Fusión es un establecimiento pequeño al estilo de un bistró, ubicado enfrente del tradicional Doña Luisa Xicoténcatl en la calle ‘de la salida’ –como le llamamos los capitalinos– que es la Cuarta Calle Oriente. Lo que nos hizo entrar fue una carta que se antojaba imaginativa, con creaciones como un risotto de ostiones con leche de coco; o unos ravioles de chipilín con salsa de crema. Es decir, ofrecía algo de creatividad y de sorpresa, que es lo que muchas veces –no siempre– uno busca en un restaurante. Al asomarnos pudimos entrever un patio luminoso con mesas, que se veía como el marco acogedor para una buena plática, lo que terminó de convencernos.
El local es pequeño, y formado por dos ambientes: un salón pequeño que da a la calle, en donde están la cocina abierta y algunas mesas –seis o siete–, y un patio que comparte con otra serie de establecimientos, en donde tiene cuatro o cinco mesas. El decorado es agradable: típicas y sencillas sillas y mesas de bistró, manteles de color crema, paredes de tonos ocre y desvaídos al estilo antigüeño, y un patio pequeño con una hermosa enredadera de tumbergia. La atención fue muy buena: un mesero simpático que nos dio la entrada y se ocupó de nosotros amigablemente, y la persona que supongo es la administradora del restaurante o su dueña, igualmente agradable y atenta. Las cocineras nos dieron la bienvenida desde sus fogones, donde estaban preparando su magia a la vista de los comensales, y nos despidieron con la sonrisa espontánea y genuina que hace de los guatemaltecos espléndidos anfitriones con el turismo.
Era un día entre semana, sin muchos comensales ni prisas. Escogimos sin problema una mesa a nuestro gusto, en uno de los pasillos del patio, donde discutimos con la administradora primero, y el mesero después, los méritos y los detalles de los distintos platillos. Mi acompañante pidió los ravioles rellenos de chipilín y requesón, hechos con una pasta con espinaca y bañados en una salsa de crema con romero. Yo –pagando todavía los excesos gastronómicos de fin de año– pedí un pescado con salsa de crema y alcachofas, acompañado de vegetales en lugar del puré con el que normalmente lo sirven. Para picar mientras nos preparaban los platos pedimos un carpacho de res, y la casa nos obsequió unas bruschetas pequeñas de champiñones salteados con ajo, vino y perejil.
La comida comenzó con un contratiempo que fue bien sorteado: pedimos un par de copas de vino tinto que sin duda provenían de una botella abierta ya hace rato. Cuando les hicimos ver que el vino se había agriado, nos las cambiaron inmediatamente por otras de una botella nueva que vinieron a abrir a la mesa. Inmediatamente después llegó el carpacho: verdadero lomito crudo cortado muy muy fino, con alcaparras, lascas de queso parmesano, aceite de oliva, sal y pimienta. Clásico, sin florituras ni ingenios, pero efectivo. Nos pareció un buen augurio de los platos principales, que llegaron a un tiempo prudente después de que nos retiraran el primer servicio.
A mi acompañante le fue muy bien: los ravioles estaban verdaderamente sabrosos. La pasta de espinaca estaba bien hecha, un poco gruesa a mi gusto pero precisamente ajustados al de ella. El relleno de chipilín y requesón era sabroso y original: es un sabor que tengo ligado a tamalitos y al arroz con chipilín que hacía las delicias de mi padre cuando yo era adolescente, pero que en esta combinación entre gastronomía guatemalteca e italiana resulta muy agradable. Tal vez lo que sí eché de menos era el sabor del romero en la salsa. No lo sentí, pero puede ser que haya sido porque yo sólo probé un bocado, insuficiente para que un sabor delicado se haga evidente.
A mí no me fue mal: aunque lo que hubiera querido pedir era alguno de los dos risottos de la carta, ambos tentadoramente creativos, me incliné por el pescado a la plancha para probar dos cosas importantes: la calidad de la salsa –florón de toda buena cocina– y la cocción del pescado. La salsa era a base de crema, y estaba sabrosa aunque se hubiera beneficiado de una mejor definición del sabor de la alcachofa: no se le sentía mucho. La cocción del pescado fue menos exitosa: ligeramente pasado de punto. No demasiado, de manera que el dorado todavía mantenía su sabor, pero sí más allá de lo recomendable. Los vegetales con los que acompañaron el pescado en lugar del puré de papa habitual estaban correctos: ejotes, zanahoria y cebolla salteados en mantequilla. Pero no dejé de pensar que es precisamente en el acompañamiento donde podrían haber anotado algunos puntos, con más creatividad en la variedad de los vegetales y en su preparación. Los ejotes y las zanahorias son sabrosas sin duda, pero muy manidas. Habiendo opciones tan variadas como los hongos y los espárragos, o incluso algunas variedades típicamente guatemaltecas como güisquiles y peruleros, no deja de acusar cierta falta de imaginación para un restaurante de este tipo servir el mismo acompañamiento de cualquier anodino bufet hotelero. Pero más allá de la reflexión, y aunque podría haber estado mejor, el plato me dejó satisfecho.
No habíamos pensado en pedir postre, pero la gana de probar qué hacían con los dulces en la cocina nos llevó a pedir unos rellenitos de plátano ‘fusión’: con chocolate y almendra en vez de frijoles, y acompañados de una salsa de frambuesa. Sabrosos: la experiencia gustativa de un rellenito se mantiene gracias al plátano, que domina y da carácter al postre, pero el chocolate, las almendras y la salsa de frambuesa le dan un giro peculiar y agradable. Un café expreso bien preparado cerró con buen broche una agradable comida.
En Fusión se come bien, y se come bonito. El servicio es agradable y cálido. Los precios son razonables para un establecimiento de esta naturaleza: entradas y ensaladas –y postres– a menos de 50 quetzales; pastas y risottos entre 60 y 70; pollos y pescados entre 70 y 90; sólo la carne y los mariscos suben hasta los 130. Es, sin lugar a dudas, una buena opción para comer en La Antigua.
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