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La agricultura vuelve al escenario

A decir verdad, la agricultura siempre ha estado allí. Nunca se fue. Siempre de la mano campesina, leal, permanente, alimentando a este país pese a los desaires de la sociedad, y la desatención de los gobiernos.

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Esta es una opinión

Niños trabajan junto a su mamá en una finca de café.

Foto: Carlos Sebastián

Hace apenas unas décadas se le desconectaron los tubos de apoyo vitales a la agricultura a pequeña escala. A aquel conjunto de acciones contrarias a la producción campesina se le denominó pomposamente ‘reforma’ del Sector Público Agrícola y se financió con préstamos del exterior, en este caso del Banco Interamericano de Desarrollo.

Corría el año 1994, en plena ‘revolución de guante blanco’, como algunos llamaron al gobierno de Ramiro de León Carpio surgido luego del golpe de Estado de Jorge Serrano Elías; el proceso culminó durante el gobierno de Álvaro Arzú, con el desmantelamiento de la institucionalidad agropecuaria.

Aquella historia fue parte de un proceso de impacto mundial, ampliamente conocido y con una denominación poco comprensible: políticas de ajuste estructural. Esta serie de medidas de base económica fueron dictadas por Washington y debidamente implementadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, sus principales brazos operativos.

Los gobiernos nacionales de aquellos días aceptaron la ‘receta’ sin remilgos. La élite económica, siempre fiel a su propio interés, vio en aquellas medidas internacionales dos grandes posibilidades para su futuro: congraciarse con los dictados imperiales y asegurar –o incrementar– cuotas de exportación agroindustrial de azúcar, banano o café.

Ese fue el resultado de mejorar ‘nuestra’ capacidad exportadora e internacionalizar la economía guatemalteca. Pero para el campesinado nacional y su principal actividad productiva, la agricultura familiar, aquellas ‘medidas’ antinacionales, fueron cuasi mortales y efecto de ello es que la producción de granos ha decrecido en las últimas décadas, la migración forzada e insegura se intensificó al mismo ritmo en que creció la pobreza general y extrema.

Por eso todos los indicadores están ahora colapsados: muertes maternas, desnutrición infantil e informalidad en el campo. Y esos solo son tres ejemplos del negativo efecto de aquellas políticas. Pero una desgracia nunca llega sola, así que la inserción internacional de la economía guatemalteca contaba con un as bajo la manga para ser competitiva: vasta mano de obra no calificada ‘acostumbrada’ a los bajos salarios y a trabajar sin cobertura de derechos laborales.

El colofón de la historia fue la suscripción –adhesión– de un tratado comercial entre Centro América, República Dominicana y Estados Unidos de América, que entró en vigencia en el año 2007, liberalizando el comercio entre la región y aquel país. Ese acuerdo dejó al productor agrícola nacional a expensas de una “competencia” absolutamente desigual, que tenía al granjero norteamericano protegido con subsidios y medidas no arancelarias, además de ventajas tecnológicas y activos productivos que incrementan la productividad.

Eso explica por qué ahora tenemos una agricultura familiar que subsiste en un medio hostil, justamente por su raigambre histórica y ascendencia cultural, en magras condiciones y bajo el asedio que implica la expansión de monocultivos de exportación, que pugnan por más y más tierra, agua y liberalización de condiciones laborales, que además de cuentan con aquiescencia estatal.

Así, en los últimos 10 años, la expansión del cultivo de palma africana ha tenido un incremento del 600% a nivel nacional. Del incremento de manzanas cultivadas con palma en ese período, el 29% se utilizaba para el cultivo de granos básicos en el 2000, según la Política Agraria 2014, aún vigente.

Este es el caso del norte del país, particularmente de Petén y Alta Verapaz considerado el surtidor estratégico de granos al país; lo dramático para la sociedad es que, a pesar de lo gravoso de la situación y la resistencia indígena-campesina, el cambio de uso del suelo continua su silenciosa marcha, haciéndose con tierra de cultivo o bosque –esto último en donde aún quedan algunos árboles–.

Es decir que el agro negocio se transformó en enemigo acérrimo de la agricultura familiar. Ambos necesitan de los mismos elementos: tierra y agua. Con una ventaja para el agro negocios: el Estado les favorece.

Este es el punto donde se bifurcan los caminos. La voz gremial de los agronegocios, la Cámara del Agro, sintetiza así su razón de ser: “producir alimentos para el mundo…”. La agricultura familiar, por el contrario, aunque no exclusivamente, dedica su mayor esfuerzo a surtir la mesa alimenticia de la familia guatemalteca: provee el 70% de los alimentos básicos que consumimos.

La agricultura familiar no goza del favor del Estado, que luego del abandono absoluto, de los años noventa y reconociendo el error cometido, intenta ejecutar tenues programas de apoyo en los inicios del siglo XXI, que cierra la primera década con un programa parte asistencial –con donación de fertilizantes– y parte pro empresarial, que busca expandir el cultivo de la palma aceitera –denominado Pro Rural–.

