Eso nos lleva a la pregunta: ¿qué hemos logrado? Opino que no hay mucho qué conmemorar. Lo que sucedió hace 195 fue que el país dejó de ser una colonia periférica bajo el imperio español, y se convirtió en un país periférico del mundo occidental en el siglo XIX, con el mismo modelo de producción y casi el mismo sistema de castas. La secesión aquí, a diferencia de otros países, fue una ficción conveniente de la casta criolla como mecanismo para ascender a ser clase dominante, desplazando a los peninsulares.
No se pensó en construir un país que incluyera a los pueblos indígenas –pues estos no eran siquiera considerados humanos. Tampoco se pensó en crear un Estado fuerte que pudiese proveer por su propia defensa o siquiera aspirar a ser un poder regional entre los estados centroamericanos, siendo los intentos de mantener la unión patéticos en escala y desprovistos de planificación profesional, liderados por el ego de los distintos mandamases. No, Guatemala no se independizó para ganar: se independizó para quedarse en el pasado.
Paradójicamente, el ideario que forzó la revolución liberal influyó significativamente a los líderes revolucionarios de mediados de siglo pasado. Quienes reivindicaron estos símbolos patrios un 20 de octubre de 1944, y gestaron el primer intento de sacar al país del atraso y de construir un Estado moderno que fuese el orgullo de todos. Pero claro, todo progresista y simpatizante de izquierda local sabe dolorosamente cómo ello concluyó.
Fue hasta que el poder militar cedió al poder civil que se pudo pensar en retomar un proyecto de país con miras a un futuro distinto y con inclusión social. 31 años después de la Constitución del 85 y a 20 de la firma de la Paz, el Estado continuó su degradación hasta existir únicamente como mecanismo de ascenso de élites emergentes o del mantenimiento de privilegios de la élite tradicional. Seguimos sin tener país que celebrar.
Pero esta reseña histórica omite los relatos y las vidas de aquellos que sí cumplieron con el país. En cada generación que ha vivido y muerto en este terruño hubo siempre un puñado, una minoría silenciosa que ha trabajado por que el país no sea más miserable. Pienso en servidores públicos, en la generación de administradores públicos eficientes que existió a mediados de siglo. Pienso en la academia, y en la comunidad científica nacional, pequeña pero existente, que mantiene la llama de la conocimiento. Pienso también en los atletas que han representado a un país, sin tener obligación de hacerlo, y ha competido sin poder esperar el agradecimiento de la sociedad. Y, especialmente, quienes han vivido y viven en la resistencia por la vida y el territorio. ¿Pueden ver una sociedad agradecida por aquellos que trabajan por mejorarla, pese al afán de sistemáticamente ignoralos, ningunearlos, sin invertir en su potencial?
No digo que la sociedad esté perdida. En estas personas reside la esperanza del país. En sus jóvenes, en quienes luchan por la inclusión, en quienes protegen la naturaleza para prevenir su degradación, en quienes creen en que la justicia y la equidad son deberes posibles. Pese a mi actitud generalmente pesimista, no dejo de pensar que el país tiene el capital humano necesario para comenzar a generar el ímpetu de una ola de cambio…
Querer al país implica servir al país: dejar un legado, por mínimo que sea, para el beneficio de todos.
Jose Byron Gonzalez /
Estamos igual. Contra casi toda la evidencia, me queda un halito de esperanza que poco a poco, esas minorias ninguneadas tienen la clave del progreso verdadero. SIn embargo, al paso que va el pais y el mundo, a veces temo que tiempo es un lujo que no tenemos.
Javier Mojica /
Excelente articulo q por igual en su escencia tiene validez a muchos otros paises de America Latina.