La casa de Jorge Ibarra está detrás del museo de Historia Natural, el museo que él fundó en 1984, en la Zona 13 de Ciudad de Guatemala. A principios de los cincuenta, el museo estuvo primero en la Casa del Té, el espacio que la alta sociedad usaba para reunirse a principios de siglo, junto al zoológico La Aurora. Pero la voluntad es estratégica y para convencer al gobierno de aquel entonces, en 1982 justificó la necesidad de trasladar el museo a otro destino porque había un gran esqueleto de elefante que no cabía en la Casa del Té. Las autoridades le cedieron un cuartel militar en Zona 13 para el elefante y demás objetos y, tras la inauguración del nuevo edificio, le cedieron unas instalaciones detrás del museo para que se trasladara con su familia.
Este naturalista, hijo de naturalista, abrió un museo que ahí sigue, treinta años después, en lo que hoy es la Zona de Museos. Su hijo Germán creció ahí, porque su padre dirigió el centro hasta los años noventa y junto con su madre, que llevaba la administración, y su otro hermano, aprendió a preparar a los animales para su exhibición. A finales de los ochenta, Germán empezó a barruntar la idea de crear el primer serpentario y acuario del país.
Si las personas decidimos el movimiento de nuestros sueños, hay sueños que reptan.
A principios de los noventa, el museo contaba entre su acervo con una pequeña colección de anfibios y reptiles en cautiverio, por eso padre e hijo planearon transformar uno de los salones en un amplio espacio de la planta baja para exponer a los animales que tanto fascinaban a Germán.
Por aquel entonces, no se conocían más de ochenta especies originarias de Guatemala, hoy son ya 147, pero el proyecto empezó pequeño y no logró crecer. En 1997, hubo un proyecto de exhibición de serpientes que duró algunos años, pero nunca fueron más de siete, y el salón que se iba a utilizar, nunca se usó para este fin.
Por la apatía del Ministerio de Cultura, que no otorgó más recursos al proyecto, el espacio que debía haber sido un serpentario enfocado en serpientes venenosas y reptiles, primero fue el salón del Árbol (sobre los bosques de Guatemala) y actualmente es el salón Corazón de la tierra del museo, en el que se cuenta la cosmovisión maya desde el punto de vista natural, no fue jamás un salón de serpientes.
En la visita guiada al museo de Historia Natural el visitante verá un reptil vivo. Uno. Verá al extinto pato Poc. Y verá el esqueleto del elefante que llegó al zoo no se sabe de dónde. Pero, el único reptil vivo es el pitón reticulado de seis metros que hay en una vitrina en la segunda planta. Aquí no hay serpientes.
Ante la falta de impulso institucional, las serpientes quedaron ocultas a la vista del público.
En la segunda planta del edificio, a la izquierda de la cabeza de cabra está la pitón reticulada. Frente a ella, hay dos puertas. En la segunda sólo entra Lester Meléndez y a veces los empleados de mantenimiento del museo. Desde hace 13 años, en esa habitación con ventanas que miran al museo de Arqueología, está casi completa la colección de serpientes venenosas oriundas de Guatemala: hay de los 12 tipos de vipéridos (víboras) y dos de los 7 tipos de elápidos (corales) que existen en Guatemala. Éstos últimos son muy difíciles de mantener porque se alimentan sobre todo de otras serpientes, como la Micrurus Nigrocinctus, cuya mordida provoca paro cardio-respiratorio.
Entre 1997 y 2004, el museo tuvo una exhibición abierta al público, pero nunca hubo más de siete serpientes y las condiciones en las que las tenían no eran adecuadas. Las serpientes que no estaban en exposición tampoco estaban mejor, arrinconadas en un cuartito oscuro al que no entraba casi nadie de los trabajadores del museo. En 2002, movieron a las serpientes a la habitación en la que están hoy.
Prohibidas las visitas
A todas estas serpientes los científicos les extraen su veneno con fines investigativos. Hace años, servían a los laboratorios para fabricar suero antiofídico (anti veneno), ahora ese veneno sirve para fabricar otros productos que los laboratorios farmacéuticos mantienen en secreto y sobre todo para investigaciones filogenéticas y taxonómicas como las de un científico que llega a este espacio, porque lleva quince años investigando los corales. Ese es el fin a este lado de la puerta. Porque los científicos especializados también entran. Pero nadie más.
Desde pequeño, Lester Meléndez pidió a sus papás que le llevarán al museo. Siempre quiso trabajar ahí dentro, pero nunca le llamaron la atención las serpientes. Hasta que, mientras estudiaba el bachillerato, trabajó de voluntario en el zoológico de La Aurora y le mordió una Cheta o Cantil Frijolillo que se había escapado para meterse en una caja de herramientas en la que él había metido su mano. Era venenosa. Tuvo quince días el brazo inútil por la hinchazón. Después de trabajar un año como voluntario del Museo de Historia Natural, el Ministerio de Cultura le ofreció una plaza. Él pidió trabajar en el museo de historia natural. Doce años después, Meléndez es un hombre que ha sido mordido por dos serpientes. “Únicamente por dos”, dice tras señalar que en su trabajo hay personas mordidas constantemente este biólogo que no concluyó la carrera por enfocarse en el museo y que honestamente no comprende qué tiene de raro agarrar sin miedo a una boa constrictor. “No es que no le tenga miedo, es que se convierte en algo automático”.
