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El velorio de dos hijos del volcán

La de Alotenango es una historia de leyendas y exploradores. En este municipio marcado por veinte erupciones y una tragedia, los jóvenes entierran a sus muertos y vuelven a jugar frente a tres volcanes.

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Entierro de Marta Arias y Hugo García, madre e hijo, oriundos de Alotenango (Sacatepéquez), en el camino al cementerio de su pueblo.

Foto: Carlos Sebastián.

Alotenango nació entre las faldas de tres volcanes. El de Agua, completamente dormido; el de Acatenango, que no hace erupción desde hace medio siglo; y el de Fuego, un volcán mítico y temido, al que los primeros pobladores, indígenas kackchiqueles, llamaban Chi'gag, que significa ‘Donde habita el fuego’.

Las primeras expediciones para llegar a la cima del volcán datan del siglo XIX (1881). El escritor Eugenio Dussaussay y el arqueólogo Alfred Maudslay llegaron a Guatemala atraídos por los volcanes y los yacimientos precolombinos. Ellos fueron los primeros en narrar su experiencia. Para subir había que pedirle autorización al alcalde local quien asignaba, muchas veces a la fuerza, a indígenas de la comunidad para que sirvieran como guías y les cargaran las maletas.

En 500 años Alotenango ha sobrevivido a una veintena de erupciones. Los niños crecen a las faldas del volcán hablando de él como si tuvieran la experiencia de aquellos viejos guías que subían las mesetas pese al peligro. Todos los niños, los que perdieron familia, los que ya no están, los que están albergados, los que son tan aventureros como lo fue Dussaussay, son hijos de los volcanes.

Los volcanes sólo dejan dos direcciones para que los vecinos viajen. Hacia el norte, salen la mano obrera de la industria turística de Antigua Guatemala. Hacia el sur, salen los que trabajan en los ingenios azucareros de Escuintla. Después, salen muchas mujeres con niños rumbo a la escuela.

Y aquí, se produce el fallo en la cotidiana estampa. Antes, el parque central de Alotenango se quedaba en silencio, pero las cosas cambiaron desde la erupción del Volcán de Fuego del 3 de junio. Este 14 de junio, hay bullicio. En el escenario del parque central son velados los restos de Marta Arias y de su hijo de 15 años, Hugo García.

Los únicos que acompañan esta velada desde la noche hasta el amanecer son 7 niños, ninguno supera los 13 años. Pasan la noche jugando cartas como suelen hacerlo los adultos cuando hay velorio en los pueblos. Pero los adultos se fueron a dormir, solo aquellos niños acompañaron a las víctimas.

Dos ataúdes y un naipe

Interrumpo el juego. Les pregunto si me puedo unir a la partida. Son siete niños pero 3 son los que dominan el juego. Botija, obviamente el más corpulento; Guacal, delgado, moreno y gritón para hablar; y Natalia, un niño que lleva como apodo el nombre de la niña que le gusta.

Los tres se interrumpen para explicarme rápido las reglas. Como no hay dinero para apostar, lo único que queda es pegarle al que pierda la partida. Les explico que si les pego me arrestaran los soldados. Botija, más alto de todos, me mira serio y vuelve la mirada al mazo. Está seguro: “No te harán nada”.

Les pregunto si son albergados. Guacal, vestido con suéter negro y un pantalón de uniforme de escuela, responde que no, que vive “allá abajo”.

Son hijos de los campesinos que viven en la parte más pobre de un municipio pobre, a orillas del río Guacalate, que rodea las faldas del volcán. Un río de aguas negras. “Allá abajo” son las casas de block, en el mejor de los casos, y otras son de madera y lámina.

Botija, Guacal y sus amigos suben y bajan del parque rumbo a sus casas porque dicen que todo “está tranquilo”. Como hay mucha gente, como hay muchos soldados y policías, a sus padres tampoco les preocupa que pasen en la calle en la noche. Hablan sin dejar de jugar. Interrumpen el relato para darle puñetazos en el hombro al perdedor o para gritarle “Karlita” a la joven policía municipal que cuida el parque. Ella les ignora.

Están acostumbrados a ese ruido de motor que suele hacer el Volcán de Fuego cuando entra en actividad pero recuerdan que el día de la tragedia no hizo ruido. Se ríen cuando les pregunto si les da miedo el volcán. Natalia, un niño con peinado de soldado, dice que ha subido tres veces el Volcán de Fuego: “Es que vos no vas a ser mula va de salirte del camino o meterte hasta arriba, ¿va?”.

La leyenda local cuenta que los monjes franciscanos quisieron cambiarle el nombre al volcán y encomendárselo a Santa Catalina. Pero el volcán se resistió a ser bautizado y con una fuerte erupción arrojó a kilómetros de distancia la cruz con que pretendían colocarle su nuevo nombre.

Nunca más intentaron bautizarlo. Para protegerse nombraron al Santo Cristo y a la Virgen del Socorro como patronos contra el fuego del volcán. Y durante la época colonial, cada vez que había erupción, los santos salían en procesión. El 3 de junio pasado se quedaron en su escaparate, en la catedral de Antigua Guatemala.

El 3 de junio, al ver la ceniza los más precavidos abandonaron sus casas en el caserío El Porvenir. Un asentamiento de familias que no encontraron otro lugar para construir su casa que en un área vulnerable, en las faldas del volcán de Fuego.

