Ring. Ring. Todo empezó, digamos, con una llamada. El dúo de pop-rock Amaral contrató a Cristian Pozo, alias ‘el Titán’, un joven director de videos musicales célebre por sus trabajos para Pereza y Enrique Bunbury. Ocurrió hace tres años, y si hasta ahora lo cuento es porque consideré preferible dejar el asunto en compás de espera mientras el revuelo de los estrenos, las primicias y los grandes titulares iban cediendo.
El Titán llegó con una idea bajo el brazo: representar una oda a la supervivencia en el contexto del implacable mundo animal, grabando para ello a una tortuguita en el momento de emprender su camino al mar.
Se definió el presupuesto, se pactaron las condiciones, se acordaron los tiempos de entrega y empezaron los preparativos. Había que conseguir un acuario lo suficientemente grande para simular un océano. Nadie, hasta entonces, se había detenido a pensar que las tortugas marinas son especies protegidas y que no se consiguen así de fácil, mucho menos recién nacidas y en cautiverio. Luego se les ocurrió buscar en tiendas de mascotas, pero resulta que las que se venden ahí son de agua dulce, con patas en vez de aletas, incapaces de nadar como no sean tramos muy cortos para guarecerse debajo de las piedras.
Les quedó claro que el camino los llevaría inexorablemente al trópico centroamericano. La primera opción, por supuesto, fue la apacible Costa Rica, pero no tardaron en cambiar de opinión al enterarse de los estrictos controles ejercidos en ese país para proteger su biodiversidad.
El camarógrafo para el rodaje, quien hizo mancuerna con el Titán en varios videoclips y trabajó también para Steven Sodergbergh, había conocido a Chema Rodríguez en el plató de una serie que nunca vio la luz. Sabía que Rodríguez, experimentado documentalista y trotamundos, conocía muy bien América Central, así que decidió llamarlo en busca de consejos y contactos útiles.
El dueto Amaral. Foto: apuestaporelrock.wordpress.com
Paraíso para transgredir
Chema se ofreció como bisagra de coordinación entre el grupo que viajaría desde España y los que habríamos de echarles una mano aquí. De inmediato alertó a sus colegas en Guatemala, incluyendo al autor de esta crónica: no había tiempo que perder. En principio la cosa no parecía tan complicada. Conseguir, de manera clandestina, tres o cuatro tortugas recién nacidas era lo de menos en esta tierra nuestra, paraíso de la impunidad y de las contradicciones legales.
Así, por ejemplo, según la Ley de Áreas Protegidas, quien recolecte, corte o utilice parte de especies de flora y fauna silvestre tendrá entre cinco a diez años de prisión o multa de Q10 mil ó Q20 mil, unos US$2,600.
Nuestro país es el único de la región donde no es prohibido el consumo de huevos de parlama. Se venden por quintales en los mercados y ningún ecologista dice nada. Desde que la superstición popular les atribuye propiedades afrodisíacas se sirven de dos en dos en las cevicherías, acompañados de jugo V8 con salsa inglesa, sal y jugo de limón. No hay macho que se precie de serlo que no haya sentido ese par de bodoques viscosos escurriéndole por el gaznate. Según la resolución 1-21-2012 del Consejo Nacional de Áreas Protegidas (CONAP), mientras se entregue el 20% para conservación, el resto de huevos sí se puede comercializar.
Por otra parte, y salvo “en circunstancias excepcionales”, el tráfico y comercio de baules y parlamas está severamente sancionado por contarse entre las especies contempladas en el apéndice I de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES), de la que Guatemala es signataria.
Preparativos vertiginosos
Nuestra primera misión consistía en conseguir una parlamita recién salida del cascarón, y mejor si más, por aquello de los imprevistos. Y nuestro primer obstáculo fue que a esas alturas, a principios de agosto, la temporada de nacimientos no arrancaba oficialmente todavía. Apenas se esperaban los primeros casos en los días venideros. No había manera de asegurar nada. Regamos entonces la voz, desde Sipacate, Escuintla, hasta Hawaii, Santa Rosa. La necesidad de los pobladores se encargó del resto.
Conseguimos doce. Las fuimos a traer a la covacha de un pescador que vivía cerca de El Paredón. Habían nacido diez horas antes y estaban expuestas al sol, resecándose en una cubeta de arena sin agua, a punto de la inanición. La noche antes de empezar a rodar nos ofrecieron otras cinco. Cogimos diecinueve y nadie se dio cuenta. Pensaron que era para liberarlas. Qué equivocados estaban.
