Si analizamos la historia del arte y el diseño, nos damos cuenta que la tendencia a rellenar cada rincón de un lienzo es común desde la antigüedad. Desde el arte vikingo hasta su total exacerbación en el barroco y el rococó francés. Podemos verlo también en ilustraciones y obras modernas y contemporáneas como las de M.C. Escher (1898-1972).
Esta saturación de los objetos y las obras puede demostrar un tremendo manejo de la composición y la forma, un despliegue de la capacidad del artista o, por lo contrario, una falta de control y banalización del concepto. Como diseñador que soy y crítico que trato ser, considero que es básico para comprender muchas obras que han dado paso a tendencias en la actualidad y en este caso me refiero al reconocimiento al artista y al momento en que pudo decir:
-Ya no más.
No siempre el espacio en blanco está desperdiciado. A veces es una forma de oxigenar la obra y exaltar el concepto. Uno de los primeros que se atrevió a experimentar con esto fue (¿quién más?) Diego de Velázquez en su obra “Pablo de Valladolid”. En este retrato sitúa al personaje en un espacio indefinido: veamos la ausencia de un piso y un horizonte, la falta de algún elemento que nos refiera a la perspectiva y el contraste total entre la ropa del personaje y el fondo.
Recordando el artículo anterior y aventurando conjeturas, podemos ver que Goya, casi dos siglos después, obtiene inspiración en este tipo de cuadros para su obra más vanguardista: “Perro Semihundido” de 1823.
Veamos la amplitud de espacio, la carencia de elementos decorativos y, en este caso, la sensación de abandono y soledad. También veamos los contrastes marcados que enfatizan el tema de cada personaje y el manejo de color en ese espacio. Estas percepciones psicológicas permitieron al arte salirse de sus cánones e ingresar a la mente del artista para explorar el espacio infinito que representa un lienzo.
Dando un salto en el tiempo, volteemos ahora hacia Joan Miró (1893-1983), quien en sus composiciones logra crear sensaciones espaciales inexistentes pero simuladas a través de las relaciones invisibles entre sus volúmenes y colores utilizando el espacio libre entre cada elemento.
Las formas adquieren un carácter de satélites, moléculas y volúmenes libres. El espacio vacío se convierte en arte, pero no por si mismo sino por lo que construye. Podemos percibir que el artista descompone una idea y nos expone a su concepto formal básico. Aún podemos leer en esta abstracción el tema al que refiere el título. Esta lectura que nuestra mente realiza a partir de la figura y el fondo ingresa al campo de la psicología de la Gestalt, teoría que enfatiza la capacidad que tenemos de construir a través de la percepción y la memoria para crear de forma imaginaria e instantánea relaciones espaciales.
Inspirado por esta nueva máxima, Alexander Calder (1898-1976) crea instalaciones móviles que aprovechan sus puntos de conexión para apropiarse del espacio en cuatro dimensiones. Es como ver música fuera del pentagrama donde cada volumen es una nota o un sonido y cada espacio un silencio. ¿Imaginan la música sin estas pausas? Imposible. Cuando el vacío nos inquiete, tomemos un largo respiro y busquemos si hay una melodía que podemos percibir.
Sobre esto queda únicamente volver a invitarles a mirar, dejar de temer al abismo y empezar a considerar el espacio para dejar que nuestra mente juegue libre en ese infinito. Luego del punto final de este párrafo, un largo silencio.
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