—Aquí ya es seguro, no nos pasa nada. Aquí ya es seguro.
Como un mantra, Joshua lo repite una y otra vez. Ya pasó la zona de peligro y está cerca de su casa. Lleva ocho años de vivir con su familia en esta colonia de Colomba Costa Cuca, Quetzaltenango.
Al abrir el portón de lámina y alambre, el perro, como un guardián, avisa con entusiasmo que hay gente en la entrada, ladra desde el árbol donde permanece amarrado.
—Aquí no entra nadie, dice Joshua mientras sube a su casa.
La vivienda se oculta entre otras viviendas. Es casi imposible distinguir dónde termina una y comienza la otra.
En los últimos días, los aguaceros han convertido las calles en ríos. La casa es un refugio acogedor: el aroma a leña quemada, el calor húmedo, dibujos infantiles en las paredes y los abuelos de piel delgada y pelo blanco. Es un ambiente de paz.
Es temprano en la tarde y poco a poco el ambiente se aviva. Cristina, la esposa de Joshua, y sus tres hijos regresan del trabajo y de la escuela. La familia se reúne alrededor del comedor, en el centro de la casa. Aquí, en esta rutina hogareña, Joshua se siente seguro. Solo aquí.
La colonia queda en el municipio de Colomba del departamento de Quetzaltenango, a 215 kilómetros de la capital. El corazón del municipio es el mercado. Durante el día, está lleno de vida. Las docenas de microbuses mueven a la población entre las aldeas, comunidades montañosas llenas de cafetales, donde vive la mayoría de los 41 mil habitantes. El ritmo comienza a disminuir al atardecer. Joshua dice que casi nadie sale por la noche, que a partir de las 5 de la tarde las calles del centro se vacían y todo queda en silencio.
Joshua es delgado y canoso. Es un hombre de 45 años y de pocas palabras. Creció en la ruralidad de Colomba donde sembraba café con sus padres y hermanos. Hace 18 años conoció a Cristina y desde entonces sus únicos momentos de separación han sido durante sus jornadas de trabajo. Ella como maestra en una escuela pública y él como vendedor en diferentes farmacias.
Dentro de pocos días Joshua dejará a su familia y el confort de su hogar, para irse lejos. A Houston, Texas. No sabe si regresará, ni sabe cuándo volverá a ver a Cristina o a sus hijos. No se quiere ir, pero no tiene otra alternativa.
—No hay nada mejor que estar junto a toda la familia. Pero no tengo otras oportunidades aquí. Ya no encuentro otra salida. Por eso, como se los he dicho a ellos, me tengo que ir a Estados Unidos.
En cada palabra de Joshua hay nerviosismo. Se nota su nostalgia.
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No sería el primero en morir por extorsión
Joshua recuerda el momento preciso cuando perdió la paz. Fue un día en junio hace dos años. Estaba en su trabajo —en una farmacia de Quetzaltenango— cuando llegó un grupo de hombres. Solo dos entraron. Pidieron hablar con el encargado mientras los otros se quedaron en la puerta.
—Sorprendieron al guardia de seguridad, lo tenían con una pistola en la cara. El otro compañero me llamó y cuando salí me dijeron que si quería vivir tenía que pagar una cuota mensual de Q45 mil.
Como gerente, Joshua ganaba alrededor de Q3,500 mensuales. Intentó explicarles que él no disponía la cantidad de dinero exigida.
—Si querés vivir, mirás cómo conseguís el pisto de los dueños, le respondieron.
Regresarían a finales del mes para cobrar.
Joshua se consternó. Se comunicó con la dirección de la empresa para preguntar qué hacer. El representante legal le devolvió su llamada.
—Lamento informarle que la empresa no paga extorsión.
—¡Pero me van a matar!
—No les haga caso. Nosotros no pagamos extorsión, la empresa es firme en eso. Igual, no sería el primero en morir por extorsión, pero no se preocupe por su familia, la empresa cubre los gastos del funeral.
Tres semanas después los hombres regresaron para cobrar. Joshua, temblando, les compartió la respuesta de la empresa. Con amenazas le pidieron el número de teléfono de los encargados de la sucursal.
—Tenés 5 minutos para salir de aquí, antes de que cambiemos de opinión, le gritó uno de ellos apuntándole con una pistola.