El Titán pedía una piscina para grabar algún plano cerrado de la tortuguita nadando. Le dijimos que sería muy difícil asegurar algo así en agua dulce tratada con cloro. No conseguimos disuadirlo. Tuvimos que vaciar una y llenarla de agua filtrada de mar.
Quería, además, hilo de pesca “para atar a las tortugas y evitar que huyan”. Le explicamos que los animales no son un 4×4 que vienen con gancho detrás. Pidió también cerrar una zona de la orilla de la playa para rodar sin ser vistos. Lo mandamos al carajo. Era más importante conseguir equipo de buceo, un protector subacuático para la cámara, internet portátil y un listado de animales disponibles para debutar en la historia como antagonistas: iguanas, cangrejos, sapos, lagartijas, erizos, jutes, tepocates, cuyos.
La necesidad de ir a una isla se impuso al caer en cuenta de tres factores que anulaban cualquier posibilidad de nitidez a la hora de registrar, en su hábitat natural, a estos animales: su color, el color de la arena y la turbiedad de las aguas en plena época lluviosa, cuando los ríos achocolatados bajan del Altiplano y de las fincas de caña de azúcar.
Condenadas a perecer
Las tortugas estaban condenadas a morirse desde el mismo momento en que fueron capturadas en vez de devolverse inmediatamente al mar, ya que al salir de sus huevos cuentan apenas con la reserva de energía suficiente para nadar durante dos días y dos noches seguidas hasta llegar a la Corriente Ecuatorial del Norte*, una especie de gran carretera interoceánica donde luego pueden descansar en una isla de algas.
Es importante que las tortuguitas se abran paso por sí solas hasta alcanzar la marea (y no ayudarlas dejándolas más cerca del oleaje o directamente en el agua) porque esos metros en la arena fortalecen sus extremidades y, además, les sirven para registrar en su memoria el lugar en el que un día regresarán a poner sus huevos.
Algunas son devoradas por perros, cangrejos, gaviotas y humanos antes de alcanzar la orilla. La mitad muere durante las primeras horas del viaje. Sólo una de cada mil tortugas sobrevive para volver, diez años más tarde, a desovar ahí mismo. La naturaleza se encarga de compensar tanta amenaza permitiendo que cada parlama, una vez preñada, ponga alrededor de 140 huevos.
Hacia lo salvaje
Finalmente llegaron a Guatemala los viajeros realizadores del video. Estaban listas las tortugas, debidamente instaladas en dos toneles de baja altura, con agua de mar y un motorcito de aire para procurarles oxígeno. En esos recipientes (cubiertos con las pataletas, los tubos respiradores y los anteojos de buceo para disimular y no atraer las miradas curiosas) llegarían escondidas hasta la isla de Roatán, en el Caribe hondureño. Teníamos todo preparado.
Lo más delicado fue el traslado por tierra desde el Pacífico hasta el Caribe. Estábamos arriesgándolo todo: el peligro de ser descubiertos, la presumible detención, el castigo respectivo, el aborto de la misión encomendada. Queríamos hacer el viaje lo más rápido posible, pero intentando no pasar por la capital para evitar controles de la policía. Salimos a las cuatro y media de la mañana, tomamos la ruta que va de Puerto Quetzal a Escuintla, luego a la derecha hasta Chiquimulilla, por donde subimos hasta Cuilapa y de ahí, carretera a El Salvador, cruzamos hacia Ipala para bajar por Esquipulas e ingresar a Honduras vía Jocotán, por la frontera de El Florido.
Todos nuestros temores (las medidas preventivas que tomamos, la decisión de qué ruta tomar, la idea de ocultar las tortuguitas debajo del equipo de buceo) acabaron siendo innecesarios. Ningún puesto de registro nos sorprendió en el camino. En el paso fronterizo la cosa fluyó sin dificultad, lo cual no es extraño si se tiene en cuenta la extrema porosidad migratoria fomentada por la corrupción y el narcotráfico. A la hora de mostrar los documentos nos hicimos pasar como turistas de visita a las islas de la Bahía, enclaves de tranquilidad en el país más violento del mundo. Los agentes ni siquiera entraron a revisar el vehículo.
Ya en suelo hondureño seguimos viento en popa hasta La Ceiba, donde nos esperaba la movida crítica: ingresar el equipaje, contrabando incluido, en el buque transbordador. Con tanto flujo de visitantes, y disimuladas entre todos los chunches que llevábamos, nadie se fijó en las tortuguitas. Exhaustos, pero gloriosos, llegamos a Roatán antes del atardecer.
