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La Trinidad, la comunidad que se debate entre la pandemia y el miedo al Volcán de Fuego

La comunidad La Trinidad, ubicada en Escuintla, fue declarada un sitio inhabitable tras la siniestra erupción del Volcán de Fuego en junio de 2018. Más de 160 familias agricultoras dejaron casas, cultivos y animales para refugiarse en albergues transitorios. Han pasado dos años y decenas de ellos siguen esperando “la tierra prometida” que el gobierno les ofreció para poder empezar de nuevo.

COVID-19 La Trinidad P258 Volcán de Fuego

Las personas han improvisado cocinas y espacios al aire libre para aliviar el encierro de los módulos. Fotos: Carlos Sebastián

Desde el zaguán de su casa, bajo la sombra de un frondoso palo de mango, Eleodoro Camposeco escucha el retumbo del Volcán de Fuego. Son casi las 10 de la mañana. Más o menos cada dos horas, ese gran monstruo les recuerda a él y a las otras familias asentadas en sus faldas, que sigue despierto. Tan despierto como la tarde del 3 de junio de 2018, cuando al estruendo le siguió una catástrofe que dejó cientos de personas soterradas bajo los lahares.

“Antes desconocíamos lo que podía causar el volcán; y vivíamos tranquilos”, dice Eleodoro.

La explosión de aquel día no soterró a La Trinidad, una comunidad indígena y campesina, vecina de las comunidades El Rodeo y El Rancho, que no corrieron con tanta suerte y perdieron desde sus gallinas hasta la vida de sus familiares. Eso sí, en la Trinidad, los lahares arrasaron con las parcelas donde crecían matas de café, maíz y frijol. Pero especialmente café.

En cuestión de semanas, la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (CONRED) declaró inhabitables las 21.5 caballerías sobre las que se instaló La Trinidad hace más de 20 años. Los desalojaron para evitar que, cuando el volcán volviera a despertar alterado, cobrara otros cientos de vidas.

Las 163 familias que la conforman recogieron lo que pudieron y salieron rumbo a los Albergues Transitorios Unifamiliares (ATUS). La escuela de la comunidad fue clausurada. Dejaron casas, siembras y animales.

Fue igual que en los años 80, cuando salieron de Guatemala huyendo del Conflicto Armando y se refugiaron en México. La comunidad estaba ubicada en Huehuetenango hasta 1980. Durante la guerra, las familias salieron huyendo con rumbo a México. Volvieron 17 años más tarde, después de la firma de los Acuerdos de Paz.

En esa época, el gobierno los ubicó en las faldas del Volcán de Fuego, a pesar de ser una zona peligrosa, por la constante actividad.

De México, las familias volvieron dispuestas a empezar de nuevo. Muchos perdieron hermanos, padres o hijos. Santano Méndez, por ejemplo, tenía 5 años y perdió a dos hermanos y también a su mamá. “Es una época que a ninguno nos gusta recordar”, dice.

Al igual que esa vez, ese 3 de junio fue difícil dejarlo todo pero pudo más el miedo de verse en la misma situación que las otras comunidades que desaparecieron bajo los lahares del volcán.

Las familias llegaron a los albergues con la esperanza de que el gobierno encontrara una pronta solución para ellos. Que pudiera ubicarles un lugar en el que pudieran, otra vez, empezar de nuevo. El cambio de gobierno llegó antes que una respuesta a su incertidumbre. En los albergues que debían ser transitorios y temporales, se han refugiado durante los últimos años pero ellos mismos lo dicen: vivir ahí no es vivir, es sobrevivir.

 

Rosario Ramírez, junto a su hija, se rehúsan a volver a La Trinidad por miedo a vivir la tragedia de hace dos años.

La vida (que no es vida) en los ATUS

En los ATUS las familias viven en módulos. Cada módulo es una estructura rectangular, instalada varios centímetros sobre el suelo, es de madera y tiene techos de lámina. Los módulos no tienen sanitario propio, ni energía eléctrica, ni tuberías, ni cocina debido a la estructura de estos espacios. En cada módulo pueden vivir cuatro núcleos familiares. A las familias más grandes les permiten usar dos espacios.

Cuentan con una escuela pública hasta el nivel básico. Comparten baños y duchas. Y han improvisado sus propias cocinas con algunos materiales rústicos.

Más que viviendas, los módulos parecen bodegas. El módulo en que vive Gilberto Camposeco y su esposa apenas cabe una cama con un mosquitero encima porque los zancudos no tienen piedad por las noches. Los tendederos de ropa atraviesan el cuarto de extremo a extremo. Hay una pequeña ventana. Por si algunas ratas salen durante la noche, los productos para comer y la ropa están en bolsas que cuelgan del techo.

