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“Apague la Televisión y encienda un buen libro”

“Aunque sea esto pero que lean, Arévalo”, argumentaba el hermano Eduardo Alburez del Liceo Guatemala, mientras repartía ejemplares Selecciones del Reader’s Digest a los alumnos en clase de literatura, esperando con ello iniciarlos en el hábito de la lectura. Hoy, esto quizás no sería necesario: quizás el hermano Alburez estaría organizando visitas a Filgua, para permitir que los jóvenes se zambullan felices en esta fiesta del libro.

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Esta es una opinión

Foto: Filgua

Así rezaba el póster que una amiga argentina tenía clavado en la pared de su dormitorio universitario, a finales de los años setenta, y que todavía recuerdo con claridad: sobre un libro abierto que hacía las veces de alfombra mágica, una lectora volaba. La cara hundida en un libro abierto en sus manos, sobre una ciudad iluminada bajo una noche estrellada.

El póster era parte de una campaña de promoción de la lectura que se había hecho algunos años antes en Argentina, promovida por el ministerio del ramo, y que tenía sus correlatos en países latinoamericanos y europeos, posiblemente alentados por la UNESCO. La campaña no dejaba de llamar la atención de este todavía adolescente, que provenía de una región muy diferente del continente en la que la cultura en general y la lectura en particular eran menospreciadas, tanto en la sociedad como desde el Estado. Era la época en la que en las librerías -casi todas ubicadas en lo que hoy llamamos el centro histórico- los ejemplares a la venta en los anaqueles estaban envueltos en plástico, impidiendo que uno pudiera hojearlos, y en la que para poder encontrar casi cualquier cosa más allá de textos de manualidades, autoayuda y libros escolares, había que viajar al extranjero.

Recuerdo mis discusiones en las aulas del Liceo Guatemala con el hermano Eduardo Alburez, maestro de vocación y mentor de juventudes, quien con tal de lograr que sus alumnos leyeran algo, en vez de los libros reglamentarios repartía durante la clase de literatura ejemplares de Selecciones del Reader’s Digest y decía “lean lo que quieran”, y a mis gestos atónitos agregaba: “aunque sea esto pero que lean, Arévalo”.

En aquellas circunstancias Don Guayo tenía razón, por supuesto: a ese nivel de la adolescencia -el hábito de la lectura se inculca más efectivamente durante la niñez- y en un medio que no valoraba la cultura, no iba a ser fácil convertir a mis compañeros adolescentes en lectores por efecto de una clase de literatura...y menos con los textos que estaban en la lista del Ministerio de Educación. Mis protestas ante su supuesto pecado -repartir la Selecciones en vez de verdadera literatura- tenían partes iguales de arrogancia juvenil -yo ya andaba por Benedetti y Bradbury por esa época- y de ignorancia pedagógica: lo que se necesitaba era que los alumnos fueran desarrollando el hábito por la lectura; orientar y encauzar el hábito ya se podría hacer mas tarde.

Lo de “apagar la tele” respondía a la preocupación de los pedagogos por el carácter adictivo de la televisión y sus efectos ‘anestesiantes’ en la mente. Era la época en la que la oferta televisiva se limitaba a canales abiertos con una programación a base de telenovelas, series cómicas y de aventuras, y noticieros que en su mayoría se limitaban a la lectura de los cables noticiosos. Y por supuesto, los inevitables comerciales. Por entretenidos que pudieran ser algunos programas, tenían muy poco de informativo y menos de formativo. La comparación era inevitable entre el potencial de riqueza y profundidad intelectual que ofrecían las páginas de una biblioteca, y la banalidad superficial de la programación televisiva. ¿Cómo iba uno a comparar los dilemas existenciales de los personajes de las novelas de Herman Hesse con las aventuras siempre predecibles de Batman y Robín?

Pero un artículo reciente le da validación científica a lo que en su momento era una afirmación de sentido común. Un trío de cientistas sociales italianos montaron una investigación que establece una relación directa entre la calidad de la programación televisiva y la disposición al voto populista. Publicada en el American Economic Review -una publicación científica de primera línea- el estudio analiza el efecto causado por la introducción de la televisión comercial en Italia desde el comienzo de los años ochenta mediante la comparación de regiones que contaban con el servicio del canal comercial del magnate -y posterior primer ministro- Silvio Berlusconi, y aquellas en las que no estaba disponible. Cabe señalar que la liberalización de la televisión en Italia -hasta esa época era un monopolio estatal- implicó un cambio drástico en la naturaleza de la programación disponible, pasando de programas entre aburridos e informativos al ‘mínimo denominador común’ del entretenimiento: mujeres en bikini, concursos ramplones, etc. La investigación evidenció que el deterioro de la calidad de la programación tuvo un impacto directo en la disposición de la ciudadanía a votar por las opciones populistas, cargados de mensajes simplistas, encontrando que quienes habían sido expuestos a la programación de baja calidad como niños puntean 5% menos que en pruebas cognitivas, están un 13% menos interesados en la política y 10% menos involucrados en asociaciones voluntarias.

No es únicamente una cuestión de contenidos. Después de todo, la calidad de los programas de televisión se ha transformado sustantivamente en las últimas décadas, y al mismo tiempo que existen programas tan mediocres como los de los años de la televisión análoga -o peores, como los que consisten exclusivamente en fomentar el placer del voyeurismo- hay una enorme oferta de películas, series y documentales de alta calidad estética e intelectual, suficientes como para pasarse pegado a la pantalla todo el día sin hacerle concesiones a la mediocridad. Y en contrapartida, no todo lo que se imprime en papel es oro: existen libros cuyo contenido es poco más que basura, y que en términos de contenido no aportan mucho más que cualquiera de los culebrones telenovelescos mexicanos de los años setenta. Bastaría, en ese caso, ser selectivo en el material televisivo que se consume, especialmente en una época en la que la oferta audiovisual es inmensa y variada, gracias a la televisión por cable e internet. ¿Para que leer La Guerra y la Paz, si su versión cinematográfica o la serie de Netflix nos cuentan la historia más rápido y a todo color?