Territorio pirata
Vencido por el desgaste, Chema Rodríguez, el hombre bisagra, cortó relaciones con sus dos compatriotas y para colmo tuvo que volver a España en atención a una emergencia de índole familiar. Su puesto pasé a ocuparlo yo, responsable a partir de entonces de lidiar con 31 reptiles, un director divo, su camarógrafo y un facilitador operativo.
Mediar para que el equipo no se agarrara a trompadas resultó ser más difícil que cuidar a las tortugas, quienes para entonces se habían ganado la simpatía de todos y el corazón del facilitador, que incluso podía distinguirlas y le había puesto nombre a varias de ellas: Dory, Fany, Petunia, Daisy, Beatriz y, por supuesto, Matilde, la máxima estrella, la crack infatigable.
En su epopeya, la protagonista del video debía lidiar con un sapo. El Titán se encaprichó con registrarlo estando quieto, pero el animal, por instinto, saltaba tratando de huir. En el minuto 3:38 del videoclip puede vérsele la irritación alrededor del ojo, efecto de los varios chancletazos que recibió hasta quedar debidamente azurumbado. Parecía como Stallone al final de Rocky IV. “Esto no se lo vamos a contar a Amaral”, bromeábamos.
Daré pocos detalles del rodaje por tratarse de un proceso bastante monótono, con jornadas extenuantes atendiendo minucias técnicas sin mayor importancia aparente. Conforme pasaban los días iba haciéndoseme cada vez más fuerte la impresión de estar formando parte de un proyecto absurdo, inspirado en el apego a las apariencias y realizado al servicio de un mercado voraz, insensible, ciego, sin alma.
Es increíble lo idiota que puede llegar a ser esta industria que hoy me remunera, pensaba. Se pasa horas enteras e invierte decenas de miles de euros dirigiendo el lente hacia el lado equivocado. Mientras tanto, detrás de las cámaras la realidad circundante (autoridades cooptadas, abandono del Estado, turismo sexual, violencia contra la mujer, miseria, inequidad, impunidad, trasiego intensivo de drogas) pedía a gritos ser registrada.
Desenlace con video y fondo musical
A pesar de todo, y tras haber sabido disipar varias rencillas dignas de una telenovela, logramos concluir con éxito el rodaje y regresar a Guatemala sin contratiempos. Antes de abandonar Roatán, el sentimentalismo provocó que los demás miembros del equipo se inclinaran por soltar en la orilla a las 30 tortuguitas que nos quedaban (a la otra la perdimos durante el registro de un plano bajo el agua). Pragmático, yo había votado por hervirlas en una olla y hacerlas caldo, pero mis compañeros eligieron una finta más solemne para el acto de despedida.
De cualquier manera, ninguna de las parlamas tenía posibilidades de sobrevivir en un hábitat ajeno, con temperatura, grado de pH y porcentaje de salinidad distintos. Expuestas durante tanto tiempo a la luz directa del sol, lo más probable era que a esas alturas estuvieran ya completamente ciegas. Además, su asombroso pero frágil sistema de geolocalización había sido alterado desde un principio. Por último, pero no menos importante, una vez liberadas les tocó abrirse paso en un arrecife de coral repleto de fauna depredadora. Seguramente las barracudas tardaron muy poco en merendárselas, aprovechando que mis colegas no quisieron hacerlo.
El video se presentó y fascinó a los dos miembros de la banda y a los representantes de la casa disquera por igual. La prensa elogió el resultado y le dedicó varias reseñas, como esta en El País. La canción, que de tanto escucharla acabó por hacerme recordar un viejo tema de los Cranberries, vendió 30 mil copias a una semana de su lanzamiento y obtuvo con ello un disco de oro.
Algunas tomas de archivo con tiburones fueron adquiridas posteriormente, e insertadas en la secuencia final. El resto provino de esos diez días, del 25 de agosto al 4 de septiembre del año 2011, en los que hicimos posible un rodaje estrafalario, y de paso fuimos cómplices de un ecocidio.
No me siento particularmente orgulloso de haber participado en algo así, pero tampoco me arrepiento de la experiencia. La naturaleza es aún más despiadada e insensible que nosotros. La realidad guatemalteca y hondureña, también.
En el video de arriba puede verse el resultado.
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