En esos módulos, el gobierno de Jimmy Morales ubicó a todas las familias damnificadas por la erupción del Volcán de Fuego. Debía ser un refugio transitorio pero se convirtió en un hogar permanente para los vecinos de La Trinidad.

Rosario Ramírez es una de ellas. Es jueves por la mañana y en los ATUS reina el silencio. “Aquí solo se oye el sonido de los pájaros”, dice Rosario, con una niña de 2 años en brazos. Es su hija. Ella nació después de la erupción y le tocó crecer en un espacio de 4 x 6 metros.

La niña, Rosario y su esposo comparten un espacio limitado en el que apenas cabe una litera, una mesa pequeña y algunos juguetes.

Vivir en los módulos no ha sido fácil, dice Rosario.

 

Gilberto Camposeco muestra el módulo en el que ha vivido los últimos dos años, junto a su esposa.

En la casa de La Trinidad la energía eléctrica no hacía falta y la comida tampoco. “Acá si nos queremos comer un banano o unas yerbas, hay que ir al centro. Hoy el manojo de chipilín aquí me lo dieron a 5 quetzales cuando nosotros el chipilin lo teníamos dentro de nuestro terreno y lo podíamos comer cuando quisiéramos”. Mientras habla de lo difícil que es empezar de nuevo en una tierra que no es suya y que no sirve para sembrar, la niña aprovecha y se desprende de sus brazos. Se fue corriendo en busca de un poco de aire fresco.

“Ella se desespera, el calor de ahorita no es nada en comparación de otros días, no se aguanta”, dice.

La Industria es el nombre de la finca en la que el gobierno instaló los ATUS. A diferencia de antes, ahora Rosario vive mucho más cerca del centro de Escuintla. Ella se siente más cerca de la ciudad, de un sector urbano al que “no pertenece”.

Allá tenían un terreno con café, naranja, limón, aguacate, bananos, chipilín y mango. Vivían del campo. Ahora su esposo sale a buscar trabajos. A veces se gana algo de dinero limpiando terrenos o podando palos. A veces tiene trabajo, otras veces no. Ella, por su parte, hace bolsas de plástico para venderlas y aportar algo para la comida.

El módulo trasero es de su cuñada. En el de al lado vivía su suegra pero desde hace unas semanas se regresó a La Trinidad, a su casa con jardines y patios amplios. Volvió porque cree que allá puede cuidarse mejor del Covid-19 que ahí, viviendo tan cerca de otras familias, con apenas una tabla de por medio.

Rosario entiende su decisión pero ella y su esposo prefirieron quedarse en los ATUS para no volver a las faldas del Volcán. “Aquí por lo menos dormimos tranquilos”, explica.

“Con mi esposo a veces platicamos y decimos: Realmente el que aguanta la vida aquí es porque de verdad tiene ganas de seguir viviendo. A nosotros no nos hace falta la comida, tampoco nos sobra pero hay niños que no comen, que han venido a la casa diciendo que no tienen comida”, en ese punto del relato Rosario empieza a llorar. De inmediato se seca las lágrimas y saca valor para que su hija no la vea llorar.

La vida de Rosario está en los ATUS, en una estructura de madera. Ella se graduó de perito contador y ha buscado trabajo en el centro, pero no encuentra. “Acá las puertas de la ciudad están cerradas para nosotros, por eso queremos una finca porque sabemos que de la tierra podemos vivir y comer”.

 

Algunas familias han decidido quedarse en los ATUS hasta que el gobierno cumpla su promesa de reubicarlos en un lugar seguro.

“Seguimos soñando con la tierra”

La colonia vecina de los ATUS se llama La Dignidad. Es un complejo con diseño residencial conformado por unas mil casas, todas con las mismas características: un nivel, paredes y techo de concreto, un jardín pequeño y cocina, sala, baño y dos habitaciones.

La Dignidad fue el proyecto de viviendas que impulsó el gobierno de Jimmy Morales para reubicar a los cientos de familias damnificadas y sobrevivientes de la erupción. Entre ellos, los vecinos de La Trinidad.

Urbano Lorenzo es representante de la comunidad y mientras hace un recorrido por los ATUS, cuenta que cuando el gobierno les ofreció las viviendas solo aproximadamente 60 familias de las 163 que conforman la comunidad las aceptaron. Los demás se negaron.

“Nos dijeron: los que agarran casa, no aplican al acceso a tierra. Y nosotros preferimos la tierra”, dice Urbano.

Es decir, son 100 las familias que rechazaron las viviendas residenciales con tal de que el gobierno los ayude a gestionar el acceso a una finca en la que la comunidad pudiera establecerse nuevamente.

Al igual que Urbano, Gilberto tampoco aceptó la casa.

