Normalmente no se vestía así. En su trabajo como agente de la Policía Nacional Civil en Escuintla no se arreglaba mucho. Entre las pocas cosas que logró empacar antes de huir de su casa no traía ni un vestido corto, ni tacones. Se lo compró su amigo en Puebla. También la llevó a un salón donde le pintaron sus uñas de las manos y de los pies rojas. Le arreglaron el pelo largo y negro en una trenza tan apretada que le dolía la cabeza. Cuando él la dejó en la estación de buses que iban para la Ciudad de México, lo ultimo que le dijo fue que preguntara de dónde salían los buses y no hablara con nadie porque reconocerían su acento. Gabriela cargaba una cartera grande en su brazo. No podía llevar una maleta porque sería demasiado obvio que era migrante.
– Yo nunca pensé en venirme, comienza a contarme desde Los Ángeles dos años después de su paso por Puebla.
Inquieta acomoda su blusa azul para atrás para que le tape un poco más el pecho. Gabriela, que tiene 34 años, habla sin pelos en la lengua, con suficiente determinación para no distraerse por el ruido de los otros clientes en esta cafetería californiana. Pero aún trae la experiencia debajo de la piel y prefiere ocultar su nombre real.
Ya llevaba doce días de viaje. 1,250 kilómetros y todavía le faltaba el doble para cruzar la frontera. Pero antes de subir al bus que la llevaría hasta el la Ciudad de México a las 2 de la madrugada, tenía que hacer una llamada.
– Ya estoy en México.
– Así veo, en mi pantalla aparece que estás en Puebla. Necesito que te alejes más. Y no hablés con nadie.
– Sí, no te preocupés, ya voy saliendo de aquí. Pero tengo que hablar con mi familia, están preocupados por mí. Solo les voy a avisar dónde estoy, no les voy a decir más.
– Está bien, pero quiero que te vayas más lejos.
La voz calmada pero firme del hombre le daba escalofríos a Gabriela. Era Juan Daniel Orellana. Igual que Gabriela, Orellana vivía en Nueva Concepción, Escuintla, a 150 kilómetros de la Ciudad de Guatemala. De niños estudiaron en el mismo colegio. De adolescente él la trató de enamorar. Y de adulto él se convirtió en uno de los líderes intelectuales de una banda de sicarios. Juan Daniel Orellana fue el que doce días antes, con la misma voz calmada, le avisó a Gabriela que por la vida de sus hijas y su mamá tenía 24 horas para salir del país.
Banda ‘El Flaco’
Juan Daniel Orellana venía de una familia pudiente en Nueva Concepción. Su papá era dueño de una agropecuaria y una finca en el norteño Petén. Gabriela recuerda, que la familia siempre andaba bien vestida, bien calzada y con buenas cosas. Hasta la fecha sigue sin entender cuándo ni por qué Orellana se involucró en el crimen organizado.
La banda extorsionaba y vendía asesinatos. Con precios de Q3,000 a Q10,000 (US$1.350) por vida, el negocio les generaba hasta un millón al año.
El 12 de diciembre de 2015, justo después de la feria en Nueva Concepción, la banda cobró otra vida. Un amigo muy cercano de Gabriela que vivía en Estados Unidos, traía carros para Guatemala y su esposa se encargaba de venderlos. A Gabriela le tocó, como agente de la PNC, participar en la investigación del asesinato y todo indicaba a que la Banda El Flaco había empezado a extorsionar a la familia y se opuso a pagar.
– Primero me quedé pasmada. Me asusté. Pero hubiera sido otra persona y allí me deja tirada. Él tenía todo fríamente calculado. Sabía que yo no me iba a negar a irme. Eso sí se lo voy a agradecer toda la vida porque me dio una oportunidad de seguir aquí, viva, trabajando y viendo por mis hijos y mi madre.
La historia de su exesposo
No fue la primera vez que Gabriela escapó de un hombre. A los 17 años se casó y se fue con su esposo a vivir en un cuarto alquilado en la capital. Lejos de los ojos de sus suegros, el esposo de Gabriela cambió. Le pegaba y la violaba sexualmente. No quería que ella saliera de la casa ni para trabajar, mientras él a veces pasaba hasta cuatro días sin regresar y no siempre le dejaba dinero para comprar comida.
– El error más grande fue preguntarle donde estaba o qué hacía. Lo hice una vez y me pegó. Me dejó totalmente marcada. Me sentía como presa. Fue lo más horrible que he vivido en mi vida.
Señala con sus dedos las marcas en su cara y su cuerpo. Recuerda su primer embarazo y la gota que derramó el vaso. Un día su esposo llegó y le ordenó a Gabriela que le arreglara la casa. Iba a llevar a su ex pareja a vivir con ellos. Gabriela sabía que tenían un hijo de su relación que terminó un año antes. Pero este día le contó que la otra señora había dado luz a su tercer hijo. Y que el segundo había nacido el día de la boda de Gabriela.