Joshua no lo pensó dos veces. Recordaba con escalofríos las palabras del representante legal de la farmacia y rápidamente corrió hacía la puerta sin ver hacia atrás. Pensaba en los dos compañeros que se quedaron, pero quería salvar su vida.
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Extorsiones versus asesinatos
Joshua no es el único. En los municipios de Colomba Costa Cuca, Coatepeque, Génova y la cabecera departamental Quetzaltenango, las pandillas Barrio 18 y Mara Salvatrucha se han establecido en los últimos 10 años, comenta Gerardo Cifuentes, de la Comisaría Regional de la Policía Nacional Civil.
El oficial explica que las pandillas también migran. Así logran empoderarse de zonas “muertas” donde antes no había mayor presencia de la PNC, como pasó en Colomba.
Al igual que en la capital, los transportistas de buses y tuc tuc son las principales víctimas de extorsión de pandillas.
—Hay que distinguir entre la percepción común de que la delincuencia aumenta, dice Cifuentes.
El comisario asegura que la incidencia de delitos en general, y en particular las muertes violentas, ha bajado. Enfatiza que quince días antes a la fecha de la entrevista —el viernes 5 de octubre—, en Colomba Costa Cuca no se reportó ningún homicidio.
Las estadísticas confirman el descenso en los casos de homicidios. En 2011, la sede del Instituto Nacional de Ciencias Forenses de Guatemala (INACIF) en Coatepeque registró 136 personas fallecidas por arma de fuego. Desde entonces, la tasa comenzó a bajar hasta llegar a 83 en 2016, para volver a subir a 127 en 2017. Este año, desde enero al 7 de octubre, el INACIF ha registrado 86 personas fallecidas por arma de fuego.
Cifuentes atribuye este cambio al esfuerzo de la PNC, especialmente a las investigaciones de la División del Programa Nacional Contra el Desarrollo Criminal de las Pandillas (DIPANDA) que han tenido como resultado la captura de algunos líderes de las pandillas de estos municipios.
Sin embargo, las extorsiones se siguen dando —reconoce el comisario—, incluso desde los centros penales. Para defender sus números descarta que se trate porque las víctimas de extorsión escogen pagar antes de ser asesinadas. Cifuentes ignora si las extorsiones son un motivo de migración para Estados Unidos, pero sí reconoce que el desplazamiento forzado interno por la delincuencia sí se da en estos municipios.
Quetzaltenango se encuentra en el cuarto lugar de los departamentos con mayor cantidad de guatemaltecos deportados, después de sus vecinos Huehuetenango y San Marcos, y de Quiché. De los 34 mil 508 guatemaltecos que han sido deportados por vía aérea en 2018, y 27 mil 163 por vía terrestre, 5 mil 118 son de este departamento.
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Taller del diablo
Cristina tiene 46 años y no tiene filtros para hablar. Para ella las extorsiones han creado un ambiente de miedo. Es algo que se percibe. Es una realidad.
En el municipio aledaño donde ella trabaja como maestra, muchas de las escuelas públicas pagan extorsión. Puede que no sea a pandillas sino a delincuentes que los imitan, pero no se arriesgan. Igual se paga bajo la amenaza de muerte. Pagan Q300 por cada maestro.
Otras escuelas han logrado evitar la extorsión pagando una cantidad mensual —y mucho menor— a los comités de seguridad comunitaria o patrulleros, como dice Cristina. Vigilan la hora de entrada y salida de los alumnos y maestros. Armados de palos y algunos con pistolas. A veces son acompañados de uno o dos agentes de la PNC.
—La mayoría (de los extorsionistas) son jóvenes de aquí mismo. Paran en esos caminos por la misma pobreza en la que viven. Por ejemplo, es consecuencia que los papás no envíen a los hijos a estudiar, como suelo decir: mente desocupada, taller del diablo. Entonces empiezan a involucrarse en estos grupos donde no están viendo a quiénes molestar, solo miran quién conduce qué o quién pone un negocio.
La situación genera una presión psicológica fuerte, dice Cristina con preocupación, quien puso a sus tres hijos a estudiar en la jornada matutina, porque considera que es menos probable que los grupos criminales les busquen y así ella puede estar con ellos en la casa durante la tarde. El protocolo familiar de seguridad es el mismo para todos: cuando no están en la escuela o la iglesia, se van directo a la casa.