“Mi papá era campesino. Es originario de la aldea Buena Vista en Huehuetenango. Lo que uno quiere es tierra para producir, para trabajar”, explica.

Buscar una finca disponible, con dimensiones suficientes para todas las familias, en condiciones legales adecuadas para uso de la comunidad, era el punto medular de una mesa de diálogo que se conformó con los líderes de La Trinidad, representantes de la Presidencia, CONRED, Ejército y el Fondo de Tierras. La discusión se interrumpió en enero de este año, con el cambio de gobierno.

Desde entonces, dice Urbano, ninguna autoridad de gobierno ha vuelto a los ATUS. Lo que las familias esperan es que el gobierno de Alejandro Giammattei sostenga el proyecto de apoyarlos con un crédito mediante el cual puedan comprar una finca y distribuirla entre todos.

Urbano es muy claro con eso: “La tierra que se está solicitando no es un regalo, creeme. No es un regalo, lo que se busca es un subsidio, no estamos pidiendo nada regalado”.

Y los que están a su lado asienten para respaldar lo que dice. Santano Méndez, Tania Montejo y Guadalupe Camposeco, también son miembros de la comunidad. También Don José García y Sabina Gómez, quien asienta con la cabeza mientras tira la masa sobre el fuego para prepararle a su familia unas tortillas.

Sabina y José son esposos y padres de tres niños. Aceptar la casa que ofrecía el gobierno parecía una oferta tentadora, que podría resolver el problema de vivienda, pero no les garantizaba ningún futuro.

“Lo platicamos como familia, -cuenta José-. Yo les dije a mis hijos: me va doler en el alma que ustedes van a crecer y solo nosotros dos viejitos vamos a vivir en esa casa. No tengo dónde decirles: Mijo, hace tu casa en este terreno, porque no hay. La lucha es lograr una finca y tener un espacio para sembrar algo”.

 

La familia de Estuardo Ramírez deja listos los zapatos por si tienen que salir corriendo en la madrugada.

Entre el miedo y la necesidad

A pesar que, en teoría, unas 100 familias de La Trinidad siguen albergadas en los ATUS, el lugar no está totalmente poblado. Algunos de los módulos están vacíos.

Desde que el Covid-19 llegó al país, muchas de las familias tomaron la decisión de volver a sus casas. Las razones son varias.

“Aquí es como estar uno de piernas cruzadas, sin poder hacer otra cosa. Ahora hay poca gente porque la gente está aprovechando para ir a sembrar allá (a La Trinidad). Por la pandemia no hay clases, porque se suspendieron. Otro motivo es que, imagínese, solo una tabla divide a cada familia. Allá la gente se puede proteger mucho mejor y está más lejos del pueblo. Allá es más seguro”, dice Urbano.

Algunos regresarona la zona inhabitable antes que la pandemia llegara. Se fueron poco a poco. Primero los hombres, porque se cansaron de buscar trabajos esporádicos. Regresaron a recuperar sus parcelas, a limpiar los destrozos del volcán y revivir los cafetales. Iban y volvían para poder dormir tranquilos. Eso es lo que le agradecen a los ATUS, el poder dormir sin miedo a que un retumbo los despierte.

Para llegar a La Trinidad hay que pasar por El Rancho y El Rodeo, además de cruzar dos riachuelos y un puesto de verificación de temperatura. Algunas veces las corrientes de agua crecen tanto con las lluvias que se hace imposible entrar o salir de la comunidad. Últimamente las lluvias han dejado de ser tan constantes, así que el vehículo de Urbano cruza los ríos, sin problema.

Al llegar a La Trinidad, el rostro del revolucionario Alfonso Bauer Paiz pintado sobre una antigua video-biblioteca, recibe a los visitantes. A pocos metros hay una ceiba que le hace suficiente sombra a todo el parque central de la comunidad. En ese lugar, los vecinos pintaron un muro que cuenta su trayectoria: Desde que salieron huyendo de Huehuetenango hasta que se reubicaron en sus nuevas tierras.

“Ahí está toda nuestra historia”, dice Guadalupe Camposeco, quien pasó algunos años de su pubertad en las montañas.

A pocos metros del parque está ubicada la casa de Eleodoro. También es Camposeco, como muchas otras familias del lugar. Desde que la ayuda del gobierno anterior terminó, Eleodoro regresó a La Trinidad a reparar los daños causados por la erupción. Y hace tres meses su esposa y sus dos hijas también volvieron.

“No es que estemos muy contentos. Mi familia oye ruidos y no se sabe si es la tempestad o es el volcán”, dice, sentado bajo el palo de mango que creció en su patio y que le hace sombra a su casa, sus gallinas y los otros animales que están criando.