Ese día, Gabriela agarró el dinero que él le dio para hacer compras mientras él iba a traer a su otra familia. Con la cara morada, Gabriela usó el dinero para regresar a Escuintla. Lejos de él. Con la documentación de su estado físico después de los golpes, y una orden de juez para que su esposo no se le volviera a acercar, ya no le volvió a buscar.
Ya cerca de la frontera
Gabriela llegó a San Luis Potosí después de 5 horas en bus. Estaba cansada, pero su corazón ya no golpeaba en su pecho como lo hacía en Ciudad de México. Allá, el taxista que la llevó de una estación de buses a otra, se dio cuenta que ella era centroamericana por su forma de hablar y el ‘usted’ que no es común en el México de ‘tús’. Le advirtió sobre la cantidad de patrullas que circulaban buscando indocumentados en la ciudad.
– Tenía miedo que me agarraran y que me deportaran. Iba pidiendo a Dios que me ayudara a alejarme de Guatemala. Aunque allá dejé lo más sagrado que tengo en mi vida, mis hijas y mi madre.
Decidió llamar a su mamá y sus hijas mientras esperaba la salida del bus que la llevaría hasta la frontera con Estados Unidos. Ni siquiera tuvo oportunidad de despedirse de ellas porque no vivían en la misma casa, ni en el mismo municipio. Ser mamá soltera y agente de la PNC era una logística complicada pero necesaria para ganarse la vida. Siempre tenía que estar preparada por si la mandaban a otro departamento a trabajar, y su rutina de trabajo era de siete días de turno con horarios cambiantes.
La mamá de Gabriela contestó rápido el teléfono. Con más de diez días sin saber de su hija, temía lo peor.
Sin entrar en detalles, Gabriela le contó sobre las amenazas. Para proteger a su mamá y a sus hijas, no les contó ni donde estaba ni para donde iba. Solo que estaba bien y que no se tenían que preocupar. Todas lloraban. No sabían hasta cuando se volverían a ver si Gabriela lograra cruzar la frontera.
No tenía ningún plan más que llegar al otro lado. Angustiada, cuando supo de la situación de su hija, la mamá de Gabriela llamó a sus hermanos que vivían en Estados Unidos suplicándoles que ayudaran a Gabriela cuando cruzaba la frontera. Pero le dieron la espalda. No querían recibir a Gabriela que venía indocumentada, por el miedo de perder su ciudadanía americana. La única que aceptó apoyarla fue su hermanastra.
Gabriela estaba preocupada. Con su salario de la PNC de Q4,100 mensuales depositaba para los gastos de su familia y lograba mantener un pequeño ahorro para emergencias. Nunca pensó algún día los usaría para escaparse de su país.
– Uno de policía tiene siempre tiene un pie en el hospital, en el cementerio o en la cárcel, si uno comete algún error. Pero yo pagaba un seguro cada mes por si me pasaba algo. Nunca me imaginé que tendría que huir de mi país.
Se nota su frustración cuando habla de su trabajo. Tenía apenas 21 años cuando se metió en la academia para ser policía, trabajó durante más de 10 años como agente. Solo para ahora estar registrada de baja por evadida.
En su tiempo de formación la academia consistía en un año de entrenamiento físico y teórico, con un subsidio de Q800 mensuales. Doce meses de preparación para uno de los empleos más arriesgados del país, pero que paga un tercio más que el salario mínimo y generalizado. Aún así, cada agente tiene que pagar sus botas, su uniforme, su sombrero, su cinturón, su portatolvas, su portaarmas, y sus balas.
Gabriela entiende la mala fama que tiene la policía en Guatemala. Enfatiza que no todos son malos, ella y muchos otros agentes están allí porque realmente quieren ayudar, pero existe muy poca comprensión hacía las condiciones bajo las que trabajan.
El río Grande
– El río es enorme, mucho más grande de lo que esperaba.
Se voltea hacía la avenida de doble vía y 6 carriles afuera de la ventana del café. Logró cruzar el rio grande desde Reynosa Tamaulipas, en una balsa inflable con otras diez personas. “No fue nada fácil”, repite varias veces mientras observa los dedos meñique y anular de su mano izquierda. Están torcidos, las articulaciones parecen hundidas y no los puede doblar como los otros dedos.
Acababa de cruzar el río, después de semanas de viaje y días de esperar que las lluvias bajaran para que no fuera demasiado peligroso, cuando aparecieron cuatro patrullas de la policía fronteriza. El resto del grupo salió corriendo pero uno de los agentes ya tenía a Gabriela agarrado del cuello.
– Santo Dios, hasta aquí llegué, dije yo en mi mente. De regreso en Guatemala me van a matar. Me asusté y se me aguadaron las piernas. Y tal vez él pensó que me iba a ir, entonces enredó su mano en mi pelo y me levantó. Más adelante había una muchacha que iba en el grupo. Se había quedado enredada entre unos arbustos que tenían espinas. Cuando él la vio, me quiso agarrar de la mano, pero no lo logró sino que solo los dos dedos. Me los retorció y así me jaló a mi. Sentía un dolor horrible, hasta lo más profundo del alma.