No es así: se trata de una cuestión fisiológica. Ya para los años setenta, la comunidad científica había identificado que el funcionamiento del cerebro durante el acto de lectura es completamente diferente del que evidencia mientras está en el acto de ver televisión. Las ondas cerebrales prevalecientes son distintas: durante la lectura predominan las ondas beta, que son las que corresponden a un estado de pleno funcionamiento y alerta cerebral. Mientras se ve la televisión, éstas desaparecen para dar lugar a las ondas alfa, que son las que corresponden a un cerebro en estado de pasividad, de letargo, en el que la mayoría de sus funciones se encuentran detenidas. A partir de entonces, diversos estudios científicos alrededor del mundo (Japón, Estados Unidos, India, etc.) han confirmado que la televisión aletarga, aumenta la agresividad y reduce la capacidad verbal. Y no se trata exclusivamente de la televisión como tal: un estudio reciente del Instituto Nacional de la Salud de los Estados Unidos de América a partir de una muestra de 4500 niños, niñas y adolescentes norteamericanos encontró una correlación entre la exposición diaria a cualquier tipo de pantalla -televisión, tabletas, teléfonos inteligentes, videojuegos- y la reducción de las habilidades de memoria, percepción y aprendizaje que se traducen en una reducción de los coeficientes de inteligencia. En casos de adicción severa -seis horas diarias por ejemplo- comienzan a registrase cambios fisiológicos palpables en la estructura cerebral, como el debilitamiento prematuro del córtex.

En contrapartida, la lectura refuerza el funcionamiento del cerebro, mejorando la irrigación sanguínea, generando y regenerando interconexiones entre hemisferios y córtex, etc. No se trata de un efecto ligado a la calidad ‘informativa’ del texto, que supondría -por ejemplo- que más vale la pena leer un libro de ensayos que una obra literaria. Ante una novela, la recreación que el cerebro hace de la historia narrada es tal que nos zambullimos totalmente dentro de esa realidad creada, al grado de que nuestro cerebro hace eco de la acción narrada: si el personaje está moviendo los brazos se activan nuestras zonas cerebrales correspondientes al movimiento de los brazos. La poesía, por su parte, activa al cerebro como ningún otro género artístico y genera más placer -neurofisiológicamente medido- que la música. Y en general, el ejercicio de ‘ponerse en los zapatos de otro’ que el lector alcanza gracias a los artificios de la narrativa literaria, fomenta la capacidad para la empatía. Y vaya si nuestro mundo no necesita de un aumento de la capacidad empática de sus habitantes...En conclusión, las campañas de fomento de la lectura de esa época tenían más razón de la que suponían.

Felizmente y con el paso de los años, el páramo libresco de los años setenta se fue transformando. Cuando tras una década de estudio y trabajo en el extranjero regresé a Guatemala, me encontré con una actividad editorial renovada. La producción de ensayo y de literatura nacionales comenzó a crecer gracias al aparecimiento de distintas editoriales. La Librería del Pensativo en La Antigua Guatemala y Sophos en la capital se convirtieron en sitios de peregrinación periódica para revisar una oferta científica y literaria que, cada vez más, contrastaba con la de las escuálidas librerías de mi adolescencia. Y comenzaron a pulular en sus pasillos los lectores: lectores viejos, de los que antes dependíamos de las conexiones con el extranjero para nuestras necesidades de investigación o de esparcimiento literario, y lectores jóvenes, formados en el hábito de la lectura gracias a la mayor disponibilidad de libros y librerías en el país.

No nos equivoquemos: todavía estamos lejos de ser un país de lectores. En las estadísticas comparativas que se llevan a nivel mundial ni siquiera figuramos. Los países lectores de América Latina andan en un promedio de 5 libros al año por persona, y en el nuestro se estima que ni siquiera llegamos a uno solo. Queda mucho camino por andar. Pero sospecho que hoy, don Guayo Alburez no tendría necesidad de repartir la Selecciones del Reader’s Digest a sus alumnos de bachillerato, y que podría descansar en el desarrollo paulatino de los hábitos de lectura en la sociedad durante las últimas décadas para contar con lectores adolescentes a quienes orientar y encauzar sus gustos literarios. Seguramente, organizaría visitas a la FILGUA para dejar que sus alumnos se zambulleran en la mayor fiesta del libro y de la lectura que nuestro país tiene, recorriendo los puestos de editoriales y librerías y participando en los distintos eventos que se organizan en su marco, diciéndoles: “dejen la pantalla, nos vamos a la FILGUA”.

Bernardo Arévalo
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Estudió sociología, y don Max marcó la forma como ve el mundo. Alguna vez fue diplomático, y le quedaron algunas mañas. Tal vez por eso sigue trabajando en temas que conjugan ambas perspectivas, como consolidación de la paz y transformación de conflictos. Algo nómada, ha vivido fuera del país por temporadas largas pero al final, siempre regresa. Secretario General Adjunto II de Movimiento Semilla, a partir de 2019.


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COMENTARIOS

RESPUESTAS

    VEBAS /

    13/07/2019 9:02 PM

    Me gusto mucho este articulo...especialmente ahora que retomo la lectura( habia olvidado lo facinante que es leer)

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!



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