Creo pertinente hacer dos aclaraciones:
1. Al hablar de violencia contra la mujer estamos hablando del sujeto sobre el cual se ejerce la violencia; por ende, no estamos excluyendo que quien la ejerza puedan ser otras mujeres, religiones, instituciones políticas, cánones sociales u hombres.
2. Personalmente creo que talvez la peor forma de violencia es aquella que no se sabe que se padece, o que se ejerce.
Parafraseando a Lucía Canjura en su post de la semana pasada, «prefiero ser mala feminista, que no serlo». Por eso, hoy quiero abordar brevemente algunas de las consecuencias psicológicas de la violencia contra la mujer. Al hacerlo, me dedicaré a las menos visibles: aquellas que quizás son las más letales. Digo esto porque a diario me he dado cuenta de un reto importante con respecto al daño psicológico: como no sangra o no se pone morado –porque no hay un referente físico como un tumor– el ambiente no se relaciona como daño “de a de veras”, y si bien cualquier daño es doloroso, el daño psicológico permea el resto y tiene impactos profundos y duraderos en las demás áreas de la vida. Aquí hay tres de sus principales efectos.
1. Daño generacional
En algún momento dije –y lo sostengo– que una de las tareas fundamentales del ser humano como especie es cuidar a sus crías (no estoy diciendo que todos deban tener hijos, o que tenerlos sea necesario para ser humano). Partiendo de esto, y del hecho irrefutable que, hasta el momento, los niños son traídos al mundo por mujeres, habría que pensar en los efectos de nacer de mujeres víctimas de violencia de género. Los estudios comprueban que dichos niños tienen más probabilidades de ser maltratados o maltratadores, lo que sólo crece exponencialmente generación tras generación que ha sufrido violencia. Talvez convenga recordar lo anterior cuando alguien le saque la madre en tráfico, o se pelee por una cola en el súper. ¿Qué nos mantiene tan enojados? ¿Porqué somos tan violentos y propensos a maltratar?
2. Alta tolerancia a la violencia y debilitamiento moral
La violencia es y genera vergüenza, por lo cual se “invisibiliza por exceso de evidencia”. Esta extraña sensación de agachar la cabeza o ver hacia otro lado cuando vemos una pareja discutiendo tiene raíces en esta vergüenza y en años de enseñanza acerca de que “los trapos sucios se lavan en casa”. Dicha tolerancia hace que nos confundamos con respecto a qué es bueno y que no. Pensemos en la cantidad de violencia a la que estamos expuestos: corrupción, cantidad de guardias armados y rejas, etc. Doy un ejemplo clave: ¿qué pasaría si en la calle usted observa que un adulto extraño arremete a golpes contra un niño? Espero que su indignación sea la suficiente como para intervenir a favor del pequeño; pero si la escena es interpretada como que dicho adulto es el padre o madre del niño, lo más probable es que usted crea que es lo mejor para el patojo “malcriado”, y que el padre o la madre está haciendo un trabajo importante para la sociedad (otro día hablaré acerca de la verdadera disciplina). Que los que nos quieren sean los que tengan derecho a golpearnos es una premisa que nos tiene bien jodidos, como personas y como guatemaltecos. Los estudios muestran que la violencia tiene muchas formas, pero las más frecuentes son ejercidas por familiares cercanos. Con el ejemplo anterior quisiera traer a luz lo tolerantes que somos ante la violencia intrafamiliar que sucede frecuentemente en contra de las mujeres.
3. Desesperanza aprendida
Entre los efectos de la violencia está uno que es verdaderamente atroz y nocivo: hay un debilitamiento de la expectativa de vida real (por cuestiones de salud y funciones de autocuidado comprometidas), pero también del sentido de la vida. Algo como «para qué tengo hambre si no tengo qué comer». El pensamiento, comprometido en evitar más violencia, o en no provocar al maltratador, se vuelve cortoplacista e impulsivo. La evaluación de la conducta propia y ajena se limita a medir reacciones y, por lo menos en buena medida, hay una resignación mortífera con el estado de las cosas como son, que sólo lleva a generar pasividad y enlentecimiento de las conductas a favor del cambio. Otra cosa que deberíamos recordar cuando nos topemos con frases tipo «aquí nunca cambia nada» o ese pesimismo tan estilizado de algunos.
Me gustaría seguir, pero el tema excede por mucho el espacio de este texto. Si logré la reflexión acerca de algunos de los efectos más cotidianos de la violencia contra la mujer, en alguna medida hice mi trabajo. Soy mujer, tengo madre, tías, abuelas, hermanas, amigas, sobrinas, hija, alumnas, pacientes mujeres, etc. Por eso, pronunciarme al respecto de este tema no es sólo ejercicio intelectual, sino deber moral.
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