Con 10 años de experiencia como policía su reacción instintiva fue buscarle el apellido del agente en su uniforme y recordarlo. Decía Perrera. Era latino, alto y de tez blanca.
Capturada, la llevaron a ella y otros 7 a ‘las hieleras’. Así llaman a cuartos de detención cerca de la frontera por el aire acondicionado extremo que le ponen. Gabriela lloraba del dolor. ‘Es solo un golpe’, dijo la doctora de turno en el centro de detención y le dio dos ibuprofenos. Se quitó los guantes. Dos de sus dedos de la mano izquierda estaban colgando para un lado. Tres veces más grandes de lo normal. Quebrados y con los tendones desgarrados.
A los días Gabriela fue trasladado a Austin, Texas, a otro centro de detención para migrantes, donde se quedaría hasta definir su situación migratoria en una entrevista telefónica.
Había pasado más de un mes privada de libertad, cuando el 9 de abril, el cumpleaños de su hija, la despertaron en su celda a las 6 am. A las 8 tendría su entrevista. Con las manos temblando Gabriela se levantó y arregló su cama como mandaba el reglamento de la cárcel.
El oficial le preguntó dónde vivía en Guatemala, quién era el alcalde de su pueblo. Pidió una descripción del área, nombres de las calles, qué tiendas habían, cuántas escuelas, qué supermercados. Todo. La entrevista fue crucial para Gabriela. Tuvo que comprobar que realmente era guatemalteca y convencer a las autoridades que había tenido que huir de su país por un grupo de crimen organizado. Si le daban ‘no creíble’ a la entrevista, Gabriela sería deportada. El oficial le pidió que Gabriela le diera dos nombres de las personas involucradas y después concluyó:
– Ya están detenidos. Los acaban de capturar y enfrentan acusaciones por 15 muertes ya confirmadas, y aún más por confirmar. Le felicito, usted no me está mintiendo.
Fue el 4 de marzo 2016. La PNC y el Ministerio Público capturaron a 14 integrantes de la banda de sicarios “El Flaco” en Escuintla y Ciudad Guatemala. Entre ellos Juan Daniel Orellana. Hoy, dos años después, el caso no ha sido resuelto y los integrantes siguen en prisión preventiva.
El caso de Gabriela también sigue abierto. Le dieron ‘creíble’ a su entrevista y así, bajo una fianza de 4,000 dólares, fue liberada de la cárcel con permiso para quedarse en Estados Unidos mientras se tramitaba su solicitud de asilo. Hasta abril de este año tiene audiencia.
Gabriela lleva dos años sin ver a sus hijas y su mamá. Las extraña en las cosas cotidianas. Ir al supermercado con su mamá. Ayudar a sus hijas con sus tareas. Abrazarlas.
Detrás de su sonrisa valiente, su voz tiembla y le salen las lágrimas. Incluyó a su mamá y sus tres hijas en su solicitud de asilo porque las amenazas también se extendieron a ellas. Sabe cómo funciona el crimen organizado y el sistema de justicia en su país, y su única garantía de seguridad para ella y su familia, es no estar en Guatemala. La PNC y el MP indica que la banda fue desmantelada por completo, pero Escuintla sigue siendo violenta.
En 2016, 56% de las 22,186 solicitudes de asilo fueron negadas. El porcentaje es más alto para personas de los países centroamericanos, y llega hasta 77% en el caso de guatemaltecos. Eso a pesar de que aumenta la cantidad de personas que huyen de la epidemia de la violencia en Guatemala, Honduras y El Salvador. Solo entre 2013 a 2015, Estados Unidos recibió más solicitudes de asilo de estos tres países que en los 15 años anteriores.
Gabriela puso una denuncia en contra del policía estadounidense que le quebró sus dedos. Si no le aprueban la solicitud de asilo, aun le queda una opción de solicitar visa humanitaria por el daño físico.
Miguel Garcia /
Duele imaginar todas las penas que vivió en esa travesía nuestra paisana pero Dios le de la fortaleza para seguir adelante. Estar lejos y sin los seres queridos no es nada fácil ojala y ese bendito país lo pueda acoger y tenga una oportunidad de vivir mejor y que muy pronto tenga a los suyos cerquitita para una nueva vida. Y a la periodista excelente trabajo Dios la cuide y bendiga por siempre
Jamas imagine vivir todo eso gracias Pia x tan hermoso reportaje q Dios la bendiga y le permita seguir realizando su hermoso trabajo con la pasion q lo hace
Mario /
Muy buen seguimiento. Esperamos que le puedan dar una oportunidad a la ex agente de la PNC. Merece tener una oportunidad en USA. Ojala la aproveche.
Me gustan muchos los articulos de Pia
Hansel Mo Ay /
Admirable... Vivió y superó una terrible aventura. Puede ser tema de una película o por lo menos de una novela.