En la habitación que no es un serpentario, también hay otros reptiles. Al fondo, frente a la puerta, hay un escorpión de Zacapa, endémico de Guatemala, originario del valle de Motagua, que llegó al museo en 2003 y del que desconoce tanto su edad como cuánto llegará a vivir. En este amplio espacio, de alrededor de 20 metros cuadrados, las vitrinas donde están las serpientes tienen los bordes de madera y un autor ya conocido en este punto de la historia: Germán Ibarra. Hace 30 años, él construyó esas cajas de cristal, de las que Meléndez extrae con un largo gancho un Cantil de agua originario de Huehuetenango. Mientras lo saca de debajo de la teja que lo protege de la luz, cita un estudio de los años ochenta: en tres de cada cinco mordeduras de esta víbora se necesita amputación.
Durante años, Meléndez recogió serpientes venenosas durante sus visitas al campo. A veces, las agarraba por su rareza. Otras, porque eran especies que no tenía en el museo. Y otras también porque, como pasa con las serpientes corales, no sobrevivían mucho tiempo y necesitaba un remplazo. Y cuando dice que las agarraba, es literal. “Era parte de la aventura, era la curiosidad”, dice mientras explica que hoy en día es un tema regulado y requiere permiso del Consejo Nacional de Áreas Protegidas (Conap) para sacar a una serpiente de su hábitat. Durante buena parte de estos doce años, también recibía serpientes de ciudadanos que las encontraban en sus jardines o en el bosque. Ahora, ya no las acepta. “Salvo que sean muy raras”. Porque si no son tan raras, les pone en contacto con ONG´s de protección animal.
Algunas de las serpientes posan por primera vez ante el lente de alguien que no es investigador. Es una extraña sesión de fotos en la que las cabezas de las modelos son presionadas contra la mesa por su cuidador con el gancho para evitar que salten, en el caso de las venenosas, o en las no venenosas, que se acerquen demasiado y traten de asfixiar al individuo, como podría pasar con la Mazacuata.
En este iluminado lugar, hay un montón de especies que muchos coleccionistas y zoológicos quisieran tener, dice su cuidador. Tras mostrar las intimidantes miradas de una Víbora de Pestaña y de una Víbora de árbol azul, Mélendez reclama que las víboras, como cualquier serpiente, no son mascotas. Cuestiona a las personas que se las ponen en el cuello como si fuera un juego. En esta habitación que ustedes no van a visitar hay seis especies en peligro de extinción por pérdida de hábitat y por el tráfico ilegal: Vibora de árbol azul, Gushnayera, Gushnaya, Vibora de árbol, Vibora de pestaña y el Cantil de Agua. La buena noticia es que, a excepción de Cantil de Agua, todas han sido reproducidas en cautiverio en el museo.
Mientras observa una Barba Amarilla, como con la mayoría de serpientes peligrosas, Meléndez advierte de que no hay forma de calcular cuánto tiempo tiene una persona si le muerde. Cambia si es un niño o un adulto, de si es un enfermo renal o un diabético. ¿Pero más o menos cuánto tiempo? “Depende”. Irónicamente, dice, lo primero que tiene que hacer la víctima es guardar la calma.
Rolando Wer /
German formo parte de lo que denomino yo la epoca de oro de nuestra herpetologis...Jonsthan Campbell y Erick Smith, fueron sus pilares.
Gereda /
Con el aprecio de siempre pregunto respetuosamente ¿ por que Nómada no ha publicado un articulo sobre la Sentencia de la CC sobre los "genericos" y por que el complice silencio sobre los traficantes de la salud : Los Alejos? ¿Sera verdad que Gustavo Alejos financia a Nómada y de alli su prolongado silencio? ¿Es cierto que el articulo sobre Roberto Alejos tuvo precio? Y finalmente ¿ Es cierta la relación de parentesco entre los Rodriguez Pellecer y los Alejos?
Rony Trujillo /
Interesante artículo. Excelentes fotos. Solamente es necesario enmendar la parte de la introducción que dice "las ocho especies de anacondas endémicas más peligrosas de Guatemala", ya que en Guatemala no existe ninguna especie de anaconda que se distribuya naturalmente en el país (solo habitan América del Sur). Además, se recomienda contextualizar el término "endémico", ya que si se utiliza en referencia al territorio guatemalteco, casi ninguna serpiente venenosa se distribuye exclusivamente en Guatemala (creo que solo Micrurus stuarti); lo que pasa en realidad, es que muchas de estas serpientes son endemismos mesoamericanos (principalmente especies de Bothriechis y Micrurus), que en su mayoría se encuentran también en Honduras y/o el sur de México.