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Ensayo sobre mi fealdad

Una vez al año salgo a la calle con dos boas de plumas alrededor del cuello y una bandera arcoiris a la espalda. Voy en chor y labios rojos porque me doy permiso a participar de esos dispositivos de la feminidad porque hay ochenta mil maneras de ser en este mundo. Otras tantas voy en vestido y zapatillas de señorita que igual horrorizarían a mi tata porque hay pelos en mis piernas, igual que en las suyas, pero hey, los míos espantan a diosito, a la revolución, al laudo arbitral del sindicato.

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Foto: Virginia Lemus

Empecemos con un recuerdo, cómo no: es un viernes de 1999 y estoy en sexto grado. Había llovido el día anterior o eso creo; el punto es que ninguna de las licras que solía usar bajo la falda del uniforme se ha secado a tiempo y llevo bajo la falda gruesa, verde y fea un abultado chor de lona. Estoy sentada en el piso del salón de Educación Musical. Jaime, un niño que recuerdo deforme y con frenos, pasa a mi lado. «Hoy te ves más gorda de lo normal».

Todo mundo es deforme a los 12 años, nuestra democráticamente horrenda y universal fase renacuaja. Jaime, gloriosamente ignorante de su propia renacuajez, me llama gorda y se va a ser un renacuajo al otro extremo del salón. Yo me quedo sentada en el piso, tocando mi propia e inusual abultadez. Apenada de mi cuerpo. Quizá por primera vez.

Quiero justificarme ante Jaime, ante el mundo. Publicar un comunicado de prensa que manifieste ante la opinión pública que es mayo, está lloviendo, la ropa no se seca y tengo vulva: no puedo osar permitir que el mundo sepa que bajo la horrenda falda del uniforme ostento mis sensuales calzones de puntitos, que mi tata me mata si se entera de que salí de la casa sin nada debajo de la falda, que eso no hacen las señoritas. Quizá soy hoy una señorita inusualmente abultada, pero mañana volveré a mi abultadez habitual. Dado en Mejicanos, blablablá. Quiero hacerlo, pero para empezar, ¿quién putas es Jaime sino un renacuajo inferior a mí porque mi cutis es lozano y el suyo un cráter lunar? ¿Por qué quiero justificarme ante él?

Es un cáncer la adolescencia. Jaime seguro ya había olvidado mi súbita gordura inusual para las 12:30, cuando daban Dragon Ball en la tele. Seguro ni me recuerda a mí. Han pasado veinte años de eso y yo lo recuerdo como ayer. El asco en su mirada. Lo despectivo de su voz de ganso con cáncer de laringe. La vergüenza de mi cuerpo, de ocupar demasiado espacio, de ser tosca y anormal. Gorda, el mayor pecado capital de la feminidad en mí validada únicamente por mis calzones de puntitos.

Gorda y fea, he de aclarar, pero no sé bajo los estándares de quién. Ciertamente ese era el consenso y yo me debo a la voluntad popular, así que la acepto. En algún momento después de los nueve años, el día en que me empezaron a doler mis incipientes tetas, mi fealdad se parapetó en mi vida, movilizando a toda la gente a mi alrededor en direcciones opuestas.

A mi tata no le cayó muy en gracia tener una hija con tetas de hentai y si de él hubiese dependido, yo habría salido de la casa en un cubo de cartón todos los días. Los borrachos de la esquina iban a querer violarme, decía, y yo debía caminar rápido, huir a marcha forzada de mi intoxicante magnetismo sexual. Para mi mamá, todo en mí debía arreglarse: mis párpados caídos, mis piernas regordetas, mi ahora ondulado e inmanejable pelo, mi rabiosa timidez, todo estaba mal. Todo necesitaba un cirujano plástico, un terapeuta, un par de vergazos. Todo en mí necesitaba corregirse. Toda yo estaba mal.

 

Bitch, where? Foto: Virginia Lemus

Por años escondí mi cuerpo bajo capas de ropa, mi cara bajo capas de pelo y mi timidez bajo capas de la mayor hijueputez que pude. Entre la tensión de los hombres que me gritaban gorda hoy y mirá qué tetotas mañana, el catálogo de cirugía plástica que mi mamá me ofertaba y mi propia inhabilidad de contestarle a los Jaimes renacuajos que me dejaran en paz, lo único que me mantenía cuerda en el balance de mi violable monstruosidad era mi invencible cerebro. Gorda y fea, cerote, pero lista. Ahí me avisás cuando te podrás cuadrar conmigo. Mientras tanto, shu.

Pero porque soy lista y democrática y fea y gorda y el consenso era universal, le empecé a ver el lado conveniente al asunto. Por fea, ningún cabrón que no fuera mi profesor de ajedrez quería rozarme la verga entre mis nalgas. Por gorda, nunca se me devoró con la mirada durante el insufrible trimestre de natación y mis tetas de hentai podían estar seguras. Nunca en séptimo grado me vi presionada a levantarme la falda, como las niñas bonitas; nunca me sentí convocada al culto bailemos-coreografías-de-las-Spice-Girls; nunca sufrí porque no se me invitara a evento social alguno. Yo era gorda, fea y cerota: el combo ganador para que mi cerebro hablara por mí, para que me dejaran en paz.

O eso es lo que creí.

