llegó a aprobarse. La comisión de la mujer, liderada por Aníbal Rojas, diputado de Viva, la rechazó, argumentando que no estaba bien formulada.
“La víctima está abandonada”, concluye la jueza Verónica Galicia. “Nos dedicamos más a darle terapia al agresor. Es muy difícil que la víctima, principalmente si son niñas y adolescentes y los papás no tienen dinero, vaya a terapia psicológica. Va a ser muy raro”.
Queda en manos de las personas que sufrieron los abusos presentar la denuncia, recibir apoyo psicológico, seguir el proceso y conseguir que la reparación digna se cumpla.
Llegar cada martes —o cada miércoles, cada jueves, cada viernes…— al Ministerio Público a pedir que se haga esa justicia pronta y cumplida que promete el sistema judicial. Un sistema que debía ser diseñado para su protección, que hoy por hoy no responde a las sobrevivientes de violencia.
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Este reportaje se hizo en el marco de un convenio de cooperación interinstitucional con Asociación Miriam para el desarrollo intelectual de las mujeres.
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