—Ida y vuelta a la casa. No hay que ir a meterse en ninguna colonia. Ni para hacer trabajos del colegio. Si les ponen trabajos en grupo, hablo con los maestros para pedir que les pongan otra tarea, dice Cristina.
Un blanco seguro
Joshua apenas sale. Después de la confrontación con los extorsionistas en la farmacia en 2016, se encerró en la casa. Poco a poco la ansiedad bajó y comenzó a trabajar como ayudante de albañil unos meses hasta que a mediados del 2017 se animó a solicitar trabajo en otras farmacias. Tuvo éxito. Consiguió empleo a una hora y media de su casa. Quedaba lejos, pagaban solo Q110 por día —que era menos que su empleo anterior— pero valía la pena.
Todos los días a la misma hora, Joshua salía y regresaba en las mismas dos rutas de bus, desde el mismo lugar. Esa puntualidad que nunca le había fallado, le convirtió en un blanco fácil.
Una mañana, a cinco meses de comenzar en su nuevo trabajo, un muchacho subió detrás de Joshua al primer bus. Se acomodó en el asiento a su lado y le habló.
—Te tenemos en la mira desde hace un rato. Controlándote. Sabemos de dónde salís y dónde trabajás. Ahora nos vas a pagar.
Empezó con cobrarle Q50 diarios. 'Es eso o perder otro trabajo —pensó Joshua— por lo menos todavía me quedan Q60'. Pagó. También pagó cuando un mes después subió la cuota a Q60. El joven siempre venía bien vestido, con camisa de manga larga y corbata. No parecía para nada pandillero, ni extorsionista, recuerda Joshua.
Por eso, se atrevió a razonar con el joven y oponerse el día que comenzó a cobrar Q70. Su única respuesta fue discretamente abrir su camisa para enseñarle su arma. Joshua pagó de nuevo.
—Imagínese, por mantener a los mareros ya no tengo ni para mi propia familia.
Hace cuatro meses tomó la decisión de ya no regresar a la farmacia. Por miedo de volver a encontrar al joven, ya no sale de la casa. De vez en cuando, a través de vecinos o familiares, logra conseguir trabajos de día donde gana máximo Q40. Sale con miedo a cortar y recolectar leña.
Estaba desesperado. Cuando surgió una oportunidad de irse para Estados Unidos aceptó. No tenía el dinero para pagar al coyote, pero un familiar había pagado a uno que le ofreció tres intentos, pero fue deportado y ya no quiso regresar. Con un préstamo para un copago, Joshua logró negociar con el coyote para que él usara el último intento que incluía el precio original.
Irse para no morir
En contraste con los miles de guatemaltecos que migran a Estados Unidos para huir de la pobreza, para Joshua el dinero no es el motivo principal.
—A mí me preocupa no estar aquí y que todo vaya a recaer sobre ella. A veces le digo 'qué no daría yo para estar aquí'. Pero no hay modo. No puedo ni poner un negocio, porque vienen. Y aquí estoy poniendo en riesgo a mi familia. La verdad, no encuentro salida en esto. Me siento mal, quiero apoyar. Mis hijos piden cosas y me da pena que se lo piden a ella, y ya no a mí. Yo quiero irme para que haya más ayuda para ella aquí en la casa.
Huye de la paranoia crónica. Huye porque siente que solo estando lejos puede recuperar un papel significativo en su familia.
La familia cubre todos sus gastos con el salario de Cristina que por tener más de 18 años de antigüedad como maestra gana mucho más que el promedio de las personas que conoce, pero no lo suficiente para mantener a una familia extendida de siete personas.
Cristina se define como maestra, ama de casa y una fiel creyente en Dios. Le encanta trabajar y en su tiempo libre prepara comida que vende entre los vecinos. A ella no le importa ser la proveedora de la familia.
—Mira, yo siempre digo, cuando hay tranquilidad, hasta solo con frijoles uno puede comer. No se puede dar el lujo de comer carne todos los días, pero no hay cosa mejor que la familia de uno esté unida, pues. Si no fuera por esta situación, él estaría trabajando, pero no puede exponerse. Aunque tampoco creo que la cosa sea tan fácil allá.