Es que mirá, no habría sido lo mismo si solo hubiese tenido una de las tres. M era gorda, pero bonita y encantadora, así que se fue regordeta del sexto grado y regresó esbelta, bulímica y deprimida al séptimo. L era cerotísima, pero flaca y bonita, así que nada importaba. ¿Qué opciones tenía yo? Mi cara era una guía de dibujo cubista y en el fondo siempre he amado mi carácter hijueputa, así que solo me quedaba adelgazar. Traté, pero fue sin querer. Quería tener amigas. No podía entender qué era aquello tan repugnante en mí que no me permitía tenerlas, así que opté por la convivencia forzada de los entrenos de volleyball, de los cuales solo recuerdo una incomodidad sin fin y los episodios de Dragon Ball Z que veía en el chalet. Corría y subía gradas y reventaba saques y me doblé dedos, pero no logré ni adelgazar ni hacer amigas. Lo declaré una causa perdida y decidí que era mejor seguirle la pista a Gokú desde la tele de mi casa.

Por supuesto, el asunto era hasta entonces aún relativamente fácil porque no había descubierto el temblor entre mis piernas y nadie me había dicho que cogiéramos por lo bajo, pero que nadie se entere, y para entonces mi fealdad era una verdad  tan cimentada como mi incomodidad conmigo, con todo lo que era, porque mi cuerpo era gordo y mi cara era horrible y bien que mal, por cruel que parezca, en el fondo lo agradecía porque el número de hijueputas que osaba meterse conmigo era lo suficientemente bajo como para que el rechazo de uno solo me desdoblara la vida durante años. Mi gordura, mi fealdad y mi hijueputez me protegían. Eso creía yo. Soy fea, nadie me va a violar. Soy gorda, nadie me va a acosar. Además, soy senda hijeputa: el cabrón que quiera violarme o acosarme no se va a atrever.

Pero se atrevieron a acosarme incluso cuando yo no dormía, cuando mi vida entera se iba en lograr morirme lo más pronto posible, cuando mi útero me doblaba del dolor, cuando todo lo que yo fui se caía a pedazos. Nunca fui lo suficiemente gorda ni fea ni hijeputa para estar a salvo porque se me olvidó que nada de eso me quitaba lo mujer, lo pedazo de carne con hoyos que existe en público, que se sube al bus, que se vestía de negro toda para quizá lograr ser invisible. Se atrevieron igual que otros lo hicieron a diario, desde una edad obscena, con L, con M, con todas.

Nunca lo logré. Me encogí de mil maneras. Hice de todo para ocultarme de los Jaimes del mundo, de los señores en el parqueo del hospital que me ven vestida con uniforme de colegio católico y aún así se sacan el pene frente a mí para masturbarse, de los pandilleros que caminan junto a mí a mis 15 años y le dicen su homeboy que el día que me agarren desprevenida me van a hacer su jaina. Creí que ser fea, gorda e hijeputa me iba a proteger. Creí que si me lo reiteraban a cada rato era para asegurarme mi indeseabilidad. Me lo dijeron tanto y tan seguido, de forma tan incuestionable, que llegó a tener el efecto opuesto.

Me veo en los espejos que he pegado en la puerta del baño. Me analizo la cara. Los treinta me la han llenado de lunares a un costado, pero donde veía cubismo hay formas curvas, armónicas; la nariz de mi mamá, los ojos de mi papá y la mirada severa que perfeccioné tras años de decidir no encogerme. No sé si mi cara es bonita o no. Me gusta. Es la única que he tenido. Me reconozco en ella, en mi pelo, que he descubierto es café y no negro. En las curvas de mis colochos, en la voz dulce que durante años detesté y ahora considero una de mis mejores dotes. En mis tetas de hentai y mi cuerpo que es mío, sana rápido y se pone faldas y chores de lona que harían que Jaime el renacuajo me diga con espanto que estoy más gorda de lo normal. Me veo. Me gusto.

Una vez al año salgo a la calle con dos boas de plumas alrededor del cuello y una bandera arcoiris a la espalda. Voy en chor y labios rojos porque me doy permiso a participar de esos dispositivos de la feminidad porque hay ochenta mil maneras de ser en este mundo. Otras tantas voy en vestido y zapatillas de señorita que igual horrorizarían a mi tata porque hay pelos en mis piernas, igual que en las suyas, pero hey, los míos espantan a diosito, a la revolución, al laudo arbitral del sindicato. Muchachas trazan los surcos de mis estrías con sus dedos, desnudas ambas, porque el deseo es animal y azaroso y se ríe a carcajadas de Jaime el renacuajo, su inadvertida renacuajez, la mía, la suya propia, la de todo mundo.

Terminemos con un ahora, cómo no: mi cerebro invencible arrasa con todo, hasta con los límites autoimpuestos por mi noción retorcida de que ser gorda y fea iba a protegerme del mundo porque soy indeseable. Arrasa con Jaime y la crueldad banal de su pubertad. Arrasa con mis recuerdos de M y L, les desea que sean felices y plenas en cualquier versión de la vida que hayan elegido para sí. Arrasa con el miedo de regresar de donde se fue y vuelve a reclamar su vida y compra calzones bonitos, aún con puntitos. Las tetas de hentai están cubiertas de encaje rosadito. Arrasa conmigo y me empuja, gorda, fea e hijeputa, a reírme de Jaime el renacuajo en su cara. Pobre cabrón.

 

Virginia Lemus
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Virginia escribe desde y sobre lo que acontece en Centroamérica porque se hartó de que la gente que no vosea se hiciese cargo de ello. Estudia filosofía porque ahí va a parar la gente que no sabe qué hacer con su vida, excepto que ahora sí sabe que lo suyo son la Italian Theory y quisiera dedicarse a hornear pasteles pero la vida no la deja.


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