Además de su casa, Eleodoro también tiene su propia parcela dentro de la comunidad. Una suficiente extensión de tierra para sembrar y comercializar café. En ese proceso les ayuda la cooperativa de la comunidad, que es parte de la Federación de Cooperativas de Guatemala. Aunque el café tarda tres años en dar frutos, es el producto principal para los agricultores, la base de su economía.

“Es porque el café es mucho más agradecido”, explica Santano.

 

Muchos han regresado a La Trinidad a recuperar sus parcelas y reactivos los cultivos de café.

Al igual que el resto, Eleodoro preferiría recibir una porción de tierra para empezar de nuevo.

“Nosotros no pegamos en la ciudad, no es nuestra tierra, vivir en esa casita que ofreció el gobierno no era vida para nosotros.El gobierno al momento de tomar sus decisiones no tomó en cuenta nuestras peticiones. A veces se puede malinterpretar que uno es mal agradecido pero también hay que pensar de qué vamos a vivir”, dice.

El Volcán acaba de retumbar porque, al igual que hace dos años, sigue activo.

Estuardo Lorenzo y su familia también llevan tres meses viviendo en su casa. La decisión de retornar no fue sencilla y cada vez que el volcán retumba les hace recordar las razones que los obligaron a huir en 2018.

“Aquí no estamos seguros, es cierto, nada es seguro. Aquí mis hijos tienen su par de zapatos al lado de su cama y unas lámparas para que en cualquier momento puedan salir corriendo”, cuenta Estuardo.

Cuando el cielo truena o llueve muy recio, Estuardo no puede dormir. Se levanta dos, tres, hasta cuatro veces para ver si sus hijos están bien. Daniel, el mayor de sus ellos, cuenta que cuando truena muy duro el volcán o llueve mucho, también tiembla toda la casa.

“Ahora como que ya me estoy acomodando aquí. Me estoy sintiendo bien aunque sé que no estamos bien. Nos estamos mintiendo a nosotros mismos. Pero nosotros somos los grandes y tratamos de decir que estamos bien, por ellos”, dice Estuardo mientras alrededor suyo, la más pequeña de sus hijas no para de jugar. Ya aprendió a caminar, se sienta, se levanta y busca la mano de Estuardo.

Tiene año y medio. Nació en los ATUS. “A nosotros nos llevó la chingada para criarla en el albergue”, recuerda Estuardo. La familia acordó que cuando la situación se normalice y la pandemia pare, volverán a los ATUS para que los niños sigan estudiando. Sin ingresos, por ahora viven con lo que la tierra les ofrece: quilete (una hierba también conocida como macuy), guisquil y frijol.

“Mis papás siempre trabajaron en el campo, me enseñaron y me dijeron que el campo me iba a dar de comer; y es cierto”.Pero por ahora, cada día es una lucha por garantizar la comida de los 5 miembros de la familia. Pensar en ropa o zapatos es un lujo. “Yo sigo soñando un pedazo de tierra”, insiste.

En el parque central de La Trinidad hay un muro de colores con dibujos que cuentan toda su historia, una serie de desalojos y mudanzas forzadas. Primero, por el conflicto armado. Y hace dos años, por una erupción desastrosa.

Pronto, los representantes de la comunidad pedirán un acercamiento con el presidente Alejandro Giammattei. “Él recibió en enero. Nosotros dijimos: Démosle tiempo y en marzo empezamos. En eso vino la pandemia y se quedó estancado todo”, explica Urbano.

Su esperanza es que este gobierno retome el proyecto de buscar una finca en la que puedan instalarse y empezar desde cero, sin miedo a que una catástrofe natural los sorprenda un día de tantos. Solo cuando tengan una tierra en donde echar raíces, se podrán recuperar de la tragedia de hace dos años.

“Aquí hay que trabajar para comer- dice Estuardo-. Esta colonia es fuerte porque ha luchado y sigue luchando para salir adelante. Acá la primera lección para los hijos es no robar, aquí lo que tenemos es porque trabajamos. Yo le aseguro que la comunidad en dos o tres años que tenga sus tierras propias, se levanta, porque es luchona”.

Cuando son casi las 12:30, el Volcán vuelve a retumbar.

 

En los ATUS, los niños han crecido en medio del encierro y las limitaciones económicas.


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COMENTARIOS

RESPUESTAS

    Alistair Langmuir Sanchez /

    19/06/2020 8:06 PM

    Muy buen artículo, gracias. Sólo mencionar que lo que cubrió la colonia de San Miguel los Lotes no fueron lahares sino flujos piroclásticos.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!

    guillermo /

    19/06/2020 6:38 PM

    Excelente reportaje Kimberly.
    Muy cercano a la gente y muy bien descrito el temor coridiano de vivir al lado del volcán, esa presencia casi metafísica. Felicitaciones por su estilo preciso y sin adornos.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!



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