Cuando de niña ayudaba a mi madre a llevar los platos a la mesa, nunca tenía que preguntar cuál era el de mi papá, lo sabía tan solo de verlo: era el que tenía más comida. Si mi mamá había preparado algún guisado con piezas de pollo, su plato era el que tenía dos o tres, si había carne, el suyo siempre era el corte más grueso.
Mi papá es un hombre grande, de más de 1.80 m, y por ello nunca me pareció extraño que en casa siempre se le sirviera más comida que a nosotras. Pero, por otro lado, que se le sirviera siempre primero, siempre en la cabecera de la mesa y que él nunca se levantara por nada, dejaba muy clara su jerarquía. Nadie tenía permitido empezar a comer antes que él, ni levantarse hasta que él había terminado. La hora de la comida era un ritual para refrendar diariamente el orden social de mi familia, que era el mismo que el de la mayoría de las familias que yo había conocido. La división sexual del trabajo no era un acuerdo que se hubiera discutido o siquiera enunciado alguna vez, simplemente la reproducíamos no porque tendiéramos a ello sino porque era lo que habíamos aprendido, por costumbre o imitación. Mientras las mujeres nos hacíamos cargo de las tareas domésticas, los hombres, en este caso, mi papá, se hacía cargo de la parte económica y había que consultarlo hasta para comprar un litro de leche.
La primera vez que visité una casa donde el padre había cocinado todo y él mismo servía los platos y se sentaba al último hasta que el resto de la familia ya estaba comiendo, sentí que estaba compartiendo mesa con una cultura completamente ajena a la mía, y de algún modo así era. Todo en su dinámica familiar era distinto, no había un moderador en las conversaciones, todos participaban, se arrebataban la palabra, se servían comida cuando querían sin pedir permiso y se levantaban también cuando querían. Me di cuenta de que se puede saber todo de una familia simplemente observando con atención sus costumbres en la mesa. En ese momento, sentada junto a esa familia siendo aún una niña, mi asombro se transformó en incomodidad. La madre comiendo y el padre sirviendo ya no era “normal”.
La alimentación es una parte fundamental del trabajo de cuidados, gran parte de los quehaceres domésticos giran alrededor de ella: comprar los víveres, planear los menús familiares, cocinarlos, servirlos, conservarlos, limpiar la cocina, volver a empezar… Estas tareas, indispensables para el funcionamiento de la vida cotidiana de cualquier sociedad, la mayoría de las veces recaen en las mujeres como si se tratara de algo “natural”. Cuando de niñas se nos instruye en la preparación de los alimentos, acto seguido se nos aclara que son cosas que debemos saber “para cuando te cases”. La esposa alimenta al esposo, la madre alimenta a los hijos. La madre/esposa rara vez se alimenta a sí misma.
Mi madre siempre se comió la rebanada más pequeña, la tortilla más quemada, el pedazo de pollo que nadie más había querido, el resto. Una de las frases que más le recuerdo es “ahorita me sirvo de lo que quede”. No era una cosa de carácter, lo mismo hacía mi abuela, lo mismo hacían mis tías en sus propias casas. Lo mismo ocurría también en las casas de mis amigas, de mis vecinas y de todas las familias que conocía.
Esta dinámica se vuelve aún más evidente en los hogares precarizados, donde las primeras en privarse “voluntariamente” de la alimentación son las mujeres, con la finalidad de que alcance para el resto de los miembros de la familia, sobre todo para aquellos que realizan trabajos económicamente remunerados, casi siempre varones, o para que los niños coman mejor.
Cuando tuve hijos, mi primer instinto fue reproducir esa conducta y lo hice por mucho tiempo. Sin embargo, si hablamos de todas las cosas que supuestamente deben pasar a segundo plano al convertirnos en madres, rara vez reparamos en la alimentación, a pesar de que gran parte de nuestra salud, energía e incluso disposición emocional depende de nutrirnos adecuadamente. Si a todo lo anterior agregamos la dieta mandatoria y la obsesión con el peso que a través del escrutinio social acecha a las madres, sobre todo a las recientes, pareciera que nuestro destino es convertirnos en mujeres mal alimentadas, hambrientas y fatigadas. No sólo eso, las enfermedades metabólicas, la anemia, la osteoporosis e incluso algunos tipos de depresión, cuya demografía es dominantemente femenina, están asociadas a la mala nutrición y al mito de que las mujeres necesitamos “comer menos” porque “somos más pequeñas” (o deberíamos serlo) y/o “engordamos más fácil”. ¿Y si somos “más pequeñas” porque desde siempre hemos estado mal alimentadas?, ¿y si reparamos en que la grasa que acumulan nuestros cuerpos permite la gestación y en general el trabajo reproductivo?, ¿y si distribuir equitativamente no sólo el trabajo doméstico sino también los alimentos fuera parte de las reivindicaciones feministas? En un país como México, donde la pobreza alimentaria afecta principalmente a las mujeres, no me parece descabellado.
Dicen que el amor entra por el estómago, me gustaría pensar lo mismo de la revolución.
Samuel Choc /
tiene mucho de razon, la srita. Escritora, pero era otra generacion no existian muchas oportunidades laborales para mujeres, el ahora es lo que importa, ambos conyugues deben ponerse de acuerdo, que aportara y hara cada quien, apoyo el punto de equilibrio, habra que educar a ambos y animo !!! Podemos hacerlo