Con magros resultados se culminó la década con la implantación de la Política Nacional de Desarrollo Rural Integral –impugnada de inconstitucional por representantes del agro negocios–, un recurso legal que posteriormente fue desechado por la Corte de Constitucionalidad. Pero la Política no llegó nunca a tener un presupuesto e institucionalidad fuerte.

Los resultados de aquellos programas y del posterior Programa de Agricultura Familiar para el Fortalecimiento de la Economía Campesina (PAFFEC) –que con pequeñas variantes continua vigente– no han tenido ni tienen impacto en mejorar la vida campesina.

La agricultura familiar indígena campesina, que según el Ministerio de Agricultura, ocupa a alrededor de un millón doscientos mil hogares –cerca de cinco millones de personas, de las cuales el 60% se identifica como indígena–, funciona sin apoyo estatal y cultivando en laderas o pequeñísimas parcelas y aún así produce alrededor de cincuenta y dos millones de quintales de maíz y genera alrededor de quinientos mil jornales permanentes por año.

Aún con todo este bagaje, el gobierno de Alejandro Giammattei y Congreso han desestimado la importancia de la producción campesina; le han dedicado escasa atención al campo y a las consecuencias que tendrá en lo inmediato la falta apoyo a la agricultura familiar para productores alimentarios y sociedad.

Hay agentes económicos que se regodean y estimulan esta situación, y son aquellos que controlan los contingentes de importación de maíz y frijol con ánimo de lucro, y esperan que el campo colapse, pues eso les da margen de especulación y abre el campo a otro círculo empresarial, que le garantiza mano de obra barata.

Es a la mayoría de la población a quienes aflige la quiebra de los productores del campo, personajes doblemente afectados: sin ayuda devenida de los programas gubernamentales para la emergencia y en tanto productores, golpeados por el encarecimiento de los insumos, falta de transporte y lejanía de los mercados.

Hasta ahora al Organismo Ejecutivo no parece importarle, pues están entretenidos en otros menesteres y cree el presidente que con huertos familiares y galpones de gallinas la cuestión está resuelta. Se equivoca. Este tipo de proyecto paliativo se ensaya en el país desde hace cuarenta años y no es solución, ni siquiera familiar.

Es por lo anteriormente anotado que celebramos, que pese a los avatares en este país, la agricultura familiar indígena y campesina continúe vigente y sea una forma de vida de millones de guatemaltecos, cuyo destino es transformarse. El 28 de abril, el Frente Campesino presentó un documento en donde reivindica la presencia campesina en la política nacional y demanda atención para el campo en el medio de la crisis y se reconoce como actor político para la solución desde la proclama: reactivación con transformación.

A manera de conclusión, cito el texto campesino: “Nunca como en esta crisis ha sido tan clara la relevancia de la agricultura a pequeña escala y el aporte estratégico de las familias campesinas y las comunidades indígenas. Nuestro esfuerzo por llevar el alimento a la mesa de las familias en pueblos y ciudades está a la vista. Durante la presente crisis provocada por el COVID19, el pueblo de Guatemala está abasteciéndose y alimentándose de lo que las y los campesinos, los pueblos indígenas y los pequeños agricultores, en general, hemos producido en nuestras pequeñas parcelas”. Absolutamente de acuerdo.

Helmer Velásquez
/

Es Abogado y Notario de Profesión. Promotor social de vocación. Con un largo recorrido en trabajos del desarrollo y la defensa de los derechos humanos y la construcción democrática de Guatemala.


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COMENTARIOS

RESPUESTAS

    Víctor lopez /

    02/05/2020 7:20 AM

    Excelente artículo, vino a confirmar lo que siempre he dicho, a parte que da un par de datos que ignoraba , me parece ...

    ¡Ay no!

    1

    ¡Nítido!

      Ronaldo Carías /

      02/05/2020 9:05 AM

      Ohhh! la bestia erudita, siempre lo ha dicho, solo ignoraba un par de cosas jajajajajajajajajajajajajajajaja que ijveputa mas m¡3rda!!!!
      sos un ZURULLO, ademas de ZOTE y ZASCANDIL, entre otras cosas.

      COMPRA TU DICCIONARIO ZURUMBÁTICO

      ¡Ay no!

      2

      ¡Nítido!

        Juan vergas /

        02/05/2020 1:16 PM

        Métete conmigo, vos cara de mi culo. Yo sí te voy a poner en tu lugar... pedazo de mierda. Yo soy el diablo

        ¡Ay no!

        1

        ¡Nítido!

        Tomás Mipinga /

        02/05/2020 3:18 PM

        Te reprendo diablo, jajajajajajajajaja!!! vos no sos un pedazo, sos una completa m¡3rda hijo de 800 civilizaciones de rameras Bíblicas, chupale el culo a tu casero de victor, ahí te ves.

        ¡Ay no!

        1

        ¡Nítido!



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