Cristina mira a su esposo, pero Joshua no responde. No sabe cómo será su situación al llegar a Estados Unidos. Solo ha escuchado que en Houston hay trabajo para migrantes, pero de las 2.1 millones de personas que viven en la cuarta ciudad más grande de los Estados Unidos, él no conoce a nadie. No sabe siquiera dónde va a dormir la primera noche.
Tampoco es que Joshua aspire a una vida de lujo en Estados Unidos. Por la persecución a los migrantes piensa que vivirá el mismo encierro en Houston como la que vive en su casa. La diferencia, dice, es que allá corre el riesgo de ser deportado, aquí, de que lo maten a él o a alguien de su familia.
Con la cabeza agachada Joshua mira a sus dos hijos más grandes en la mesa. Están llorando. Cristina también. Él se esfuerza para que no lo vean llorar, pero el temblor de su voz y su labio inferior lo delata.
La más pequeña de la familia juega en la sala. A su lado tiene una cajita que abre con mucho cuidado. Adentro vive Josecito, un huevo pintado con una cara alegre y una pantaloneta amarilla acostado en algodón. Es una tarea de la escuela. Tiene que cuidarlo y asegurarse de que no le pase nada. Por eso no lo saca de su casita, cuenta la niña. Corre a abrazar a su papá cuando se da cuenta de su tristeza.
Tener que despedirse pronto de su papá, afecta demasiado a los niños.
—A mí me da tristeza que se vaya mi papá. ¿Quién nos va a cuidar? Quiera que no, nosotros necesitamos de él. Aunque sea que nos regañe: 'no hagan eso o esto', pero necesitamos de él.
Los dos adolescentes saben perfectamente por qué decidió irse su papá. Explican que desde la casa, a cada rato se escucha la sirena de la ambulancia cuando cruza hacia el centro. Para ellos, ese sonido se ha convertido en una tortura.
—El ya no puede estar aquí. A donde quiera que él va, lo molestan. La situación sinceramente desespera. Cada vez que por el camino sube la ambulancia y si mi papá está en la calle, uno se pregunta si fue él el que llevan. Uno ya no está tranquilo, solo por pensar que a él lo están molestando.
Se apoyan en las palabras de su mamá que ha intentado aliviar el duelo de sus hijos. Mejor que su papá esté lejos con vida que muerto. Que algún día lo volverán a ver, aunque no saben cuándo.
—Yo sé que mi mamá tiene razón, prefiero verlo por Skype que visitarlo en el cementerio.
En manos de un coyote evangélico
El viaje a Houston durará aproximadamente un mes. Joshua no conoce la ruta exacta, solo sabe que cruzarán la frontera en Reynosa, Tamaulipas, en México. Durante el trayecto viajará en furgones, a veces en cajas durante días sin comer, sabe que se enfrentará con grupos de crimen organizado o que cruzará el desierto, todo eso hace que sea una aventura arriesgada.
Algunos de los que no llegan, tampoco regresan.
El Proyecto de Migrantes Desaparecidos, de la Organización Internacional para las Migraciones, monitorea la cantidad de migrantes que mueren en el trayecto. En lo que va de 2018 se han registrado 305 muertes en la frontera entre México y Estados Unidos. De ellos, 41 eran centroamericanos. Las cifras van en aumento. En todo el 2017 se registraron 415, de los que 105 eran centroamericanos.
Joshua viajará ligero: una mochila pequeña con una mudada extra, su DPI y un poco de dinero para refacciones o para hacer llamadas en el camino.
Hay algo que calma Joshua y a su esposa y es que el coyote es evangélico, como ellos. Joshua sabe que aparte de acompañar al grupo de migrantes casi hasta la frontera con Estados Unidos, el coyote comienza sus viajes con una oración. Un ritual que repite varias veces en el camino.
Son casi las 4 de la tarde y Cristina tiene que seguir con sus mandados. Antes de despedirnos, esta periodista pregunta a la pareja, cuál es el plan b. ¿Qué harán si detienen a Joshua en la frontera y lo deportan? La respuesta es un silencio sepulcral. Ya ni la lluvia se escucha. No hay un plan b. Joshua tiene que llegar.
Los nombres reales y la ubicación especifica de Cristina, Joshua y su familia han sido alterados para proteger su identidad.
Gladys /
Se sabe qué ocurrió con "Joshua"?