Otros pensaron que no pasaría nada más pero el lahar se deslizó por una curva que no acostumbraba. “Lo que pasa es que se ponen a querer grabar esa mierda. Yo por mula me voy arriba”, me explica Botija como si la tragedia solo hubiera sido un accidente más.

A las siete de la mañana las nubes se elevan y los volcanes salen para dominar el paisaje, al fondo de los jóvenes jugadores de cartas, la familia de Marta Arias y Hugo García se alista para trasladar los ataúdes rumbo a la misa del sepelio. Botija, Natalia y Guacal se quedan jugando. Cuando se aburren de darse manadas, se dan jalones de orejas. Y cuando se aburren, se dan jalones de pelo.

Un borracho, al verme el gafete de prensa, se acerca a denunciar que los voluntarios no les quieren dar desayuno. Cuando volteo a la escena, los niños se han ido.

El encierro de la escuela

Un mundo diferente ocurre adentro de los dos edificios de la escuela Mario Méndez Montenegro que funcionan como albergues. Allí están refugiados los otros hijos del volcán, los que tuvieron que abandonar sus casas cuando los lahares provocaron que las autoridades encendieran la alarma de evacuación.

El ambiente adentro es el de un caserío sobrepoblado. En el edificio principal hay 115 familias: las que más suerte tienen, duermen en las aulas, las otras en los corredores. La cara de los adultos es de tedio, las de los niños más pequeños es de hora de recreo.

 

A mediados de junio de 2018, un niño juega con burbujas en el albergue de Alotenango.

Una niña corre a abrazar a una de las muchas voluntarias que hay, como si fuera su amiga de toda la vida. Un niño que no superaba los tres años camina descalzo en un patio mojado, con un moco pegado entre la nariz y el labio.

Le pregunto a cuatro jóvenes, de doce años quizás, por el resultado del partido inaugural del Mundial. “Los taleguearon los rusos”, me dice uno y yo le digo que no me sorprende, que Arabia Saudita no tiene equipo. No son muy optimistas. Para los adolescentes la escuela se ha convertido en un encierro, bajo la mirada de sus padres y gente extraña. Se quejan de que no pueden salir más que un par de horas. Y de la comida. Y de los baños.

Los adolescentes no participan de las actividades organizadas por los voluntarios, son reacios a los misioneros religiosos. La vida que ellos quieren, su vida normal, no cabe en el albergue.

Al salir de la escuela, dos policías municipales apagan las velas, juntan los candelabros y corren las bases que sirven para montar los ataúdes. No quitan nada. Solo lo dejan en espera de los otros cuatro cuerpos que van a llegar al siguiente día, cuando quizás Botija, Guacal y Natalia regresen a continuar con su juego de póker.

Los hijos vuelven al volcán

La familia de Marta Arias y Hugo García decide que el cortejo fúnebre recorra el pueblo. En hora y media de procesión no faltan los cargadores. Son los niños los que abren el cortejo. Primos y hermanos de las víctimas que cargan con los retratos y con los ramos de flores. Niños que abren el camino frente a la vista de los vecinos. Los adultos de la familia van hasta atrás, rodeados por quienes se unen para consolar. Pero los niños adelante, serios, con la vista clavada al frente.

A la veinte de familiares se une casi un centenar de vecinos de Alotenango, el cortejo avanza alejándose a tres cuadras de la iglesia para luego retomar el camino rumbo al cementerio. El cortejo tiene el orden y disciplina de una de esas procesiones que las hermandades católicas de La Antigua pasan un año organizando.

El cementerio de Alotenango está colina arriba, bajo la sombra del Volcán de Agua. Las niñas se aferran al ataúd. Le gritan que se despierte. Golpean la caja. Abrazan el féretro mientras le preguntan al muchacho muerto: “¿Qué vamos a hacer ahora si ya no está mi mamá?”

Las quitaron casi a la fuerza, con abrazos, mientras los niños eran sellados por los albañiles. Un tío del niño da las palabras de agradecimiento: “El volcán no tuvo la culpa, Dios quiso que así fuera”.

El volcán no tuvo la culpa. Y el pueblo se fue.

Solo quedó la familia. Mayra Josefa Arias, hermana y tía de los fallecidos Ella ya había enterrado una hija y tenía desaparecidas a otras tres y a otra hermana con sus cuatros hijos. “Quizás mañana nos den los cuerpos”, dice con voz suave y con la vista perdida. Su rostro está dominado por los ojos rojos e hinchados que le dejaron dos semanas llorando a los desaparecidos y enterrando los restos de los familiares que los forenses han podido identificar.

Todo termina a las dos de la tarde.

El parque, donde los hijos fueron velados, donde los hijos pasaron la noche jugando póker, donde los hijos caminaron cuando fueron llevados al albergue, queda vacío.

Sólo queda un altar de flores. Allí están las velas, los restos de las cartas para las víctimas. La foto de dos hijos del volcán.

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COMENTARIOS

RESPUESTAS

    Gustavo Diéguez /

    25/06/2018 6:32 PM

    Quisieron escribir "mientras los NICHOS eran sellados" los traicionó el procesador y el resultado fue "mientras los niños eran sellados". Releamos, revisemos, corrijamos... no es tan difícil con la tecnología que utilizan.

    ¡Ay no!

    ¡Nítido!



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