Confirmé mi presentimiento. Vi cómo la ciudad saltó de su cama como si nada, bien despierta, a iniciar otro día. Tomó la camioneta, caminó un largo trecho sobre La Reforma, cruzó La Terminal Market y llegó a su lugar de trabajo. Simuló cumplir su deber: vernos a los ojos a los solitarios, a los marginados, a los desesperados por seguir siendo humanos. Me di cuenta que ella también es habitante del País de los Muertos, que vive en el olvido, que arde en fiebre –en la Gran Laguna Mental– y habla el lenguaje oculto de cosas inanimadas y de los enigmas cotidianos. Me llevó de la mano –mirándome, sonriéndome–, y con su voz cansada cantó sus indiferencias y sus remordimientos. Me suplicó que no la dejara salir de su cuarto, que la amarrara a su cama para que deje de perseguir las voces de sus ciudadanos como una loca.
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